Maritornes y el plato

La jornada, que debe ser de 28 kilómetros, va en 15 bajo un sol canicular. Los pies duelen, la carga pesa y el deseo de detenerse a descansar es grande. Maritornes decide acercarse al primer lugar que aparezca. Transcurrido un kilómetro encuentra en un pequeño e hirviente poblado un único sitio que permanece abierto mientras los demás han cerrado para la siesta.

            Pasa la cortinilla, se sienta adentro, a la sombra, y deja sus cosas en el piso. Enseguida, después de refrescarse, se acerca al bar para ver qué hay. No hay comidas calientes, sino bocadillos (en el sentido español), exhibidos en la vitrina de vidrio. Maritornes, que a estas alturas ya no sabe si tiene hambre o agotamiento, pide un bocadillo de jamón serrano y tortilla.

            Regresa a su mesa y de pronto recuerda una promesa que se hiciera a sí misma hace tiempos, y que había olvidado, de dedicar, antes de dar el primer bocado, unos minutos a dar gracias por el trabajo de todas las personas que han intervenido en la enorme y compleja cadena que media hoy en día, las más de las veces, entre nuestros alimentos y su destino final en nuestra mesa. Da gracias por quienes sembraron el trigo y lo cosecharon, por el chanchito que dio su vida, por las gallinas y sus huevos, por la tierra y las manos que hicieron posible la papa de la tortilla.

            Ella, que en su vida habitual no come pan, que prefiere, si lo hace, el pan integral, que rara vez come cerdo por elección, es sorprendida por una claridad. Cae en la cuenta de que una de las grandes enseñanzas de este emblemático camino de peregrinaje es una nueva forma de relacionarse con su plato. Piensa en el tiempo en que fue vegetariana, en la irritabilidad que solía producirle no poder comer según sus preferencias, en cuántas veces ha decidido dejar por fuera un grupo de alimentos, o incorporar otro porque sus propiedades nutricionales están de moda, y se da cuenta de que un hambre voraz derivado del esfuerzo físico suele dar al traste con la mayor parte del tiquismiquis nutricional.

            Sin gluten, sin lactosa, sin grasa, sin productos animales, con nueces o sin ellas, con frutas o sin frutas, con azúcar y sin azúcar, con estevia o con otro edulcorante, orgánico o de cultivo industrial, vegano, huevos de “gallina feliz”, sal rosada del Himalaya o del mar de quién sabe dónde, un vino o aquél, la gama de preferencias que se puede ejercer en el mundo occidental solvente es hoy múltiple. Maritornes no está diciendo que todas estas opciones no sean una verdadera maravilla, ni que no haya a veces una necesidad legítima de salud o el derecho a una simple preferencia por tal o cuál alimento. Solo sabe que sintió una gran conexión con la vida y con la tierra al reencontrarse con el alimento como necesidad vital y apremiante, como recurso indispensable al que no todos tienen acceso—y que para ella fue, en ese momento, un privilegio y un enorme alivio.

            En el frescor de un bar cualquiera en un pueblo cualquiera volvió a sentir ante un sencillo alimento una infinita gratitud, y el bocadillo de todo lo que en su vida corriente habría apartado del plato le supo a cielo. A menudo lo olvida, pero procura recordárselo a sí misma cuando empieza a encapricharse. Empaques, exigencias y esnobismos nos separan del prodigio, pero todos los alimentos han requerido el milagro de una semilla que brota, del trabajo humano, de la vida de un animal y de la generosidad de la tierra. Algo cambia cuando —aunque sea con la imaginación, o por hambre verdadera—, logramos acercarnos al origen y a la raíz del acto de alimentarnos, y al esfuerzo que hay de por medio, y de la mano de esta conciencia a una necesaria frugalidad y gratitud, a un auténtico disfrute.

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