Libertad incondicional

Sentado en su silla de ruedas, miraba por la ventana hacia las montañas.

  —Si quieres puedes venir a ver televisión —dijo la voz desde la habitación contigua.

  Rodrigo permaneció en silencio, esperando la siguiente invitación, que vendría inexorablemente.

  —Si quieres puedes comerte la piña que trajeron.

  Rodrigo subió una ceja y reacomodó en la silla su esquelética, humanidad, emaciada y terminal.

  —Rodri, ¡si quieres puedes hacer un crucigrama!

  Los ojos de Rodrigo se nublaron de melancolía mientras contemplaba sus manos, otrora fuertes y llenas, convertidas en una fibrosa garra.

  Solo la enfermera le oyó decir —No pues, el país de la libertad.

M cede la palabra

Hoy Maritornes quiere cederle la palabra a la poeta uruguaya Ida Vitale (1923), quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2018,

Hojas naturales

… o el arraigo, escribir en un espacio idéntico
siempre, casa o desvío.
José M. Algaba

Arrastro por los cambios un lápiz,
una hoja, tan sólo de papel, que quisiera
como de árbol, vivaz y renaciente,
que destilase savia y no inútil tristeza
y no fragilidad, disoluciones;
una hoja que fuese alucinada, autónoma,
capaz de iluminarme, llevándome
al pasado por una ruta honesta: abiertas
las paredes cegadas y limpia
la historia verdadera de las pintarrajeadas
artimañas que triunfan.
Hoja y lápiz, para un oído limpio,
curioso y desconfiado.

——————–.

Y si a alguien se le despierta la curiosidad, a continuación el enlace a su discurso de aceptación, que El País de España (https://elpais.com/cultura/2019/04/23/actualidad/1556010411_023459.html) calificó como “lección de humildad y erudición”.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/premio-cervantes/24h_discurso_ida_vitale_230419/5161019/

Son días gloriosos aquellos en que alguien nos hace recordar que la poesía seguirá siendo mucho, si no todo.

¿Poesía mística?

Hay días en que todo me parece triste,
triste estar sola
y triste la compañía elaborada.
Me parece triste que te vayas
y aún más triste que te quedes
mirándome sin verme.
Encuentro esquiva la mirada
de tus ojos ausentes
donde se precipitan al fondo
mis luces más tristes.
Decir que te quiero
es admitir la derrota
en la batalla final
por la conquista de la soledad.
Son tristes las derrotas
y tristes las palabras
y más triste aun
el amor aplazado.
Y aun así
hay días tristes que serían
menos tristes
si estuvieras más cerca.

¿Seguro es seguro?

La rectora del colegio internacional anunciaba con gran orgullo a los padres sudamericanos que el plantel se encontraba en un admirable proceso de mejorar la seguridad de los niños. “Vamos a traer para el arenero unos juguetes de plástico que cuando se rompen no quedan con ninguna punta peligrosa. Es que los de acá son horribles, ¿han visto ustedes? Cuando la pala o el balde se rompen quedan trozos puntiagudos”. No hubo, puede decirse, una gran conexión emocional con la causa por parte de unos padres que bajaron en patines por pendientes pronunciadas, montaron en caballos desbocados, tuvieron sus encuentros cercanos con alambres de púas y aprendieron a montar en bicicleta sin casco.

  El manual del organismo que regula las prácticas de sanidad en su país recomienda a los consumidores de quesillo envuelto en hoja de plátano tener cuidado con los agentes patógenos o los pesticidas. Y, cada vez más, oh paradoja, se promueve (o se impone por ley) el plástico como elemento idóneo en su higiene para envolver todo, desde la panela hasta los bocadillos.

  En un apacible y acogedor bar galés había unos sencillos juegos infantiles que hacían posible que los padres tomaran su almuerzo al aire libre mientras los niños jugaban en el rodadero o se escondían en el castillo de inflar. Oh sorpresa, hoy los juegos no existen. Al indagar en la razón se supo que los juegos no cumplían los estándares de seguridad europeos, que ahora el País de Gales debía cumplir.

  Todo esto lo trae a colación Maritornes porque en los últimos días ha tenido oportunidad de observar a varias parejas de padres ansiosas en extremo por la seguridad de sus hijos pequeños hasta el punto de impedirles casi cualquier exploración. Ella no quiere ni ridiculizar ni minimizar el valor de que los padres cuiden bien a sus hijos ni la importancia de la seguridad, pero sí debe confesar que siente una gran desazón de pensar que el celo por la seguridad, y el caudal de reglamentación de todo lo habido y por haber, crezca de tal manera que empiece a tratar de protegernos hasta de nosotros mismos, prive a los niños del significado mismo de la niñez y de su pasión por el descubrimiento y la exploración y a los adultos les impida la posibilidad de estar fácilmente en contacto con la vida de una manera libre y espontánea.

  Como en tantos aspectos vitales la solución no está escrita en blanco y negro y no se ubica en ninguno de los extremos pero el debate sí que vale la pena. Lo cierto del caso es que el exceso de reglamentación y un grado de cuidado ansioso y agobiante no hacen bien a nadie. Ahoga negocios, atrofia los sueños y el aprendizaje y nos empuja cada vez más hacia el sofá y el televisor y hacia los alimentos empacados, nos vuelve recelosos de cualquier riesgo y, básicamente, termina generando en diversos ámbitos de la vida una sensación de asfixia y frustración que en nada contribuye ni al bienestar social y psicológico, ni a la iniciativa y la prosperidad.

Preguntas retóricas

Para qué quieres un futbolista? —le preguntó Felipe desde la cama—. ¿De verdad querrías vivir en un mundo de lockers y sudor? ¿Crees que podría siquiera sentarse contigo en un parque a leer un libro? ¿Alguna vez te ha pedido que cantes?

  Irene sonrió con tristeza y guardó silencio porque sabía bien que su padre putativo le hacía preguntas retóricas. Le acercó el libro y los anteojos, puso a su alcance el interruptor de la lamparita y le reacomodó la manta. Enfocó la mirada en sus ojos color caramelo para que pudieran, como hacían siempre los dos, comunicarse largo rato sin hablar.

  Se inclinó, le dio un beso en la frente, y salió con suavidad de la habitación, a perseguir obstinadamente el desgraciado camino a su felicidad, o el feliz camino hacia su desgracia.

Obscenidad real

Es una tendencia contemporánea que muchos se rasguen las vestiduras cuando consideran que se han infringido las nuevas normas del espacio personal y del decoro en el trato. Porque un posible candidato a la presidencia de los Estados Unidos le dio un beso en la cabeza (no solicitado) a una mujer, por doquier le exigen que pida disculpas.  Además, innumerables matices del lenguaje generan rechazos de gran visibilidad y los infractores se apresuran a ceder a las presiones y a hacer públicos sus sentimientos de contrición. Sin embargo, poco, o nada, al parecer, nos rasgamos las vestiduras por causa de la obscena y aberrante realidad de la guerra.

  Maritornes quisiera pensar que, si pudiéramos jugar con el tiempo y ver en proyección los días por venir para compararlos con el pasado, fácilmente veríamos la mayoría de las guerras (porque la mayoría son injustificadas), de la misma forma como vemos aquella famosa entretención de los emperadores romanos que consistía en lanzar a la arena del circo a gladiadores y a cristianos para que se batieran a muerte contra los leones. Es decir, sin tener que dar saltos conceptuales demasiado grandes, veríamos las similitudes entre el anacrónico circo romano y la obscenidad de enviar hombres jóvenes y, cada vez más, a mujeres, a morir o a ser mutilados y traumatizados en campos de guerra para arreglar conflictos que no fuimos capaces de arreglar de otra forma, o incluso conflictos inexistentes que revestimos de realidad solo para poder avivar la economía o convocar a la unidad alrededor de causas fabricadas.

  Unas pocas, pero significativas, estadísticas bastan para ilustrar el caso: En la guerra de Vietnam, que tuvo lugar entre los años 54 y 75 del siglo pasado, murieron 2 millones de civiles vietnamitas, 1,1 millones de soldados de Vietnam del Norte, 250 000 soldados de Vietnam del Sur y 58 000 soldados de los Estados Unidos. Falta, obviamente, contabilizar los seres humanos mutilados y traumatizados cuyas vidas tomaron para siempre un destino desdichado y difícil por causa de la guerra. Acá, como en el ejemplo siguiente, sí que vale el conocido aforismo de que es mucho peor el (supuesto) remedio que la (supuesta) enfermedad. En la guerra de Irak, entre el año 2003 y el 2011 hubo 189 000 muertes de combatientes directamente asociadas con la guerra, murieron 4480 miembros de los servicios militares estadounidenses y 134 000 civiles. Se contabilizan, además, 32 223 soldados heridos.

  Decenas de conflictos internos y de guerras civiles de gran complejidad azotan el planeta. A ellos se suma muchas veces una injustificable glorificación de la guerra como si esta fuera no un mal de último recurso, sino la herramienta preferible de intervención. Ojalá el tiempo se acelere, o se haga elástico, o nuestros corazones sean capaces de dar un gran salto evolutivo que les permita percibir cuán bárbara es la guerra, cuán obsceno en su injustificable violencia ese circo romano, esa violencia y muerte prematura a la que aún lanzamos a nuestros jóvenes sin que las sociedades, las más de las veces, presenten el menor asomo de remordimiento.

 

 

 

 

 

In Principio erat Verbum

En el principio era el verbo, la palabra. Sin entrar en análisis sesudos a la luz de la exégesis, piensa Maritornes, no es descabellado concluir a base de observación que, en efecto, primero es el verbo.

  La palabra, pudiera decirse, es el segundo paso en esa fundamental cadena que consta de pensar, decir, y hacer. Así las cosas, si la palabra es la hija primogénita del pensamiento y la antesala de la acción, quizás merece bastante mayor atención de la que se le presta por lo general en la actualidad, y sobre todo en los medios.

  Maritornes observa atónita el desgreño con el que por lo general se trata la palabra en estos tiempos de acceso generalizado a la posibilidad de expresarse ante un público amplio y creciente. Pareciera, por el contrario, que muchos medios hubieran tomado la decisión concertada de ahorrar en todo lo concerniente a la palabra y por ende en la formación de los redactores y en la contratación de correctores. Es como si a un fabricante de salsa de tomate le diera por ahorrar en los tomates, o al vendedor de arepas le diera por ahorrar en maíz.

  Mientras que los medios quieren persuadir al público de que pague por el contenido impreso o digital, “el carro logra ser evacuado”, “el crimen es perpetuado por una mujer”, “la nueva sede es aperturada” y la carta “recepcionada”, la preposición “frente” las reemplaza a todas y entonces se piensan cosas frente otras, y no sobre estas, y se reacciona frente a los hechos y no ante estos y los artículos caen sin remedio por el despeñadero de la indiferencia de modo que exista “casa de máquinas” y no “una” o “la” casa de máquinas y la enfermera le pide al paciente que “suba brazos” y “relaje cuerpo”, y así ad infinitum, y esto sin ahondar en la preponderancia del lenguaje soez, de los extranjerismos y de otros males omnipresentes.

  Lo preocupante es que si la palabra es reflejo y expresión del pensamiento —por lo que exige en materia de lógica, análisis y reflexión antes de considerarlo listo para la emisión—, con el deterioro del verbo viene inexorablemente el deterioro del pensamiento. En el mejor de los casos la palabra y el pensamiento se retroalimentan en un círculo virtuoso de complejidad, belleza y lógica. En el peor, la palabra refleja una atrofia en la capacidad de pensar antes de hablar, un deterioro en la posibilidad de profundizar en una idea, un desamor, o al menos un desinterés ampliamente extendido, en hacer de la expresión un trabajo de altura en el cual el privilegio de expresarse traiga consigo la obligación de hacerlo con ponderación y cuidado.

  En el principio era el verbo. La palabra es fundacional. No se trata de ejercer el arte vanidoso de cazar gazapos en lo que dicen o escriben los demás, se trata de intentar persuadir a un número creciente de personas de que por la vía de intentar expresarse lo mejor posible se aprende mucho más de lo que salta a la vista porque saber expresarse es, a menudo y de muchas formas, casi lo mismo que saber pensar.