El sobrevalorado empeño por ser uno mismo

En estos tiempos autorreferenciales en que ser un mismo parece ser el valor supremo, es decir cuando podernos expresar con autenticidad es la máxima conquista, Maritornes, a quien le gusta mirar un poco el revés de las cosas, ha descubierto el asombro maravilloso de no ser ella misma.  Es necesario hacer, antes de tratar de explicar, eso que los norteamericanos llaman un “disclaimer” para no incurrir en la molestia de quienes no entendieron la primera entrada de este blog en la que Maritornes hablaba de los sueños (https://blogs.elespectador.com/actualidad/desde-el-fogon/la-obligacion-sonar) (pero esa es otra historia). El “disclaimer” aclara que Maritornes no está en contra de que las personas traten de ponerse en contacto consigo mismas, con lo que les resulta verdaderamente importante.

Sin embargo, uno mismo se agota pronto si no se alimenta de los demás, de una referencia externa. ¿Qué se gana uno con mirarse al espejo y por toda conversación recibir un eco que le reafirma que su forma de hacer las cosas es la única posible? Para crecer es necesario dejar de mirarse el ombligo y considerar otras formas, incluso ensayarlas. En estos últimos días Maritornes ha sido feliz de madrugar a caminar, a buscar el amanecer, no según su propia costumbre sino la de otra persona. ¿Y por qué no imitar al amigo abstemio, o probar el ayuno, o el baile si no es la propia costumbre, o cualquier cosa, las hormigas santandereanas, el yoga? Habitar de vez en cuando en el mundo de otros nos abre los ojos y nos mantiene vivos. Si solemos dormir en cama blanda, pues qué bueno es acoger la experiencia cuando dormimos en casa de los amigos que prefieren una cama dura.

            Es posible que al final la conclusión consciente sea que hay más valor, según cualquier parámetro, en la costumbre propia, pero también es cierto que hay una enorme libertad en soltar todas esas cosas con las que cargamos como banderas imprescindibles, el jugo que me tomo a tal hora, la comida que tiene que ser así o asá, lo que ni de riesgos pruebo, la lectura que ni de fundas, la opinión que no reconsidero por nada del mundo. No se trata de ponerse en peligro para andar probando cosas absurdas ni corriendo riesgos insensatos, ni tampoco de perder identidad y convertirse en una veleta, sino de hacer uso de la posibilidad de acercarnos a otras formas de hacer las cosas con el fin de darles dinamismo a nuestras estáticas conclusiones, que a veces nos anclan a una sola perspectiva. Se trata de abrir los ojos, de bajarles los decibeles a nuestras reiteradas autoproclamas de lo que es así en nuestra vida o no es así en nuestra vida, prescindir de esos jamases que no nos dejan expandir el horizonte.

            Finalmente, probar ese ejercicio que nunca he hecho pero que a otro le fascina, el alimento que a otro le encanta, la rutina que le funciona a mi vecino, la oración que hace mi amiga, abrir los ojos al asombro de los descubrimientos ajenos es parte fascinante de la aventura de la vida, es la dicha de escudriñar la existencia desde el puente que nos une y no desde el abismo que nos separa, es descubrir la deliciosa libertad del “tal vez”, es abrir la encantadora puerta del descubrimiento… y es un acto de rebeldía contra la ególatra idolatría de la sobrevalorada perspectiva personal.

La ternura, en lugares impensados

Un murmullo en el inconsciente colectivo parece aflorar acá y allá en forma de libros, de entrevistas televisivas, de podcasts, y seguramente en los círculos académicos en donde muchas grandes ideas y debates permanecen enclaustrados largo tiempo antes de salir a la luz del conocimiento general para impactar las políticas públicas. Infortunadamente, el camino que tendrían que transitar las ideas desde la academia y hacia el resto de la humanidad suele depender de la mediación de un periodismo no siempre enterado, o siquiera interesado, en difundir con inteligencia interpretativa la vanguardia del pensamiento científico y social.

En fin, toda esa introducción la hace Maritornes para referirse a la creciente inquietud por encontrar la forma de incorporar la compasión, la ternura y el perdón en los sistemas de justicia y en las prácticas de apoyo social. Son términos blandos para una realidad dura, pero una serie de académicos en una variedad de ámbitos empiezan a concluir que la realidad podría hacerse mucho menos dura, y las medidas de apoyo, o de justicia, más eficaces, si incorporaran acciones mediadas por esos enfoques “blandos”.

En una entrevista televisiva del 22 de noviembre de 2019, Christiane Amanpour, la periodista de CNN, habla con Martha Minnow, profesora de Derecho de Harvard, y exdecana de la facultad de Derecho, sobre el muy vigente tema de si existe o debe existir dentro de la ley un espacio para el perdón, o si el perdón es un concepto de carácter netamente personal y espiritual que no debe entrecruzarse con lo que atañe a la justicia. En su libro, When Should Law Forgive (Cuándo debería la ley perdonar) Minnow se refiere a las dantescas tasas de encarcelamiento de los Estados Unidos y a que el enfoque actual parece estar sirviendo apenas para la dudosa función de poner cada vez más gente tras las rejas (en cárceles y “reformatorios” que son infiernos por excelencia, palabras de Maritornes) sin que ese enfoque parezca estar aportando nada de fondo al bienestar de la sociedad ni a restaurar vidas individuales. Según ella, la ley, y la sociedad en general, sí se beneficiarían de la compasión. (http://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/martha-minow-on-forgiveness-in-the-us-legal-system/).

Al fin y al cabo —como dice también en una entrevista de la misma periodista el sacerdote católico Greg Boyle (https://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/father-greg-boyle-on-the-healing-power-of-spirituality/)—, un altísimo porcentaje de las personas que incurren en el delito lo hacen por falta de oportunidades, porque han sufrido desde la niñez un trauma tras otro y porque no conocen otra forma de vivir. Han perdido toda esperanza en sí mismos y en el mundo. El padre Boyle es fundador y director de una ONG llamada Homeboy Industries, cuya sede principal queda en Los Angeles, en los Estados Unidos, y que se dedica a ayudarles a pandilleros a encontrar un nuevo sentido para su vida. Empezó en 1988 y hoy sirve de modelo a 250 organizaciones en todo el mundo. Las expresiones más frecuentes en el discurso del padre Boyle: tratar la enfermedad mental, sanar, infundir esperanza, restablecer el amor propio. Él recalca en algo ya sabido y es que si el diagnóstico es equivocado, el tratamiento o la supuesta solución estarán necesariamente desenfocados, y, según él —que tiene buen conocimiento de causa para afirmarlo—, la mayoría de los pandilleros que ellos reciben son personas a quienes la vida no ha hecho otra cosa que entregarles maltrato y abandono. El origen de sus fechorías no es una maldad intrínseca, sino una profunda soledad. Y a eso se dedica él, no a castigar, obviamente, sino a atesorar estas personas, a ofrecer compasión, a darles herramientas laborales, en pocas palabras a sanar, con inmenso éxito.

Por estos lados, ya en 1994 y desde la óptica de la psiquiatría, Luis Carlos Restrepo, expuso en su libro El derecho a la ternura, un análisis del papel que puede desempeñar la ternura en el creciente portafolio de los derechos humanos (tan ampliamente descritos, y tan frecuentemente incumplidos). Podría pensarse que en casi cualquier esfera de la vida es mejor reparar que terminar de arruinar, pero esta perspectiva poco se aplica a quienes se considera bajo la óptica sobresimplificada de las contravenciones a la ley.

Desde luego que hay criminales irredentos, psicópatas peligrosos e irrecuperables a quienes la compasión, la ternura y el perdón poco podrían ayudar. Lo importante es que en el debate académico empiezan a surgir estos enfoques no como despreciables remedios sensibleros que están desconectados de la realidad, sino todo lo contrario, como expresiones que, de la mano de los profesionales competentes y de una sociedad capaz de acompañarlos tienen una profunda capacidad transformadora, un enorme potencial para reemplazar, por el bien de todos, rejas por nuevas oportunidades de vida.

Nota: Desde hace un año, este blog aparece los miércoles en la sección correspondiente del periódico El Espectador y por lo tanto las entradas en esta dirección se han vuelto más esporádicas. Maritornes agradece la lealtad de sus lectores, y espera continuar cultivándola, aunque las adiciones serán un poco menos frecuentes de lo habitual.

Maritornes y el plato

La jornada, que debe ser de 28 kilómetros, va en 15 bajo un sol canicular. Los pies duelen, la carga pesa y el deseo de detenerse a descansar es grande. Maritornes decide acercarse al primer lugar que aparezca. Transcurrido un kilómetro encuentra en un pequeño e hirviente poblado un único sitio que permanece abierto mientras los demás han cerrado para la siesta.

            Pasa la cortinilla, se sienta adentro, a la sombra, y deja sus cosas en el piso. Enseguida, después de refrescarse, se acerca al bar para ver qué hay. No hay comidas calientes, sino bocadillos (en el sentido español), exhibidos en la vitrina de vidrio. Maritornes, que a estas alturas ya no sabe si tiene hambre o agotamiento, pide un bocadillo de jamón serrano y tortilla.

            Regresa a su mesa y de pronto recuerda una promesa que se hiciera a sí misma hace tiempos, y que había olvidado, de dedicar, antes de dar el primer bocado, unos minutos a dar gracias por el trabajo de todas las personas que han intervenido en la enorme y compleja cadena que media hoy en día, las más de las veces, entre nuestros alimentos y su destino final en nuestra mesa. Da gracias por quienes sembraron el trigo y lo cosecharon, por el chanchito que dio su vida, por las gallinas y sus huevos, por la tierra y las manos que hicieron posible la papa de la tortilla.

            Ella, que en su vida habitual no come pan, que prefiere, si lo hace, el pan integral, que rara vez come cerdo por elección, es sorprendida por una claridad. Cae en la cuenta de que una de las grandes enseñanzas de este emblemático camino de peregrinaje es una nueva forma de relacionarse con su plato. Piensa en el tiempo en que fue vegetariana, en la irritabilidad que solía producirle no poder comer según sus preferencias, en cuántas veces ha decidido dejar por fuera un grupo de alimentos, o incorporar otro porque sus propiedades nutricionales están de moda, y se da cuenta de que un hambre voraz derivado del esfuerzo físico suele dar al traste con la mayor parte del tiquismiquis nutricional.

            Sin gluten, sin lactosa, sin grasa, sin productos animales, con nueces o sin ellas, con frutas o sin frutas, con azúcar y sin azúcar, con estevia o con otro edulcorante, orgánico o de cultivo industrial, vegano, huevos de “gallina feliz”, sal rosada del Himalaya o del mar de quién sabe dónde, un vino o aquél, la gama de preferencias que se puede ejercer en el mundo occidental solvente es hoy múltiple. Maritornes no está diciendo que todas estas opciones no sean una verdadera maravilla, ni que no haya a veces una necesidad legítima de salud o el derecho a una simple preferencia por tal o cuál alimento. Solo sabe que sintió una gran conexión con la vida y con la tierra al reencontrarse con el alimento como necesidad vital y apremiante, como recurso indispensable al que no todos tienen acceso—y que para ella fue, en ese momento, un privilegio y un enorme alivio.

            En el frescor de un bar cualquiera en un pueblo cualquiera volvió a sentir ante un sencillo alimento una infinita gratitud, y el bocadillo de todo lo que en su vida corriente habría apartado del plato le supo a cielo. A menudo lo olvida, pero procura recordárselo a sí misma cuando empieza a encapricharse. Empaques, exigencias y esnobismos nos separan del prodigio, pero todos los alimentos han requerido el milagro de una semilla que brota, del trabajo humano, de la vida de un animal y de la generosidad de la tierra. Algo cambia cuando —aunque sea con la imaginación, o por hambre verdadera—, logramos acercarnos al origen y a la raíz del acto de alimentarnos, y al esfuerzo que hay de por medio, y de la mano de esta conciencia a una necesaria frugalidad y gratitud, a un auténtico disfrute.

Enséñame

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

            Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

            Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

            Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

            Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que en muchas personas suele haber atascado un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

Secreto gozoso

Crea un universo

solo porque hay uno por crear.

 

¿Dejarás un mundo de silencio

o un jardín para el asombro

o será tu universo un caudal de generosidad?

 

Crea un universo

donde otros puedan sembrar

una nueva posibilidad.

 

¿Dejarás los árboles a ras

o un viento fecundado de polen

o una luz enamorada de alguna majestuosidad?

 

Crea un universo

porque, tal vez, vinimos al mundo

para aprender a crear.

 

¿Dejarás secar el río

o amarás la tierra

para legarla, florecida, en heredad?

 

Crea un universo

porque eso preguntará el buen Dios

a la hora del final.

 

Si amaste lo suficiente

y si amando descubriste

el gozoso secreto de la creatividad.

El no como filosofía de vida

La debacle general seguramente no provendrá de cataclismo alguno, ni de guerras universales, ni siquiera de catástrofes ambientales. La debacle sobrevendrá, sin duda, de la extinción paulatina del sentido común. Y el arma mortal que acabará con este es una palabra breve que funciona como arma contundente. Se llama No.

  Hace poco Maritornes fue testigo de cómo la administración de su ciudad flanqueó una entrada cómoda, lógica y amable a un edificio con una serie de bolardos inexplicables a los que ya varios conductores inadvertidos y sofocados han colocado a golpes en posición inclinada. Diagonal a este edificio hay otro que tuvo la inteligencia de sacrificar el precioso metraje cuadrado para poder contar con una bahía que permitiera a los conductores pasar por el frente del edificio sin entorpecer el tráfico. Pues bien, un amigo del No, un enemigo del sentido común, resolvió cerrar con bolardos el acceso a la bahía, de tal modo que los automóviles que deban detenerse un instante a dejar o a recoger a una persona ahora se ven obligados a parar en la calle y a obstaculizar el tráfico. Por todas partes surgen conos, maletines de concreto, bolardos de plástico y cierres que indican unos noes gratuitos e ilógicos que desesperan.

  No, y no, y no, pero casi nunca sí. No se puede estacionar acá (¿dónde sí?); no se puede vender acá (¿dónde sí?); no se puede tomar el bus acá (¿dónde sí?); no se puede girar a la izquierda acá (¿dónde sí?); no se puede dar la vuelta en u (¿dónde sí?); no se puede descargar mercancía (¿en dónde sí?)…

  El asunto no es de poca monta porque los noes configuran enemistades, antagonismos y frustraciones, sobre todo cuando se trata de las relaciones entre el Estado que aprieta y ahorca a punta de noes a unos ciudadanos ávidos, ansiosos, anhelantes de síes. La conclusión no es que todo debería poderse, que con el ánimo de facilitar deba dárseles una especie de patente de corso a todos los comportamientos que puedan llevar al caos y al anarquismo. Se trata de un planteamiento actitudinal y filosófico en virtud del cual el Estado (así como los particulares, por qué no) podríamos tratar de pensar más en sí y menos en no.

  Maritornes se atrevería a decir que todos conocemos esa especie colonizadora de hábitats como las juntas de acción comunal, las de administración de conjuntos y edificios, de administraciones distritales y de países y comités de trabajo y un sinfín de espacios cuyo nombre, lema, bandera y estandarte es el no. Por cada propuesta que hace algún tímido que propone una mejora, un representante de esta especie salta a decir que no, que no se puede, que no se debe, que no y que no.

  Ni el mundo se hace, ni el progreso se logra, ni el bienestar se incrementa, ni un país ni una ciudad avanzan con el no a la carga. Algunos noes serán necesarios, sin duda, para contener aberraciones y gravedades, pero en la vida corriente tendrían que ser mucho, pero mucho más escasos que los síes, que es desde donde la vida sonríe y abre las puertas.

… digamos, por ejemplo, acá si puedo esperar o dejar, sin tener que estacionar, un pasajero en el aeropuerto; digamos por ejemplo, sí puedo pagar los impuestos en todos los bancos y por Internet; digamos hay miles de lugares para estacionar, solo no se puede en unos pocos; pongamos por ejemplo cuando el carro no puede circular hay más de un sí en el que puedo transportarme; sí se puede hacer la cita por teléfono… SÍ

Ciertas amistades

Bendiciones, numerosas, en el camino de ir por la vida desbrozando alegrías e infortunios, aprendizajes disfrazados de calamidades y bondades sencillas que por lo general apreciamos ya pasadas ciertas cumbres de la vida; pero entre todas, piensa Maritornes, la amistad baña los días con una luz de calidez particular. Ha tenido la fortuna de disfrutar de amistades de múltiples coloridos y texturas, hondas, filosóficas, leales, pasajeras, rientes, sonrientes, solemnes, dialogantes, silenciosas, contemplativas, móviles y aventureras, y, en general, ha podido hacerlo gracias a que la mayoría de ellas han estado libres de reclamos, de expectativas y de motivos rebuscados de decepción. Se han adscrito todas, o casi todas, a ese invaluable código de hacer presencia en plena libertad, y de ausentarse también con extrema libertad, con licencia tácita para vivir cada una su propia vida según las posibilidades y exigencias del momento.

  “Líbrame, Señor, de las amistades sentidas”, dice S a menudo. Y como en tantas cosas, Maritornes ha tenido amplia oportunidad de comprobar hasta qué punto sus aforismos prácticos están aferrados a verdades de profunda repercusión. Por eso sus amistades perduran, porque ni sus amigos ni sus amigas, ni ella misma, suelen caer en la recriminación, en el “por qué no estuviste”, “por qué no llamaste”, “por qué no fuiste”, “por qué no escribiste”. Y aunque no sin cierta tristeza, siendo una enamorada de la amistad, vio partir con alivio aquellas que empezaban a inscribirse en esa escuela que más que hacer presencia amistosa llevaban un registro de faltas, una bitácora de las ocasiones en que por olvido o ensimismamiento, o por cualquier razón, la amistad, supuestamente, no estuvo a la altura de lo esperado. Una amistad de esta naturaleza es una piedra al cuello; cuando se torna pedigüeña y llevacuentas empieza a perder todas sus bondades y estas son sustituidas por una zozobra permanente de ser considerado un amigo incompleto.

  Por eso Maritornes agradece todos los días por sus amistades libres, que son, hasta donde puede darse cuenta, todas las que tiene. Sabe que para conservar esas amistades ha sido necesario que le perdonen impertinencias, mutismos, ausencias, presencias descolocadas, euforias mal concebidas, olvidos y tiempos taciturnos. Ha procurado, y seguirá en el mismo empeño, ser recíproca en ese profundo respeto por el momento del otro, disculpando de antemano y automáticamente, a sus amigos por aquellas ocasiones en que habría querido tenerlos más cerca, o sentirlos más solidarios, o percibir su afecto con mayor nitidez, lo que sea, porque aún no ha perdido la convicción de que la amistad así liberada de compromisitos, comparaciones y sistemas de medición, es uno de los más sublimes regalos de la vida.

M cede la palabra

Hoy Maritornes quiere cederle la palabra a la poeta uruguaya Ida Vitale (1923), quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2018,

Hojas naturales

… o el arraigo, escribir en un espacio idéntico
siempre, casa o desvío.
José M. Algaba

Arrastro por los cambios un lápiz,
una hoja, tan sólo de papel, que quisiera
como de árbol, vivaz y renaciente,
que destilase savia y no inútil tristeza
y no fragilidad, disoluciones;
una hoja que fuese alucinada, autónoma,
capaz de iluminarme, llevándome
al pasado por una ruta honesta: abiertas
las paredes cegadas y limpia
la historia verdadera de las pintarrajeadas
artimañas que triunfan.
Hoja y lápiz, para un oído limpio,
curioso y desconfiado.

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Y si a alguien se le despierta la curiosidad, a continuación el enlace a su discurso de aceptación, que El País de España (https://elpais.com/cultura/2019/04/23/actualidad/1556010411_023459.html) calificó como “lección de humildad y erudición”.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/premio-cervantes/24h_discurso_ida_vitale_230419/5161019/

Son días gloriosos aquellos en que alguien nos hace recordar que la poesía seguirá siendo mucho, si no todo.

Sobre lo (im)posible

 

A Maritornes le causa pesadumbre notar hasta qué punto nuestra posibilidad actual de conocer los peligros en los que nos movemos, los riesgos que corremos y los daños que hacemos nos está llevando a lo que parece ser un estado colectivo de desesperanza. Dada la calidad y la frecuencia de la información no es sorprendente que concluyamos con relativa certidumbre que ya no hay vuelta atrás en nuestro camino hacia uno u otro tipo de despeñadero.

  Algunos optimistas a ultranza, persistentes de oficio en el arte de la esperanza, por fortuna iluminan el camino. Y no se trata necesariamente de ingenuos, sino de personas capaces de observar con cierta distancia de cuántos atolladeros ha salido la humanidad en el pasado, cuántas conquistas reales hay, y por ende cuántos motivos para seguir creyendo que la raza humana no ha agotado, por mucho, su capacidad de ingenio para el bien.

  En días recientes Maritornes vio dos piezas audiovisuales que la llevaron a contemplar todo lo que el ser humano es capaz de hacer en las circunstancias más adversas. La primera acompaña a un escalador que subió solo y sin ningún elemento de seguridad por la cara vertical de una roca en un recorrido de poco menos de un kilómetro. El hombre, agarrado de las puntas de los dedos y apoyando las puntas de los zapatos en los más exiguos accidentes en la roca logró lo que nadie consideraba posible. El ser humano, enfrentado a su deseo de correr las fronteras, o de atravesarlas, en innumerables ocasiones ha redefinido lo que es posible y lo que no. La segunda narra la historia de un niño en un pueblo de Malaui, quien contra todo pronóstico y en medio de las más sobrecogedoras adversidades, encuentra la forma de solucionar un problema hasta entonces insoluble.

  ¿Cuántos escépticos no se han interpuesto a lo largo de la historia entre un problema y una solución? ¿Y cuántos soñadores no han logrado atravesar barreras de todo tipo —económicas, sociales o físicas— para traerle a la humanidad las vacunas, los antibióticos, diversos medios de transporte, la anestesia, el voto femenino, el fin del apartheid, y un sinnúmero de avances en diversos ámbitos?

  Tal vez no sea razonable, por el momento, esperar que sean la prensa y las redes sociales las encargadas de alimentarnos la esperanza. Quizás aún nos toque ser excavadores de motivos de aliento. Lo que sí es seguro es que de forma silenciosa, pero inexorable, en muchos lugares hay seres humanos pensando, sembrando, proponiendo, inventando e implementando aquellas ideas y cambios que el día de mañana nos despertarán al asombro de soluciones impensadas quizás para curar el Alzheminer, o para limpiar los océanos de los microplásticos o tal vez para diseñar un sistema político mucho mejor que las embrolladas democracias de hoy.

  La comprobada realidad del efecto pigmalión debe llevarnos a sopesar la incidencia que como individuos, y como sociedades, podemos tener, para bien o para mal, en las generaciones que se están formando. En ese orden de ideas, esperar lo mejor es una obligación con nuestra descendencia porque es la única forma de ayudarles a pararse firmemente en la plataforma desde la cual se conquistan los avances, es la única forma de protegerlos contra el oscuro manto de la claudicación.