58 motivos de gratitud

Maritornes tiene hoy 58 motivos de gratitud. Tiene también muchas cosas que revaluar, naturalmente, pero la corriente de los agradecimientos lleva al mismo mar con mucha más suavidad que los pesares y las ausencias. Así que con el fin de navegar en aguas tranquilas, antes de la desembocadura, quiere seguir engrosando el caudal de sus motivos de agradecimiento, que por ahora son estos:

 

  1. Vivir en un país de montañas altas y verdes.
  2. Poder constatar a menudo que algunas de esas montañas son azules.
  3. Ver todos los días montañas desde su ciudad.
  4. Vivir bajo un cielo de nubes cambiantes.
  5. Haber podido vivir bajo distintos cielos.
  6. Tener un gran compañero de vida.
  7. Entender que todos los finales encierran, si queremos, un comienzo.
  8. Haber conocido muchas personas íntegras.
  9. Tener amistades leales.
  10. Tener amistades que no entienden la lealtad como posesión, sino como la más bella de las libertades.
  11. Poder escuchar el canto de los pájaros por la mañana.
  12. Tener buen sueño.
  13. Disfrutar de la cocina.
  14. Disfrutar del buen comer.
  15. Disfrutar de ayunar.
  16. Tener tres hijos en la tierra y dos en el cielo.
  17. Creer que habrá un cielo.
  18. Sentir que a veces logra vislumbrarlo desde acá.
  19. Encontrar valor en la diferencia.
  20. Disfrutar de una buena conversación.
  21. Disfrutar de su soledad.
  22. Conocer muchas personas con buen sentido del humor.
  23. El verde que abunda en sus trayectos.
  24. Poder reírse de sí misma.
  25. Olvidar fácil.
  26. Tener con qué escribir.
  27. Tener cómo borrar.
  28. Tener quién le diga que no.
  29. Tener quién le diga que sí.
  30. La bondad de sus mayores.
  31. La fe en que la humanidad está mejor, y estará mejor aún.
  32. La confianza en que los que se han marchado la acompañan y en que volverá a encontrarse con ellos.
  33. Haber aprendido a amar a los perros.
  34. Que su cuerpo le permite caminar y correr.
  35. Que casi nunca le ha faltado trabajo.
  36. Que cuando le falta trabajo no se aburre.
  37. Poder disfrutar de la música.
  38. Saber muy poco pero tener deseos de aprender.
  39. Disfrutar de la lectura.
  40. Que las enfermedades le hayan enseñado a ampliar el horizonte de su espíritu.
  41. Que la salud le haya permitido abrir más los ojos.
  42. Que le gusta echarse a dormir en el pasto.
  43. Que existe la buena cerveza.
  44. Poder de vez en cuando quedarse en cama un buen rato.
  45. Encontrar todavía almas cuya belleza la sorprende.
  46. Los colibríes, impredecibles y fugaces.
  47. Que su cena preferida son las palomitas de maíz.
  48. Su infinita curiosidad.
  49. Haber tenido de niña buenos libros para leer.
  50. Estar convencida de que un día entenderá el porqué de lo que ahora le resulta incomprensible.
  51. Las cosas que le fueron negadas.
  52. Las cosas que no le fueron negadas.
  53. Sentir amor maternal.
  54. Las noches en que la lluvia cae con suavidad.
  55. La comprensión que otros tienen con sus defectos.
  56. Saber que es posible que la página en blanco no sea un enemigo invencible.
  57. Que le importe menos ser vencida por la página en blanco.
  58. Que nunca dejará de haber caminos nuevos por andar.

Qué es estar bien

Qué difícil es a veces, piensa Maritornes, saber cuándo los llamados del cuerpo, sus ligeros o severos desvíos del funcionamiento normal, o de la estética, requieren atención médica. No es un secreto que con cierta frecuencia los remedios resultan mucho peores que la enfermedad, particularmente en estos tiempos de exámenes a menudo invasivos y de fármacos o intervenciones que al aliviar una cosa pueden dañar otra. Su padre solía recitar el epitafio del hipocondríaco: “Aquí yace un buen señor, que estando bien quiso estar mejor”.

  En efecto, pareciera que hubiéramos olvidado dos cosas, por un lado que el cuerpo, mediando una actitud comprensiva y de sentido común ante sus inconvenientes, tiene a menudo la capacidad de sanarse a sí mismo y por otro lado que no existen ni el cuerpo estéticamente perfecto ni el que nunca se enferma. Vivimos sumergidos en una búsqueda de la perfección que nos lleva a la insensatez de procurar una intervención médica para todo lo que nos aqueja y una ayuda estética para mejorar aspectos que son sencillamente el fruto de nuestra individualidad o del natural paso del tiempo.

  Maritornes no está abogando por una actitud de descuido en relación con asuntos de salud, ni tampoco satanizando a quienes se valen de los avances de la medicina estética para arreglar algo que les incomoda. Más allá de eso sencillamente se pregunta cuándo y por qué llegamos a un punto en el que una especie de perfeccionismo a ultranza terminó patologizando la vida. Nos asalta con facilidad un pavor de que los altibajos del estado de ánimo o de la energía vital, o el dolor ocasional presagien una enfermedad mortal y por tanto deban ser atendidos por personal médico especializado. Se pregunta desde cuándo, además, estamos obligados a ser tan bellos, tan perfectos, tan inmunes al paso del tiempo, tan apegados a los cánones contemporáneos de estética que debamos poner en riesgo la vida (esa misma que por otro lado cuidamos mediante innumerables revisiones preventivas y consultas con especialistas) con tal de tratar de cumplir estándares físicos a menudo imposibles.

  Es maravilloso que haya médicos competentes que nos libren de enfermedades penosas, o de la muerte prematura. Es de agradecer que existan cirujanos plásticos diestros capacitados para remediar las que consideramos catástrofes de nuestro cuerpo. Es maravilloso que haya medicamentos que nos puedan aliviar dolores y complicaciones. Empero, también hay encanto en la imperfección (que por cierto es un concepto bastante subjetivo); también es posible que el cuerpo se cure solo; también un dolor a veces es pasajero; y puede ser también que un síntoma cualquiera no indique la presencia de una enfermedad terminal.

  Una cierta actitud serena ante las variaciones de nuestro bienestar físico nos pondría en sintonía con el fluir de la naturaleza que no encuentra trágicas ni atemorizantes las hojas secas o la lluvia y que sabe que la noche no es imperfección ni castigo ni amenaza sino la forma como la vida se embellece de contraste y nos ayuda a ver la luz mediante la oscuridad. Tal vez entonces calificaríamos menos cosas como enfermedades —o imperfecciones— y entenderíamos que solo son la forma como se desenvuelve el camino de la vida, como nos entrega los cambios de paisaje.

Magnolia

Magnolia, ¿será por su nombre?,
tiene una concepción poética de sí misma
como vendedora de flores.
La narrativa melancólica

y poética

de su propia vida,
incluye dolor en los brazos
— le duelen por cargar
tantas horas,
tantas flores,
tantos dolores,
reales o inventados―.
La flor como verdugo,
la belleza como un peso.
A Magnolia en cada flor

se le escapó un día de sol.

A ella le pesa el color,

y para ella la luz es un fardo.

Mira, sin ver, las horas

en que el mundo le pide ansioso

bañar sus flores con la blanca

luz de su sonrisa.
Ha elegido, como tantos,
transmutar, no el dolor en flor,
sino la flor en dolor.

 

La tomatina

Maritornes es una admiradora del ejercicio periodístico, de ese cuarto poder capaz de abrirnos los ojos a la realidad, de descubrirnos perspectivas, de indagar en rincones donde nadie más mira porque no quiere o porque no puede, y a partir de ello ayudar a tomar decisiones pertinentes o adoptar posturas consecuentes y constructivas. Digamos que ese es el ideal, pero, se pregunta, ¿qué es hoy el periodismo, qué se requiere para ejercerlo?

  Daría la impresión a veces de que para ejercerlo se requiriera solo una de dos condiciones: o una frivolidad pasmosa que repite verdades de a puño y preguntas preconfeccionadas, o si no, estar atrincherado en una posición que permita lanzar con desgaire críticas, comentarios mordaces, descalificaciones y opiniones. En parte el problema es que el periodismo está casi por completo politizado. Tradicionalmente los medios adoptaban, y ello se consideraba legítimo, una postura política, pero esto se torna problemático cuando, como suele ocurrir ahora, los periodistas y formadores de opinión parecen poco inclinados, en general, a explicarnos el porqué de su postura política, o de sus descalificaciones y acusaciones, y menos aún a sustentarla con información real y pertinente.

 Existen desde luego excepciones, pero en general, en los debates sobre los asuntos que nos conciernen y que son de cierta forma trascendentales para nuestra vida, es fácil sentirse en medio de una tomatina, en el fuego cruzado de una francachela sin un propósito diferente al de ejercer el liberador derecho a lanzar tomates a diestra y siniestra —solo porque ahí están los tomates, y ahí está el que puede recibir el tomatazo—.

  Van de un lado a otro los tomates, en general indistinguibles entre sí, opiniones acuñadas y adquiridas por lealtad a una filiación y no por análisis, y el ejercicio periodístico, sobre todo el de opinión, tiende a dejar apenas un reguero de pulpa que no sirve ni para sopa ni para ensalada. Solo será el detrito de ayer que habrá que limpiar hoy, antes de la nueva tomatina.

  En parte el problema surge de que el cuarto poder se entremezcle ahora con el quinto. Por un lado está el verdadero periodismo que prevalece con sus datos comprobados y con sus argumentos estudiados y esgrimidos fuera de trincheras ideológicas para obligarnos a pensar de una manera menos frívola y para ayudarnos a salir de nuestras propias trincheras, y por el otro estamos los demás, a quienes el simple hecho de tener una red replicadora a nuestro alcance nos convierte en opinadores y en generadores y repetidores de noticias de dudosa veracidad. Infortunadamente el cuarto ha adoptado más los vicios del quinto, que viceversa.

  Tal parece, sin embargo, que a todos nos encanta la tomatina virtual. Es divertida y es catártica; pero lamentablemente no solo es frívola sino a la larga lesiva para el pensamiento. Necesitamos, piensa Maritornes, que los medios pongan en relieve a más voces ponderadas, profundas y cuerdas que puedan sacarnos de la borrachera y el desenfreno y nos pongan, sobrios, en el camino de las ideas mesuradas y en el espacio despejado que permite, pasada la catarsis, pensar y analizar de verdad.

Lo que cabe en un papel

Clarita dobló con cuidado el papel toalla, perfumado por su loción. De todos los regalos recibidos en secreto, esos pedazos de papel significaban más que las bufandas, o las cajitas, o los aretes.

  En ese papel él había envuelto los discos con la música favorita que le enviara a la impersonal dirección de un casillero de correo abierto a escondidas. Lo acercó a su cara para olerlo una vez más antes de guardarlo.

  El papel terminó absorbiendo el río de lágrimas que se desató incontenible. Cuando por fin pudo dejar de llorar, lo extendió para que se secara y lo guardó de nuevo, bajo llave, en el mismo cajón donde guardaba desde hacía treinta años las tres cartas de despedida.

Una nueva patria

Las justas deportivas aglutinan en torno a un concepto de nacionalidad a seres humanos ávidos de pertenencia y de identidad. Y en el desarrollo de las competencias salen a relucir —tanto dentro de las canchas como fuera de ellas— comportamientos que tendemos a interpretar como parte de esa identidad nacional, si son buenos para llenarnos de orgullo y si son lamentables, avergonzarnos y rasgarnos públicamente las vestiduras.

  Resulta, empero, que como toda generalización es odiosa (y esa no es una vacua frase de cajón sino la verdad) y además imprecisa, asimismo es inexacto generalizar sobre las nacionalidades. Más aún, aparte de ser odiosas, imprecisas e innecesarias, las generalizaciones no sirven para nada, salvo para vanagloriarnos inútilmente por imposible ósmosis patriótica de lo que otros hacen o para avergonzarnos, también inútilmente, del actuar de unas personas que por casualidad nacieron dentro de un territorio delimitado al azar y dentro del cual, también por azar, nacimos nosotros.

  Escenas reales: Un señor colombiano, entrado en años, espera con paciencia la llegada de su autobús en un paradero de una ciudad británica. Mientras espera, va recogiendo la basura que se arremolina a sus pies y cuando tiene las manos llenas la deposita diligente y silenciosamente en el basurero. Un transeúnte ruso se acerca a una reportera de cualquier país y no solo le estampa un beso en la mejilla sino que le agarra un seno. Unos muchachos franceses acorralan a un estudiante nicaragüense cuando este sale de la estación del metro y lo muelen a patadas mientras le gritan insultos xenófobos. Un grupo de japoneses se apretuja frente a la puerta de abordaje y se abre paso a codazos en competencia por ser los primeros en subirse al avión, mientras que una mujer mexicana se aparta para evitar ser arrastrada por la turba de pasajeros impacientes. Una mujer venezolana, atónita por el comportamiento que está presenciando, recoge la basura que van lanzando al piso los jóvenes de una ciudad europea. Esos jóvenes se dan vuelta para burlarse de ella. Rebuscan en sus morrales más basura, y la van arrojando para enriquecer la que consideran la gran broma práctica y aumentar así el trabajo de la cívica venezolana.

  Todos los comportamientos encomiables o deleznables deben servirnos para mirarnos como individuos, saltándonos por completo un falso sentido grupal, y en esa mirada individual concluir si vamos a andar por la senda de la civilización o por la de la barbarie. La historia nos ha demostrado con creces que la línea entre lo primero y lo último es tenue. El tejido del comportamiento civilizado se deshace fácilmente cuando se enfrenta a factores como el licor, con el que la barbarie hace un maridaje perfecto, o, precisamente, con sentimientos nacionalistas (y con todos los ismos) enconados que también sirven y han servido siempre para atizar la barbarie.

  Para efectos de nacionalidad, que el comienzo sea llegar a cierto consenso en cuanto a lo que consideramos bárbaro, y por ende intolerable, y a lo que consideramos civilizado y por tanto deseable, y procurar premiar y divulgar lo último, no como una característica particular de uno u otro país, sino como el comportamiento que define a un ser humano decente*, calificativo al que todos deberíamos aspirar, independientemente del país en donde estemos, o del que seamos ciudadanos. Mejor dicho, la única patria a la que tal vez deberíamos tener orgullo de pertenecer es a la patria de los decentes (de los que de manera literal y figurada son capaces de ceder el paso y de obrar con delicadeza cuando sería más expedito avanzar pisoteando, de los que no adelantan sus intereses menores o de gran envergadura a punta de empellones, marrullas e improperios) a esa nueva “nacionalidad supranacional” hecha de individuos cívicos y civilizados residentes en cualquier lugar del planeta.

*Maritornes se refiere al significado original de «decente», antes de que el término fuera cooptado por algunos con fines políticos.

Mutatis mutandis

Cambia mi vida de lluvia.

Cambia de camino y cambia de sol.

Cambia mi vida que cambiar es lo mismo que ser.

Entrégalo todo a una de esas olas que de tanto en tanto

mudan y renuevan la orilla del mar.

Cámbiame que de cambiar todo lo sé.

No reconozco una sola de las células de ayer.

Ni siquiera las recuerdo.

Las he cambiado todas por la libertad de cambiar.

No te extrañe no conocerme.

Tú me cambiaste y he cambiado por el mero placer de mudar.

Tendrás que quererme como se quiere al viento,

amando su afán de cambiar.

¿O acaso tú eres todavía el viento cambiante de ayer?

¿Ese viento que cruzó las copas de los árboles, dónde está?

Cambió como tú, y cambió como yo

y como nosotros, hizo de cambiar su más dulce identidad.

GRACIAS

El 2 de julio, lunes, se cumplió un año desde que Maritornes decidió que no era del todo mala idea ejercitar la voz, desde el fogón. Encontró un balcón, se instaló allí, abrió las puertas de par en par, afinó la mirada y observó, maravillada, que sus ojos se iban adaptando por igual a la luz y a la oscuridad y que la profundidad de campo de su visión iba aumentando permitiéndole divisar detalles más lejanos en el horizonte, a la vez que asuntos más cercanos también ganaban nitidez.

  Así pues, con los ojos bien abiertos fue viendo una estrella allí, un pico nevado más acá, el río que discurre en el fondo del valle, la nube que se iba haciendo jirones y fue distinguiendo otras maneras —no siempre evidentes—, que tiene la vida de agitar el corazón. No lo ha hecho sola. A su lado en el balcón ha habido grandes compañeros: los que leen, los que asienten, los que preguntan, los que se conmueven, los que intervienen de cualquier modo, los que invitan a otros y los que simplemente y en silencio leen con interés, de principio a fin. A ellos quiere darles infinitas gracias por abrir también los ojos, por ayudarle a ver cosas que ella no está viendo, por ser partícipes magnánimos de una actitud de asombro y descubrimiento.

  Al fin de cuentas, lo que Maritornes quiere proponer es una manera de indagar, de encontrarse con el lado abierto de las dudas y las preguntas, y no de sumarse a ninguna corriente proselitista. Maritornes mira la realidad, desde el fogón, con ánimo inquisitivo, a sabiendas de que hoy demasiadas voces se proclaman de antemano y para siempre vencedoras en cualquier batalla argumental.

  En todas las horas del día su balcón y su fogón han demostrado ser lugares aptos para permitir que la realidad sea enriquecida por el juego de luces. Hoy reivindica la importancia de pasar por una larga contemplación antes de pronunciarse sobre cualquiera de los asuntos que la inquietan, ratifica la necesidad de mirar los pliegues y repliegues del acontecer con cierto espíritu de lontananza.

  La vida ha puesto en su camino personas invaluables dispuestas a acompañarla en el balcón, en el fogón, en la tertulia amable en la que el chisporroteo produce palabras edificantes e ideas llevaderas, de esas que invitan a aproximarse a la vida por su lado más claro y a alejarse de la desesperanza. Sin esas personas la actividad de observar sería un ejercicio árido y solitario. Gracias, pues, es lo que ella quiere decirles hoy a todos los que han tenido la deferencia de acercarse a su fogón, de sentarse alrededor de la lumbre y de invitar a otros al sublime acontecimiento de convertirnos en compañeros de asombro ante todos los caminos que quedan por andar y todo el horizonte que nos queda por ver.