¿Poesía mística?

Hay días en que todo me parece triste,
triste estar sola
y triste la compañía elaborada.
Me parece triste que te vayas
y aún más triste que te quedes
mirándome sin verme.
Encuentro esquiva la mirada
de tus ojos ausentes
donde se precipitan al fondo
mis luces más tristes.
Decir que te quiero
es admitir la derrota
en la batalla final
por la conquista de la soledad.
Son tristes las derrotas
y tristes las palabras
y más triste aun
el amor aplazado.
Y aun así
hay días tristes que serían
menos tristes
si estuvieras más cerca.

El pesebre

Recóndito pesebre, encuéntrame tú.
Acerca a mí tus musgos y tus silencios.
Dame a beber de tu luz angelical.
Obra en mí el milagro de tu silencio.
Recóndito pesebre, habita tú en mí
en cada espacio habitable de mí vaciedad;
solo se oiga tu humedad;
solo haga eco la nobleza,
la verdad suprema de tu humildad.
Recóndito pesebre, ven a encontrarme
postrada de amor ante tu dulzura,
por la que tanto clama la humanidad.
Recóndito pesebre, siembra en mí tu estrella fugaz,
la paz de tu verdad, la caricia de tu soledad,
el silencio de tu ternura,
el amor de tu entrega a la Santa Voluntad,
el ensanchamiento del corazón.
Recóndito pesebre, que hagan eco tus campanas,
en los confines de la eternidad.
Dame ojos para contemplarte en mi interior
y un corazón puro por donde pueda correr
del amor tu manantial.
Recóndito pesebre, quédate en mi corazón,
con su Niño, con sus padres trastornados de amor,
con todas las verdades mecidas sobre la paja
y junto al calor del asno y el buey.
Divino pesebre, alberga en ti, en mí,
todo aquello que nos trajo la luz
de tu singular manera de encarnar:
en lo poco —que lo es todo—,
en lo real, en lo tierno, en el sí,
en la confianza,
en ese río azul de fe incondicional.
Acógenos, recóndito pesebre,
para que en ti podamos
siempre morar.

Una buena noticia

Hay caminos por recorrer,

¡esa es la buena noticia!,

lugares donde aún

no se ha erigido un burdel

ni se ha aplastado la vida

debajo de una autopista.

Hay muchos caminos de grava,

de risco y hojarasca,

o inmensas montañas arrodilladas,

bajo el umbroso silencio de Dios.

Hay una piedra

que, mirándolo de reojo,

ríe del río,

y unos árboles vírgenes

que han aprendido a bailar.

Hay muchos vientos

trotamundos

que nos quieren abrazar

y unos cielos, remotos y limpios,

que esperan el canto de tu voz.

Allá iremos.

¡Esa es la buena noticia!

Iremos al acantilado

y hasta la hierba

y allí, diminutos en importancia y estatura

al lado de la inmensidad,

allí, crecidos de amor y de silencio,

caeremos de rodillas para besar

lentamente la tierra.

(Es una de las pocas formas,

todos sabemos,

en que Dios se deja besar).

Ponte en marcha conmigo,

hacia todos los atardeceres

que aún no han sucedido

y nos esperan pacientes

a la orilla del mundo.

La tierra todavía palpita,

¡esa es la buena noticia!

Hay caminos sin humo

y tierra sin pavimentar

y cosechas honestas

aún por recoger.

Ponte en marcha conmigo,

¡vamos a cubrir los dos

esa buena noticia!

El sobrevalorado empeño por ser uno mismo

En estos tiempos autorreferenciales en que ser un mismo parece ser el valor supremo, es decir cuando podernos expresar con autenticidad es la máxima conquista, Maritornes, a quien le gusta mirar un poco el revés de las cosas, ha descubierto el asombro maravilloso de no ser ella misma.  Es necesario hacer, antes de tratar de explicar, eso que los norteamericanos llaman un “disclaimer” para no incurrir en la molestia de quienes no entendieron la primera entrada de este blog en la que Maritornes hablaba de los sueños (https://blogs.elespectador.com/actualidad/desde-el-fogon/la-obligacion-sonar) (pero esa es otra historia). El “disclaimer” aclara que Maritornes no está en contra de que las personas traten de ponerse en contacto consigo mismas, con lo que les resulta verdaderamente importante.

Sin embargo, uno mismo se agota pronto si no se alimenta de los demás, de una referencia externa. ¿Qué se gana uno con mirarse al espejo y por toda conversación recibir un eco que le reafirma que su forma de hacer las cosas es la única posible? Para crecer es necesario dejar de mirarse el ombligo y considerar otras formas, incluso ensayarlas. En estos últimos días Maritornes ha sido feliz de madrugar a caminar, a buscar el amanecer, no según su propia costumbre sino la de otra persona. ¿Y por qué no imitar al amigo abstemio, o probar el ayuno, o el baile si no es la propia costumbre, o cualquier cosa, las hormigas santandereanas, el yoga? Habitar de vez en cuando en el mundo de otros nos abre los ojos y nos mantiene vivos. Si solemos dormir en cama blanda, pues qué bueno es acoger la experiencia cuando dormimos en casa de los amigos que prefieren una cama dura.

            Es posible que al final la conclusión consciente sea que hay más valor, según cualquier parámetro, en la costumbre propia, pero también es cierto que hay una enorme libertad en soltar todas esas cosas con las que cargamos como banderas imprescindibles, el jugo que me tomo a tal hora, la comida que tiene que ser así o asá, lo que ni de riesgos pruebo, la lectura que ni de fundas, la opinión que no reconsidero por nada del mundo. No se trata de ponerse en peligro para andar probando cosas absurdas ni corriendo riesgos insensatos, ni tampoco de perder identidad y convertirse en una veleta, sino de hacer uso de la posibilidad de acercarnos a otras formas de hacer las cosas con el fin de darles dinamismo a nuestras estáticas conclusiones, que a veces nos anclan a una sola perspectiva. Se trata de abrir los ojos, de bajarles los decibeles a nuestras reiteradas autoproclamas de lo que es así en nuestra vida o no es así en nuestra vida, prescindir de esos jamases que no nos dejan expandir el horizonte.

            Finalmente, probar ese ejercicio que nunca he hecho pero que a otro le fascina, el alimento que a otro le encanta, la rutina que le funciona a mi vecino, la oración que hace mi amiga, abrir los ojos al asombro de los descubrimientos ajenos es parte fascinante de la aventura de la vida, es la dicha de escudriñar la existencia desde el puente que nos une y no desde el abismo que nos separa, es descubrir la deliciosa libertad del “tal vez”, es abrir la encantadora puerta del descubrimiento… y es un acto de rebeldía contra la ególatra idolatría de la sobrevalorada perspectiva personal.

Eligiendo a nuestros verdugos

Desesperados. Llevados a la desesperanza estamos unos ciudadanos que parecemos subidos en una máquina perversa de la cual no podemos desembarcar. Es la máquina descompuesta de una democracia que dejó de serlo, en la que mediante mecanismos no del todo transparentes y costosos en extremo elegimos personas que persiguen las más de las veces solo el poder, el enriquecimiento y el “prestigio”, o seguir trepando por la escalera de la democracia sobre los lomos de ciudadanos agotados. Cada vez más los dirigentes locales y nacionales nos hablan como a niños díscolos a los que hay que meter en cintura, como a seres humanos que dejan mucho que desear porque no están ansiosos de pagar más impuestos, porque no están deseosos de usar la bicicleta para todo, porque no quieren ser buenos ciudadanos y dejarse decir exactamente qué tienen que hacer con sus recursos, su movilidad y, de ser posible, con su alma misma.

            Pagamos unos impuestos que nos ahorcan para no ver retorno alguno a cambio de estos. Transitamos por calles en las que mueren personas por causa de la pobre demarcación, el pésimo mantenimiento, la falta absoluta de un sentido común; pero si el tráfico no fluye no es culpa de los funcionarios que hemos elegido para aportar al remedio, sino nuestra por salir de la casa, por ir al trabajo en un carro, y por tanto la solución es señalarnos con un dedo acusador y jugar con nuestro derecho a la movilidad cambiando la norma mediante la cual podíamos sacar un carro u otro. Nuestros verdugos. Y todo se nos dice en tono de regaño, de cantaleta, desde un Olimpo donde reina la cómoda sabiduría del burócrata.

            Con nuestros impuestos sostenemos una burocracia casposa, pervertida e indolente que piensa en todo menos en los ciudadanos. La construcción del Estado se desfiguró y entró, no se sabe en qué momento, en un “ellos contra nosotros” en que el deber de esa multiplicidad de funcionarios innecesarios pagados con nuestros impuestos es simple y sencillamente hacernos la vida imposible, aplicarnos fotomultas incontrovertibles aunque vayamos de urgencia a un hospital en medio del aguacero, o hayamos debido frenar sobre la cebra para no atropellar a un peatón. Y pagamos, y pagamos, y pagamos, y pagamos más aún para ver cómo en las autopistas y calles hay filas de carros con las llantas estalladas y cómo los motociclistas se matan en los huecos.

Son tan pobres de espíritu nuestros dirigentes que se ufanan de “tapar huecos”, ¡vaya logro tercermundista!

            La sumatoria de todas estas cosas que vemos pero que se nos atoran en la garganta por no saber cómo dirimir esta frustración, es que todo eso se traduce en desconsuelo, en depresión, en maltrato, en irascibilidad, en un deterioro notable de la calidad de vida.

            Ese Estado que nos mira hacia abajo (a pesar de que vive gracias a nuestro trajinar) es incapaz siquiera de velar por nuestra seguridad, que de no haber nada más que haga un Estado ya sería suficiente, porque así podríamos vivir. Es un Estado que está en contra de nosotros a pesar de sus proclamas de un altruismo rimbombante que resuena en clichés contemporáneos pero carece por completo de compasión por sus ciudadanos que se ven obligados por su culpa a vivir vidas tristes en las que absolutamente todo lo que constituye una vida normal es entorpecido por burócratas sin nada mejor que hacer: entorpecen la creación de empresas, cobran impuestos pero hacen casi imposible pagarlos de manera sencilla, establecen límites de velocidad absurdos y nos mandan una jauría de policías envalentonados y sin el menor criterio a cobrarnos multas porque sí y porque no.

            Le cae el “peso de la ley” a la gran masa de ciudadanos bienintencionados pero desesperados mientras que el hampa goza cada vez de mayores privilegios. Dicen los psicólogos que una depresión es una rabia que no puede manifestarse contra el principal causante. No es de extrañarse, pues, que la gente quiera huir a como dé lugar y que hayamos entrado en un estado de abulia y tristeza.

            No es algo menor que nuestros dirigentes nos roben la alegría y la esperanza, que a cada paso pongan zancadillas a nuestro espíritu, que nos digan que todo está mal, que se proponen derribar todo lo construido porque todo lo hemos hecho mal y que nos comunican, con sus acciones, que sus gobernados somos apenas unos borregos que —si bien nos va—, lograremos a duras penas interpretar la maraña de normas y leyes para esquivar alguna sanción.  

            Los puntos de quiebre llegan, inexorablemente, de una u otra forma, cuando la carga supera la resistencia del material. Y un día, no muy lejano, ojalá, entenderemos que debemos dejar de elegir a nuestros verdugos, y que es además nuestro deber moral quitarnos de encima a los que por razones incomprensibles, elegimos para que apretaran la soga.

Asuntos extrañamente conmovedores

Hay cosas que no muchos estimarían conmovedoras y, sin embargo, en ciertas circunstancias pueden conmovernos de forma inesperada aspectos de la vida que de repente se nos revelan bajo una nueva luz y muestran su entramado de lucha, sus perfiles humanos y su lado noble. Y pareciera que en estos tiempos pandémicos —extraños, desdoblados y de muchas maneras reveladores—, la vida se ha prestado para que miremos de modo diferente.

Sucedió, por ejemplo, que un día Maritornes recibió una de las tantas cajas de los pedidos que se vio obligada a hacer ante la imposibilidad de salir, o que ya elige hacer para no tener que salir. A su puerta llegó una preciosa caja de cartón que contenía un saco de algodón perchado que había encargado para un regalo. El saco, empacado con esmero, emitía un delicado aroma y traía una amable nota personal que agradecía la compra.

A lo largo del confinamiento pudo enviar y recibir muestras de cariño por medio de unas canastas y cajas surtidas y adornadas con absoluto esmero y primor que, según el gusto de cada uno, podían variar entre un listado verdaderamente extenso de productos de sal y de dulce, personalizadas con flores o frutas adicionales y acompañadas de una botella de vino o de cajas de té. El asunto es que todo lo que durante la cuarentena nos conectó con el lado alegre de la vida, nos permitió sentirnos todavía vinculados aunque no pudiéramos vernos, y además nos sirvió y nos dio gusto ha quedado grabado en la memoria con un sabor especial de nostalgia por un lado, de gratitud por otro. Sus contornos emocionales son diferentes a los de otros recuerdos.

Otro día recibió, también para un regalo, unas camisetas de algodón, igualmente empacadas de manera impecable y cuidadosa, que venían dentro de una bolsa de apariencia plástica pero hecha de maíz, y compostable. Durante la pandemia Maritornes se aficionó a unas bebidas no alcohólicas, sin azúcar y con probióticos, y recibe con regularidad su cajita de seis botellas. La comunicación con la persona que está a cargo es personal y cálida y el producto es una maravillosa alternativa al alcohol, algo nuevo que ella nunca había probado. Pide también, ocasionalmente, unas comidas preparadas cuyo foco está en proporcionar una alternativa hecha a la medida de los requerimientos nutricionales específicos del cliente. El dueño es un muchacho joven que en poco tiempo ha logrado posicionar en el mercado una forma de abastecer de alimentos preparados que no es igual a nada de lo que antes estaba disponible.

Así existen infinidad de negocios que tal vez se han vuelto más visibles por la necesidad que nos creó la crisis de salud de navegar en las redes para encontrar lo que buscamos. Lo mencionado es apenas una pequeñísima muestra de las iniciativas que están surgiendo, y que no son otra cosa que un ínfimo muestrario de cómo se gestan en innumerables ocasiones las empresas.

Volvamos, empero, a lo que conmovió a Maritornes. Después de la debacle de la rabia, que dio al traste con tantas iniciativas que ya tambaleaban por la pandemia, estos esfuerzos empresariales brillaban como luces fugaces en un océano de desconsuelo. Y Maritornes se puso a pensar en cuánta belleza hay en el emprendimiento. Algunos asocian las empresas con un ánimo expoliador y explotador, con unos individuos o corporaciones grotescamente ávidos de engordarse los bolsillos para poder consumir extravagancias y darse lujos decadentes. Habrá de esas, sí, pues de todo se ve en la viña del Señor.

Lo que ella estaba viendo al recibir estos productos, por otro lado, era la pulsión del ser humano por identificar una necesidad, por ejercer el afán creativo de mejorar su suerte y las opciones de los demás, por hacer las cosas de mejor forma, por entregar algo bueno y de paso ganarse la vida. Vio detrás de estos productos las caras de todo tipo de personas ilusionadas con la posibilidad de imaginar, inventar, proponer, y trabajar con responsabilidad e ingenio para poner en el mercado algo que antes no existía. Cada uno de estos emprendimientos deja traslucir un verdadero esfuerzo por innovar sin dañar ni a otros ni al planeta.

Lo cierto del caso es que muchas de las cosas que nos hacen la vida mejor, las empresas que nos proporcionan bienes y servicios, fueron una vez en sus inicios eso: personas con afán de crear y de traspasar la frontera de lo posible, fueron una extensión natural y orgánica de esa capacidad, necesidad, diríase, que tiene el ser humano por no contentarse con la fruta que cae del árbol y en lugar de ello sembrar el árbol.

Y por eso a Maritornes la conmovieron y le siguen conmoviendo esas iniciativas y los productos tangibles que terminan creando. Ve en ellos rostros humanos, ve en ellos el reflejo de una lucha noble por hacer un camino nuevo que sirva no solo a los empresarios y a su descendencia, sino al consumidor que tiene incluso más opciones de comprar responsablemente productos de comercio justo y que se ajusten a la obligación moral, ahora sentida en mayor profundidad y con mayor convicción, de restaurar la naturaleza y de crear conciencia, y brindar un valor agregado, casi que afectivo, a la par que se efectúa la venta.

En muchos emprendimientos ha encontrado Maritornes buen servicio, buenos productos, seriedad y cumplimiento, pero hoy quiere destacar con nombre propio los cinco a los que se ha referido. No lo han pedido, no hay transacción comercial ni acuerdo ninguno de por medio; y ¿por qué habría de tener reatos de conciencia en elogiar lo que merece elogio, y en invitar a que otros lo hagan? Durante la pandemia ya ha sido bastante heroico para muchos aferrarse a sus sueños, y lo que contribuya a soñar con un país libre en donde lo mejor de la inventiva humana pueda prosperar nos ayudará a todos a despertar de este letargo con renovadas ansias de soñar, y de hacer.

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La revolución y el huevo de mirla

Maritornes tiene la fortuna de vivir cerca de un magnolio. En uno de estos días convulsionados, salió a buscar el consuelo de sus frondosas ramas. No hacía mucho que un sol difuso intentaba brillar desde detrás de un velo de nubes.

  Con el corazón contristado, se sentó en una banca bajo el árbol y observó cómo los diminutos destellos de rocío sobre el prado aún fresco cambiaban de dorado a plateado según como ladeara la cabeza. Buscaba acallar en medio del verde, bajo la generosa sombra del magnolio, y al amparo de su perfume tenue, el barullo interior de opiniones, miedos y tristezas ocasionado por las opiniones, miedos y tristezas de algunos de sus compatriotas que, impelidos a la calle por múltiples fuerzas y motivos de descontento se batían contra todo en una batalla sin sentido.

  En esas estaba cuando notó sobre la hierba algo muy blanco. Se acercó con cuidado y se dio cuenta de que se trataba de un pequeño huevo de pájaro, por su tamaño quizás el de una mirla. Levantó la mirada hacia las amplias hojas del magnolio y ubicó el nido de donde, supuso, habría caído accidentalmente el huevo.

  Bajo el blanco calizo de la cáscara eran ya perceptibles los tonos grises de un plumaje incipiente. Consciente de la posible futilidad de su tarea, porque el huevito había perdido ya su tibieza, lo calentó de todos modos un poco entre las palmas de las manos. Luego lo depositó por un momento otra vez entre la hierba mientras iba a buscar una escalera de tres peldaños que le permitiera alcanzar la rama donde estaba el nido.

  Trepó la escalera sosteniendo en su mano con toda la delicadeza posible el huevito; se puso de puntillas sobre el último peldaño para poder alcanzar la punta de la rama y halarla hacia abajo y depositar el huevo al lado de otros dos que, según alcanzó a ver, ocupaban el nido. Regresó a la banca y pensó que, independientemente de que el huevito fuera o no aceptado por la madre, o fuera que la cría sobreviviera o no, siempre había un sentido en elegir intentarlo.

  Regresó a su contemplación de los destellos de las cosas cuando apenas están amaneciendo, y mientras dejaba escapar un hondo suspiro pensó en los metafóricos nidos de la vida. Con proverbial ingenuidad pidió a la vida que en su país más personas se sintieran llamadas, con maternal y paternal sentido, a elegir proteger el nido en vez de dar rienda suelta a una rabia que lleva a pisotear el huevo.

Las pequeñas cosas

Gonzalo logró llegar a su trabajo de vigilante, pero llegó maltrecho de una rodilla, con un enorme moretón y un ojo cerrado, y sin un diente. Como suele ocurrir en estas ocasiones, tanto él como los vecinos del conjunto en donde trabaja daban gracias por todo lo terrible que pudo haber sido y que no fue, como que el camión que venía detrás de Gonzalo alcanzó a frenar cuando vio que el ciclista perdía el control y salía disparado por encima de la cicla después de caer en uno de los tantos huecos de la que en su ciudad llaman “autopista”. Son unos huecos dentellados, hondos, engañosos y mortales muchas veces, en especial en temporada de lluvias, cuando el agua los oculta. Estos eventos son frecuentes y muchas veces terminan con un cadáver tendido en la vía.

            Maritornes es testigo todos los días de cómo a los autos pequeños se les rompe el eje en uno de estos huecos, o de cómo se ocasionan choques entre carros que están simplemente tratando de esquivar troneras. Hay un infaltable atasco de tráfico por una de estas causas.

            En esta “autopista” del siglo tercero antes de Cristo, un alcalde anterior creó unos improvisados carriles con unos maletines de plástico naranja —en los que hoy brota el pasto a la par que estos se deshacen al sol y al agua— que cierran abruptamente el carril izquierdo en dos tramos sin que medie demarcación ni aviso alguno y causando, nuevamente choques y accidentes. En la mayoría de los tramos de la flamante autopista no hay ni siquiera líneas blancas que demarquen la separación entre unos carriles angostos por donde transitan buses de colegio, camiones con contenedores, motos y bicicletas, y en donde los vendedores ambulantes aprovechan para ofrecer, parados entre los carriles, los bártulos del momento.

            Un alto porcentaje de los andenes de la ciudad, incluidos los que circundan una importante clínica privada, son intransitables. En innumerables vías los peatones deben caminar sobre pastizales y lodazales por falta de un simple, simplísimo andén. Igual ocurre con los ciclistas en las diversas autopistas de la ciudad. Existe una berma que es un chiquero de escombros que bien podría aprovecharse para brindarles seguridad a los ciclistas.

            Mientras tanto, en esta ciudad que es una, específica, pero que puede ser muchas (al fin y al cabo, como sabemos, lo local es hermano gemelo de lo universal), se discuten grandiosos proyectos, cables aéreos para transportar pasajeros, corredores verdes y metros, grandes ampliaciones de vías, y van y vienen unas idílicas representaciones digitales de las siete maravillas del mundo que están por llegar. Nadie, al parecer, está pensando en las pequeñas cosas.

            Empero, son esas pequeñas cosas las que nos separan del primer mundo, la vía en buen estado, el andén, lo lógico, lo de sentido común, lo que haría cualquiera en su propia vivienda, lo que se cae de su peso, lo que sigue eternamente desatendido. Lo más paradójico es que esas son las cosas que más afectan la calidad de vida de los ciudadanos. Es como si nadie viera la lógica de empezar por lo pequeño para pasar después en incrementos lógicos a lo grande. ¿Para qué va a querer el ciudadano obras monumentales si sus impuestos ni siquiera sirven para pavimentar bien la vía que transita todos los días?

            El arte de las pequeñas cosas es el arte del bienestar. Y lo triste de esa incongruencia de querer pensarse en grande cuando se falla en todo lo pequeño es que es en ese hueco lógico en donde se ahoga el ciudadano de a pie porque los gobernantes se dedicarán a hacer todo lo de relumbrón, todo menos lo que a él realmente le significa una mejor calidad de vida. Por el contrario, paga impuestos para que lo ahorquen, lo multen, lo fotomulten por lo divino y lo humano, le cobren por todo, mientras que no puede aspirar siquiera a que las autoridades se encarguen de pavimentar bien y de mantener en estado óptimo ninguna de las vías de la ciudad.

            Las pequeñas cosas, las que consisten en amar de verdad a ese ciudadano que sale de su casa a cumplir, a perseguir sus sueños, a tratar de alimentar a su familia, esos detalles que le permitirían apropiarse de su ciudad y fatigarse un poco menos en el trasegar diario, parecen, para los gobernantes, por siempre invisibles. Tristemente, lo grande nunca le quedará bien hecho al que no supo hacer bien lo pequeño.  

La buena fiebre

Hay un runrún, un ruidito, un estruendo interior, una fiebre, un despertar, una pulsión, un movimiento telúrico. Es la fiebre en su sentido renovador, es la fiebre contagiosa que debería hacer casi imposible permanecer en estado de indiferencia.

            Huertas pequeñas y grandes, proyectos para vivir de manera más amigable con el medioambiente, un cuestionarse a fondo si las cosas que hemos considerado indispensables en realidad lo son, y si no, cuáles son las verdaderamente necesarias, el remordimiento y la comezón por aquellas acciones en las que casi todos participamos, por ignorancia o descuido, que dieron al traste con el equilibro de la naturaleza—todo lo anterior forma parte de la fiebre que se siente como un fenómeno colectivo.

            Y si el planeta debió aquietarse solo para eso, si las personas que perdieron la batalla contra la Covid dieron su vida por esa causa, habrá sido por una buena causa, porque no es posible seguir viviendo sin darle prioridad a restaurar el medioambiente. No se trata de sumergirnos en una paranoia apocalíptica sobre un inevitable futuro oscuro y desértico. Muy por el contrario, se trata de un verdadero entusiasmo, de una genuina pasión y sentido de maravilla por habernos reencontrado en buena medida alrededor de este asunto común inaplazable.

            De las distintas formas de abordar el amor por la naturaleza, Maritornes admira especialmente a aquellos que, sin dejar de lado el sentido de apremio, nos invitan a la esperanza, nos señalan el camino de lo posible, nos hablan de reverdecer, nos pintan un futuro no de privaciones, sino de una nueva abundancia de lo que verdaderamente al final de cuentas nos hace felices, y que esta crisis del encierro les mostró con especial claridad a los afortunados por su presencia, a los menos afortunados por su ausencia: un aire limpio, la posibilidad de contemplar el amanecer, el aquietamiento de los motores, la presencia de la fauna, el espacio para contemplar ese don multicolor, esa grandeza de lo simple, de lo que tiene raíces en la tierra y que, en medio de las carreras quizás habíamos dejado de apreciar.

            Existen miles de vocaciones posibles alrededor de esta fiebre, entre ellas la vida simple, la vida de la siembra, la lucha contra el desperdicio, la expresión que invita a tomar conciencia, la dedicación humilde a hacer lo posible dentro de los límites de la propia vida, los grandes proyectos que esparcen semillas a los cuatro vientos, la contemplación, la oración silenciosa de gratitud por todos los dones que provienen del sol y del viento, o el empeño político. Lo cierto es que, como dice la insigne Mary Oliver, en Blue Horses:

Maybe our world will grow kinder eventually.
Maybe the desire to make something beautiful
is the piece of God that is inside each of us.

(Quizás nuestro mundo será algún día más amable. / Tal vez el deseo de crear belleza / sea ese pedacito de Dios que hay dentro de cada uno).

            Lo importante es que en un sinnúmero de personas pareciera haberse despertado ese apremiante deseo de hacer de la tierra algo bello, y no un polvoriento parque industrial. Los poetas siempre lo expresan mejor. Alfonsina Storni lo dijo de esta forma en su poema Paz:

Vamos hacia los árboles… el sueño
Se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
Nos será blanda, la tristeza leve.

            Finalmente, como en Kiss the Ground, el título del documental de Netflix, y en las palabras que cita Mary Oliver, hay espacio de acción para todas las sensibilidades:        

Most mornings I’m up to see the sun, and that rising of the light moves me very much, and I’m used to thinking and feeling in words, so it sort of just happens. I think one thing is that prayer has become more useful, interesting, fruitful, and … almost involuntary in my life […] And when I talk about prayer, I mean really … what Rumi says in that wonderful line, ”there are hundreds of ways to kneel and kiss the ground”.

(Casi todas las mañanas me levanto a tiempo para ver el sol, y contemplar cómo la luz se eleva me conmueve a fondo, y estoy acostumbrada a pensar y a sentir en palabras, así que sucede naturalmente. Una de las cosas que pienso es que la oración se ha vuelto más útil, interesante, fructífera, y, casi involuntaria en mi vida […] Y cuando digo oración, me refiero, realmente … a lo que Rumi dice en esa frase maravillosa, “existen mil formas de arrodillarse y besar la tierra”).

            Sin embargo, y a riesgo de ser un poco categórica, Maritornes se atrevería a decir que el que no se haya contagiado al menos en parte y de alguna manera de esta buena fiebre, no está en nada. A continuación les propone algunos enlaces que pueden ayudar a despertar a este nuevo deleite con el sueño de reverdecer, por nosotros, por nuestros hijos, por nuestros nietos o porque esa es, sencillamente, la buena fiebre.  

Las otras pandemias

Ha sido un largo silencio. Llevamos buen tiempo bajo un cielo ominoso, cobijados por un sol que no deja entrar del todo su propia luz. Más que el ubicuo tapabocas hemos estado llevando tapaojos. Por una rendija de ese tapaojos solo vemos estadísticas sobre una enfermedad de origen no del todo develado, y el poco esclarecido comienzo aporta otro velo a la sombra que nos cubre.

            Entretanto, las realidades menos visibles de ayer, y de mañana siguen requiriendo una atención concertada, visible, enfocada, con visos de alarma como la alarma que nos ha llevado a encerrarnos bajo llave y a mirar con recelo a los demás transeúntes de la vida. ¿Cómo, si no con alarma, sino con sentido de urgencia, afrontar que en Colombia hay cada año alrededor de 11.000 denuncias de maltrato infantil, o alrededor de 12.000 homicidios anuales, o que  uno de cada cuatro niños sufra de desnutrición, o que haya una distancia tan abismal entre la calidad de vida en las zonas solventes de las ciudades y las zonas apartadas en los departamentos más pobres?

            Tal vez podamos contabilizar en la prensa y en tableros digitales visibles para todos cómo van nuestros esfuerzos por construir escuelas, para capacitar a los profesores, para hacer acueductos, para brindar salud prenatal y protección a la primera infancia, y más allá. Estamos como la tía hipocondríaca que cuando su sobrina le cuenta de un cáncer, ella se explaya en los detalles de su uña encarnada. Esta obsesión pandémica es la uña encarnada de la tía egoísta, la que se rehúsa a ver los otros sufrimientos que otros han arrastrado siempre ante la indiferencia de muchos, y la impotencia de unos pocos que tratan de buscar remedios sin lograr movilizar las conciencias con el apremio necesario.

            Covid para acá y Covid para allá y entretanto… tantos entretantos que no hemos cubierto con celo en las noticias, tantos entretantos de personas con dolores hondos, altos y transversales, tantas lanzas atravesadas en el corazón de los que nunca encontraron justicia para sus causas justas, solidaridad para las penas que otros les causaron, amparo en momentos de la mayor vulnerabilidad. Como la gallinita trula cacareamos que el cielo se va a derrumbar… y seguramente que a muchos el coronavirus les derrumbó el cielo, pero lo que se nos olvida es cuán poco quizás nos importó ese derrumbe cuando ocurría por costumbre sobre las cabezas de personas solas e impotentes, sobre niños que vieron estallar en pedazos su infancia.

            De pronto una vez despertemos de este pánico colectivo, de este mirarnos de reojo y respirar a escondidas, de esta hipnosis impuesta al son de estribillos y estadísticas repetidas como una letanía, de pronto despertemos con una mirada puesta de manera más intencional en aliviar otras pandemias del alma, la de la indiferencia, la de la mentira, la de tratar de “resolver” a punta de violencia, la de mirar para otro lado cuando los niños de tantos países se crían en el fango de la desesperanza, dejados a merced de las tormentas que les roban la infancia.

            No puede ser que esta pandemia nos deje como fantasmas que se deslizan a escondidas contra los muros en ruinas de los futuros soñados. Por el contrario, es muy posible que vayamos abriendo los ojos a un sentido de hermandad más hondo, a entender por fin que “omo sum, humani nihil a me alienum puto”; y como hemos visto en esta pandemia que nada de lo humano nos puede ser ajeno, tal vez logremos unirnos alrededor de atender al menos alguna de las mil otras pandemias.  

La espinita

Disciplina social. Cuidarnos. Pensar en los demás y cuidarnos con ese fin específico. Quedarnos en casa. Adaptarnos a no poder trabajar o a trabajar desde casa. Desinfectar minuciosamente víveres y enseres. En el actual contexto todos pueden ser conceptos y acciones encomiables. El tiempo de quedarnos en casa se prolonga, porque eso, según los expertos, es lo mejor para todos. Los gobernantes nos traducen esas recomendaciones en decretos y órdenes que más que invitarnos nos fuerzan a acatar las nuevas normas.

            Empero, una espinita se resiste a desaparecer. Persiste con irritante empeño —allá en el fondo de esta voluntad de contarnos entre los que actuamos responsablemente—, en aguijonear la conciencia. Algo en el espíritu corcovea presa del pavor al vernos a todos como borregos asfixiados por un miedo derivado de estadísticas mal explicadas y peor entendidas, ahorcados por las medidas que decidan las autoridades nacionales, locales e intermedias que, sumándolas, son bastantes. La espinita apunta a que estamos en manos de dirigentes ávidos de mostrarse moralmente comprometidos, a costa de lo que sea, y de medios de comunicación interesados, como es usual, en conservar o aumentar una audiencia, aunque para ello deban limitarse a revolcarnos en el lodo de las noticias exageradas y repetidas y de la desesperanza.

            Los niños ahora pueden salir media hora solo tres veces a la semana, y pueden jugar pero no con balones. ¿Qué distópico raciocinio nos explica que sea media hora y no una, que sea tres veces por semana y no todos los días y que no puedan jugar con balones ni con patines?

            Y todos marchamos, y miramos mal al que no marcha, y ahora vamos en manada detrás del flautista de Hammelin convencidos de que nuestros dirigentes nos están llevando hacia el mejor futuro posible cuando, según admiten algunos expertos, están apenas dando palos de ciego. Estamos fascinados con que haya una autoridad que nos diga exactamente qué hacer, incluso en el ámbito doméstico, y hemos convertido en el punto de mayor honor obedecer.

            Toleramos incluso que nos blandan en la cara un amenazador dedo índice cargado de advertencias y de motivos de miedo, que se extienden, según ellos a doce meses vista y que son el anuncio de que la vida ha cambiado para siempre. Y parecemos estar dispuestos a aceptar, sin mayor pataleo, que nos prohíban trabajar o que nos digan que para hacerlo debemos adoptar medidas tan draconianas y difíciles de implementar que casi equivalen a la prohibición.

            Estamos permitiendo su regodeo con el poder. Ya teníamos varias sogas al cuello, que paulatina e imperceptiblemente iban apretándose a punta de impuestos nacionales y locales y de reglas y reglitas de todo cuño, de comparendos emitidos por cámaras orwellianas que nunca lográbamos controvertir… Así se deja cocinar en agua el proverbial sapo.

            Maritornes, que no suele escribir en este tono, no está diciendo que algunas medidas no sean necesarias, que no haya entre nosotros una enfermedad altamente contagiosa y a veces letal, pero hay un gran trecho entre creer que alguien propende con sensatez por nuestro bienestar y permitir que nos lancen información como balas de goma al cerebro para irnos poniendo en disposición de dejar que nos arreen, indefinidamente, como a ganado.