Magnolia

Magnolia, ¿será por su nombre?,
tiene una concepción poética de sí misma
como vendedora de flores.
La narrativa melancólica

y poética

de su propia vida,
incluye dolor en los brazos
— le duelen por cargar
tantas horas,
tantas flores,
tantos dolores,
reales o inventados―.
La flor como verdugo,
la belleza como un peso.
A Magnolia en cada flor

se le escapó un día de sol.

A ella le pesa el color,

y para ella la luz es un fardo.

Mira, sin ver, las horas

en que el mundo le pide ansioso

bañar sus flores con la blanca

luz de su sonrisa.
Ha elegido, como tantos,
transmutar, no el dolor en flor,
sino la flor en dolor.

 

El derecho a la belleza

El otro día Maritornes fue al pueblo. Andando por unas calles que un alcalde con buena visión transformó en peatonales e hizo cubrir de adoquín, disfrutaba del recorrido y pensaba cuánto lucirían unas flores, o unos árboles, en esas vías agradables pero desprovistas de naturaleza. Mientras adelantaba sus recados levantó la mirada hacia el cielo, como para llenar más sus ojos y sus pulmones de las bondades del momento. Empero, su mirada se encontró con una sucesión de transformadores oxidados —precariamente agarrados a alturas desiguales de postes inclinados—, que mal sostenían una maraña de cables de distinto grosor que cruzaban el cielo como los sablazos grises de un feroz enemigo en batalla encarnizada contra la belleza.

Aun si se admite que la belleza tiene componentes subjetivos, ¿quién podría argumentar que un caos de cables eléctricos produce placer estético? Maritornes se preguntó entonces cómo podría lograrse que, en un país de excelentes diseñadores y arquitectos, el Diseño tuviera voz cantante. Reflexionó en ese momento sobre hasta qué punto un espacio público diseñado según cánones estéticos y funcionales podría generar bienestar y sentido de pertenencia y sobre cuánto valdría la pena declararles guerra abierta a los andenes rotos y desiguales, al oleaje de pasacalles y a las fachadas desordenadas y carentes de identidad cultural o arquitectónica.

¿Qué tal un programa nacional de incentivos tributarios para quienes embellezcan sus fachadas, o sus calles y sus pueblos, según planos regalados por el Estado y que concuerden con un estilo arraigado en la tradición? Revertir la sustitución de la arquitectura tradicional por vidrios polarizados y balaustradas blancas, trabajar por armonizar el pan visual de cada día debería ser mandato constitucional, y embellecernos la vida diaria en los espacios públicos, una prioridad de nuestros líderes, no algo a lo que se le dará importancia solo cuando solucionemos “todo lo demás”. Al fin y al cabo, se dijo, deberíamos empezar a pensar que, así como al agua y al aire, tenemos derecho a la belleza.