Una nueva patria

Las justas deportivas aglutinan en torno a un concepto de nacionalidad a seres humanos ávidos de pertenencia y de identidad. Y en el desarrollo de las competencias salen a relucir —tanto dentro de las canchas como fuera de ellas— comportamientos que tendemos a interpretar como parte de esa identidad nacional, si son buenos para llenarnos de orgullo y si son lamentables, avergonzarnos y rasgarnos públicamente las vestiduras.

  Resulta, empero, que como toda generalización es odiosa (y esa no es una vacua frase de cajón sino la verdad) y además imprecisa, asimismo es inexacto generalizar sobre las nacionalidades. Más aún, aparte de ser odiosas, imprecisas e innecesarias, las generalizaciones no sirven para nada, salvo para vanagloriarnos inútilmente por imposible ósmosis patriótica de lo que otros hacen o para avergonzarnos, también inútilmente, del actuar de unas personas que por casualidad nacieron dentro de un territorio delimitado al azar y dentro del cual, también por azar, nacimos nosotros.

  Escenas reales: Un señor colombiano, entrado en años, espera con paciencia la llegada de su autobús en un paradero de una ciudad británica. Mientras espera, va recogiendo la basura que se arremolina a sus pies y cuando tiene las manos llenas la deposita diligente y silenciosamente en el basurero. Un transeúnte ruso se acerca a una reportera de cualquier país y no solo le estampa un beso en la mejilla sino que le agarra un seno. Unos muchachos franceses acorralan a un estudiante nicaragüense cuando este sale de la estación del metro y lo muelen a patadas mientras le gritan insultos xenófobos. Un grupo de japoneses se apretuja frente a la puerta de abordaje y se abre paso a codazos en competencia por ser los primeros en subirse al avión, mientras que una mujer mexicana se aparta para evitar ser arrastrada por la turba de pasajeros impacientes. Una mujer venezolana, atónita por el comportamiento que está presenciando, recoge la basura que van lanzando al piso los jóvenes de una ciudad europea. Esos jóvenes se dan vuelta para burlarse de ella. Rebuscan en sus morrales más basura, y la van arrojando para enriquecer la que consideran la gran broma práctica y aumentar así el trabajo de la cívica venezolana.

  Todos los comportamientos encomiables o deleznables deben servirnos para mirarnos como individuos, saltándonos por completo un falso sentido grupal, y en esa mirada individual concluir si vamos a andar por la senda de la civilización o por la de la barbarie. La historia nos ha demostrado con creces que la línea entre lo primero y lo último es tenue. El tejido del comportamiento civilizado se deshace fácilmente cuando se enfrenta a factores como el licor, con el que la barbarie hace un maridaje perfecto, o, precisamente, con sentimientos nacionalistas (y con todos los ismos) enconados que también sirven y han servido siempre para atizar la barbarie.

  Para efectos de nacionalidad, que el comienzo sea llegar a cierto consenso en cuanto a lo que consideramos bárbaro, y por ende intolerable, y a lo que consideramos civilizado y por tanto deseable, y procurar premiar y divulgar lo último, no como una característica particular de uno u otro país, sino como el comportamiento que define a un ser humano decente*, calificativo al que todos deberíamos aspirar, independientemente del país en donde estemos, o del que seamos ciudadanos. Mejor dicho, la única patria a la que tal vez deberíamos tener orgullo de pertenecer es a la patria de los decentes (de los que de manera literal y figurada son capaces de ceder el paso y de obrar con delicadeza cuando sería más expedito avanzar pisoteando, de los que no adelantan sus intereses menores o de gran envergadura a punta de empellones, marrullas e improperios) a esa nueva “nacionalidad supranacional” hecha de individuos cívicos y civilizados residentes en cualquier lugar del planeta.

*Maritornes se refiere al significado original de «decente», antes de que el término fuera cooptado por algunos con fines políticos.

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