Maritornes y el plato

La jornada, que debe ser de 28 kilómetros, va en 15 bajo un sol canicular. Los pies duelen, la carga pesa y el deseo de detenerse a descansar es grande. Maritornes decide acercarse al primer lugar que aparezca. Transcurrido un kilómetro encuentra en un pequeño e hirviente poblado un único sitio que permanece abierto mientras los demás han cerrado para la siesta.

            Pasa la cortinilla, se sienta adentro, a la sombra, y deja sus cosas en el piso. Enseguida, después de refrescarse, se acerca al bar para ver qué hay. No hay comidas calientes, sino bocadillos (en el sentido español), exhibidos en la vitrina de vidrio. Maritornes, que a estas alturas ya no sabe si tiene hambre o agotamiento, pide un bocadillo de jamón serrano y tortilla.

            Regresa a su mesa y de pronto recuerda una promesa que se hiciera a sí misma hace tiempos, y que había olvidado, de dedicar, antes de dar el primer bocado, unos minutos a dar gracias por el trabajo de todas las personas que han intervenido en la enorme y compleja cadena que media hoy en día, las más de las veces, entre nuestros alimentos y su destino final en nuestra mesa. Da gracias por quienes sembraron el trigo y lo cosecharon, por el chanchito que dio su vida, por las gallinas y sus huevos, por la tierra y las manos que hicieron posible la papa de la tortilla.

            Ella, que en su vida habitual no come pan, que prefiere, si lo hace, el pan integral, que rara vez come cerdo por elección, es sorprendida por una claridad. Cae en la cuenta de que una de las grandes enseñanzas de este emblemático camino de peregrinaje es una nueva forma de relacionarse con su plato. Piensa en el tiempo en que fue vegetariana, en la irritabilidad que solía producirle no poder comer según sus preferencias, en cuántas veces ha decidido dejar por fuera un grupo de alimentos, o incorporar otro porque sus propiedades nutricionales están de moda, y se da cuenta de que un hambre voraz derivado del esfuerzo físico suele dar al traste con la mayor parte del tiquismiquis nutricional.

            Sin gluten, sin lactosa, sin grasa, sin productos animales, con nueces o sin ellas, con frutas o sin frutas, con azúcar y sin azúcar, con estevia o con otro edulcorante, orgánico o de cultivo industrial, vegano, huevos de “gallina feliz”, sal rosada del Himalaya o del mar de quién sabe dónde, un vino o aquél, la gama de preferencias que se puede ejercer en el mundo occidental solvente es hoy múltiple. Maritornes no está diciendo que todas estas opciones no sean una verdadera maravilla, ni que no haya a veces una necesidad legítima de salud o el derecho a una simple preferencia por tal o cuál alimento. Solo sabe que sintió una gran conexión con la vida y con la tierra al reencontrarse con el alimento como necesidad vital y apremiante, como recurso indispensable al que no todos tienen acceso—y que para ella fue, en ese momento, un privilegio y un enorme alivio.

            En el frescor de un bar cualquiera en un pueblo cualquiera volvió a sentir ante un sencillo alimento una infinita gratitud, y el bocadillo de todo lo que en su vida corriente habría apartado del plato le supo a cielo. A menudo lo olvida, pero procura recordárselo a sí misma cuando empieza a encapricharse. Empaques, exigencias y esnobismos nos separan del prodigio, pero todos los alimentos han requerido el milagro de una semilla que brota, del trabajo humano, de la vida de un animal y de la generosidad de la tierra. Algo cambia cuando —aunque sea con la imaginación, o por hambre verdadera—, logramos acercarnos al origen y a la raíz del acto de alimentarnos, y al esfuerzo que hay de por medio, y de la mano de esta conciencia a una necesaria frugalidad y gratitud, a un auténtico disfrute.

Enséñame

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

            Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

            Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

            Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

            Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que en muchas personas suele haber atascado un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

Uno como los de antes

Todos conocemos los riesgos que implica recomendar libros, o películas, o que nos los recomienden. Hacerlo con tino requiere un conocimiento sensible y sintonizado de la otra persona. Pues bien, de vez en cuando una recomendación brilla entre todas las demás.

  Hace un mes, P, su amiga, le recomendó —y le prestó— a Maritornes un precioso librito escrito por el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton. Este libro de ensayo la trasladó a una serie de lecturas que creía perdidas entre las neblinas del pasado, esas lecturas contemplativas, lentas, descriptivas, poéticas y llenas de ensueño. Elogio del caminar, que es como se llama, le hizo recordar a Emerson, a Thoreau, a esos autores de no-ficción y amantes de la naturaleza, observadores de oficio, que solían mostrarle por dónde se accedía a algunos de los caminos y paisajes del alma.

  En el libro encuadernado en una sobria y bella edición de bolsillo de Siruela, Le Breton hace un recorrido por caminos y caminantes. Describe en un arco geográfico e histórico que no pretende ser exhaustivo, lo que caminar ha significado a lo largo de los tiempos y para ciertos caminantes emblemáticos. Nos lleva de la mano por el Camino de Santiago, por los Himalayas, e incluso por los vericuetos de las caminatas urbanas.

  Gran amante de las caminatas, Maritornes se rindió  —como hacía muchísimos años no lo hacía— al encanto de unas letras pausadas, pastoriles, sencillas e impecables para recorrer las sendas de la contemplación, de lo que significa degustar sin prisa un libro. Tuvo la fortuna de poder leerlo al arrullo del sonido del viento entre los árboles, y así, con sus oídos acariciados por ese susurro inigualable, regresó a otra forma de pasar las páginas, esa que se hace con tiempo para señalar con un lápiz aquella frase que nos cantó, que permite devolverse en las páginas para repasar un trozo especial, con esa sensación contraria a la que produce la ficción vertiginosa y llena de peripecias, es decir, con el deseo no de terminar el libro, sino de que nunca se acabe. No hay necesidad de saber qué va a pasar. Este tipo de libros no impulsan de forma lineal para llegar a un desenlace, sino que, como un camino serpenteante y libre invitan a regodearse en el momento y en la página presente, sin pensar en conflictos, tramas o nudos narrativos.

  De cierta forma Elogio del caminar se parece a muchas cosas que hemos dejado perder, al reposo silencioso, a la reflexión, a la lentitud, al saboreo, a mirar por la ventana, a lo que, antes que veloz, es hondo. Hay ciertas formas del arte y de las letras que se parecen a algo perdurable; uno sabe, piensa Maritornes, hay unos libros que uno pasa al siguiente lector sin mayor interés en registrar en qué manos están porque difícilmente querrá volver a leerlos; otros, sin embargo, pertenecen a esa especie que ocupa un lugar privilegiado en la mesa de noche y a los que uno quisiera volver una y otra vez. Son como esas cosas sencillas pero significativas de la vida que, de alguna forma, nos conectan con un posible origen, o con un apetecible destino, que habíamos olvidado.

Ciertas amistades

Bendiciones, numerosas, en el camino de ir por la vida desbrozando alegrías e infortunios, aprendizajes disfrazados de calamidades y bondades sencillas que por lo general apreciamos ya pasadas ciertas cumbres de la vida; pero entre todas, piensa Maritornes, la amistad baña los días con una luz de calidez particular. Ha tenido la fortuna de disfrutar de amistades de múltiples coloridos y texturas, hondas, filosóficas, leales, pasajeras, rientes, sonrientes, solemnes, dialogantes, silenciosas, contemplativas, móviles y aventureras, y, en general, ha podido hacerlo gracias a que la mayoría de ellas han estado libres de reclamos, de expectativas y de motivos rebuscados de decepción. Se han adscrito todas, o casi todas, a ese invaluable código de hacer presencia en plena libertad, y de ausentarse también con extrema libertad, con licencia tácita para vivir cada una su propia vida según las posibilidades y exigencias del momento.

  “Líbrame, Señor, de las amistades sentidas”, dice S a menudo. Y como en tantas cosas, Maritornes ha tenido amplia oportunidad de comprobar hasta qué punto sus aforismos prácticos están aferrados a verdades de profunda repercusión. Por eso sus amistades perduran, porque ni sus amigos ni sus amigas, ni ella misma, suelen caer en la recriminación, en el “por qué no estuviste”, “por qué no llamaste”, “por qué no fuiste”, “por qué no escribiste”. Y aunque no sin cierta tristeza, siendo una enamorada de la amistad, vio partir con alivio aquellas que empezaban a inscribirse en esa escuela que más que hacer presencia amistosa llevaban un registro de faltas, una bitácora de las ocasiones en que por olvido o ensimismamiento, o por cualquier razón, la amistad, supuestamente, no estuvo a la altura de lo esperado. Una amistad de esta naturaleza es una piedra al cuello; cuando se torna pedigüeña y llevacuentas empieza a perder todas sus bondades y estas son sustituidas por una zozobra permanente de ser considerado un amigo incompleto.

  Por eso Maritornes agradece todos los días por sus amistades libres, que son, hasta donde puede darse cuenta, todas las que tiene. Sabe que para conservar esas amistades ha sido necesario que le perdonen impertinencias, mutismos, ausencias, presencias descolocadas, euforias mal concebidas, olvidos y tiempos taciturnos. Ha procurado, y seguirá en el mismo empeño, ser recíproca en ese profundo respeto por el momento del otro, disculpando de antemano y automáticamente, a sus amigos por aquellas ocasiones en que habría querido tenerlos más cerca, o sentirlos más solidarios, o percibir su afecto con mayor nitidez, lo que sea, porque aún no ha perdido la convicción de que la amistad así liberada de compromisitos, comparaciones y sistemas de medición, es uno de los más sublimes regalos de la vida.

M cede la palabra

Hoy Maritornes quiere cederle la palabra a la poeta uruguaya Ida Vitale (1923), quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2018,

Hojas naturales

… o el arraigo, escribir en un espacio idéntico
siempre, casa o desvío.
José M. Algaba

Arrastro por los cambios un lápiz,
una hoja, tan sólo de papel, que quisiera
como de árbol, vivaz y renaciente,
que destilase savia y no inútil tristeza
y no fragilidad, disoluciones;
una hoja que fuese alucinada, autónoma,
capaz de iluminarme, llevándome
al pasado por una ruta honesta: abiertas
las paredes cegadas y limpia
la historia verdadera de las pintarrajeadas
artimañas que triunfan.
Hoja y lápiz, para un oído limpio,
curioso y desconfiado.

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Y si a alguien se le despierta la curiosidad, a continuación el enlace a su discurso de aceptación, que El País de España (https://elpais.com/cultura/2019/04/23/actualidad/1556010411_023459.html) calificó como “lección de humildad y erudición”.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/premio-cervantes/24h_discurso_ida_vitale_230419/5161019/

Son días gloriosos aquellos en que alguien nos hace recordar que la poesía seguirá siendo mucho, si no todo.

Carta a un artista

Rebrujando papeles Maritornes se encontró con una carta abierta escrita hace muchos años por su amigo CA, quien se la entregó a Maritornes una tarde cualquiera en la que hablaban sobre el arte y sobre los artistas. Aunque CA la escribió pensando principalmente en su esposa, Maritornes considera hoy oportuno divulgarla entre sus lectores. Dice así:

A todos los artistas descorazonados.       

  Recuerdo con claridad la mañana de domingo en que S me contó esta historia de su infancia. Cursaba segundo o tercero de primaria en un colegio religioso de su ciudad. La profesora había puesto de tarea a las niñas escribir, para el día siguiente, un cuento. La niña, en esa etapa vivaz, entusiasta y transparente en que los niños aún no han aprendido a relacionarse con la vida tras la mampara del recelo, o del cálculo, se fue contenta a casa a escribir. Era algo que le encantaba hacer, contar cuentos. Al día siguiente, llena de orgullo, lo entregó a la profesora, quien se tomó los pocos minutos que tardaba leerlo. Levantó la mirada y la fijó unos instantes en la niña antes de pronunciar las siguientes palabras: “S, siéntese, y tiene cero por mentirosa, porque este cuento tan bien redactado no lo pudo haber escrito usted”.

  Traigo a colación esta historia porque viene muy a propósito de lo que es a menudo la vivencia de los artistas (aunque no exclusivamente la de ellos). Consideremos, para empezar, a los niños que sienten despertar en su interior —en ese lugar sagrado en que los niños todavía piensan solo en posibilidades y no en obstáculos— una vocación artística para la escritura, la danza, la pintura, la actuación, el canto, o un sinnúmero de otras expresiones artísticas. Aún plasman sus brochazos y cantan sus canciones con prístino entusiasmo. Lo más frecuente es que, si quisieran persistir en esa vocación, hacer de ella un modo de ganarse la vida, tendrán que golpear y golpearse contra muros y techos invisibles que les hacen casi imposible avanzar.

  Es la naturaleza de la vida, y no solo la de los artistas, buscar incesantemente el camino cuando uno parece haberse cerrado sin remedio. Sin embargo hoy quiero escribir esta carta de amor a los artistas, a aquél que, solitario, se pregunta después del rechazo número cien si su vocación es un sinsentido. Quiero decirles cuántas veces, sin que se los haya podido expresar, sus palabras, sus cuadros, su voz, sus manifestaciones artísticas me han cambiado la textura del corazón, cuántas veces el arte me ha posibilitado mirar un horizonte cuya existencia desconocía, me ha permitido entrever el cielo, o al menos la forma en que me estoy privando de él, o me ha sensibilizado a realidades que no me había detenido a mirar, cuántas veces me han puesto la piel de gallina porque su arte me ha hecho comprender algo que no es posible poner en palabras. Decenas de veces un poema, una canción, una coreografía, han descrito algo que apenas estaba tomando forma en mí, es decir, me han llevado sobre sus alas hasta la otra orilla de un pensamiento o un sentir inconcluso.

  Gracias, pues, por participar en algo tan noble como el perenne acto creativo del universo, y por hacerlo en la soledad de noches de incomprensión, en medio, a menudo de privaciones, a costa de apartar a dentelladas el tiempo para crear a la vez que estás obligado a ganarte la vida en otro oficio que no te llena el alma. Gracias por mostrarme cómo es posible que el alma se conmueva mientras que un acto artístico la sacude de sus cimientos y la deja, para bien, asomándose a la vida por una ventana antes oculta.

  La pequeña S creció y se convirtió en una mujer de una sensibilidad polifacética y refinada que, sin embargo, nunca ejerció en ningún arte. Y, desde luego, nunca volvió a escribir. Su inteligencia, su pasión y su talento se marchitaron frente al que para ella fue el infranqueable cristal de la incomprensión. Si esta carta sirve para animar aunque sea a un artista a punto de darse por vencido, en el sentido de considerar que su arte “no sirve”, habrá cumplido su propósito. Los artistas son al alma lo que la primavera a las estaciones (y no necesariamente porque siempre nos traigan un mensaje alegre), sino porque lo que brota de sus espíritus creativos le da sentido a todo lo demás.

  Una vez más, gracias.

 

 

Daño colateral

Los daños que causa la corrupción son obvios, lo mismo que los ocasionados por la criminalidad y la delincuencia en general. Ambos contribuyen a una sensación de zozobra, a la desconfianza en el Estado, y a la dificultad para disfrutar de los espacios donde se lleva a cabo la vida de trabajo y de recreación.

  Más allá de esas repercusiones obvias, intrínsecas a los dos fenómenos, ambos tienen un efecto pernicioso más hondo, e incluso más irreparable, sobre el tejido social, y sobre las perspectivas personales. Empieza a invadirnos una sensación de que la buena fe es una especie en vías de extinción. Empezamos a sospechar, por el contrario, que cunde la mala fe, y pronto nos estamos permitiendo generalizaciones desencantadas de toda la humanidad: “no hay político honesto”, “no se puede salir a la calle”, “todo hay que tenerlo firmado”, “de eso tan buen no dan tanto”, “quién sabe qué estará buscando”, etcétera.

  Cualquiera es vulnerable a esa percepción de que ya queda tan poca gente honesta que es necesario implementar un sistema de valores que parta de una distópica sospecha sobre todo. Evidentemente, la cautela es conveniente —y la excesiva ingenuidad tiene sus propios problemas— pero la cautela no tiene por qué impedir vivir con la convicción de que, en general, hay mucha gente en quien se puede confiar.

  Existen muchas formas de resistencia, y una —necesaria y provechosa en lo personal y en lo social— es negarnos a suponer que todo el mundo opera por motivos ulteriores, interesados o francamente espurios. Es un equivalente a extender filosóficamente la sana presunción de inocencia que debería por cierto respetarse mucho más en nuestro sistema judicial y en el periodismo que a menudo se regodean en presentar “culpables” que no han sido aún enjuiciados.

  Sucumbir en el lodo en el que quieren sumergirnos ladronzuelos, avivatos, malaleches y criminales de todo cuño es, sin darnos cuenta, hacerles el juego. Más bien, Maritornes quiere proponerse abrir bien los ojos para grabar en su retina los rostros y las acciones de un círculo, relativamente amplio, de personas de buena fue que la rodean, ampliar ese círculo, fortalecerlo, apreciarlo, agradecerlo, y por ese camino, quizás, parecerse un poco más a la proverbial vela que disipa la oscuridad.

  Gentes que actúan de buena fe pero que extienden la noción de que no vale la pena serlo, de que los malhechores están ganando la partida, son gentes que sin quererlo atizan el efecto Pigmalión en virtud del cual, por así creerlo, seremos cada día menos confiables. Por el contrario, a Maritornes se le ocurre que es necesario insistir tercamente en no dejarse arrastrar, por los pies, hacia el fondo del pozo que constituye malpensar de todo y de todos. Quizás, quizás, muchas golondrinas sí hacen un verano.

 

Thank you, Mary

Gracias. Pocas veces, piensa Maritornes, se siente la necesidad de pronunciar esa palabra desde el fondo del corazón, auténticamente sentida y, sobre todo, dirigida a un artista. En este caso se trata de una poeta estadounidense que falleció a los 83 años el 17 de enero.

  Mary Oliver cantó, como han hecho muchos poetas y ensayistas norteamericanos —Walt Whitman, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, por mencionar solo algunos—, a la naturaleza. A pesar de los cuestionamientos de algunos críticos, persistió en la simplicidad de su lenguaje, y en la búsqueda de un discurrir esperanzador para sus versos y un final luminoso, todo alrededor de una observación minuciosa y adoradora de la naturaleza que la rodeaba.

  En 1984 le fue concedido el Premio Pulitzer por American Primitive, “una distinguida colección de versos originales escritos por una autora estadounidense”. En 1992 ganó el National Book Award por el libro New and Selected Poems. Fue una poeta de sus lectores, más que de los críticos. Tenía una convicción arraigada en que la poesía no tenía que ser compleja, o hermética o vanguardista para expresar algo que valiera la pena. Y eso bastó para que los críticos subieran una ceja y debieran explicarse a sí mismos cuando declaraban el gusto por su poesía. Un artículo de la revista The New Yorker (Ruth Franklin, 20 de noviembre 2017) tenía un título muy diciente: “What Mary Oliver’s Critics Don’t Understand”, o “Lo que no entienden los críticos de Mary Oliver”). En el artículo ella recorre primero, someramente, las palabras de los detractores de Oliver, de quienes volcaron en ella la ironía demoledora con la que muchos críticos echan de un bramido a los artistas al desván de los cursis, un desván del que difícilmente lograrán salir.

  Sin embargo, los versos de Oliver soplaron con suavidad pero con persistencia contra la cortina invisible que separa en arte lo que se vale y lo que no. Del otro lado de esa cortina invisible la esperaban con los brazos abiertos y el corazón sintonizado miles de lectores en busca de una poesía que se dejara leer.

  Maritornes hoy le dice gracias a Oliver por entregar una poesía que estaba con sus lectores, y no en contra de ellos. También hay poesía que no está ni en contra ni a favor de nadie. Y desde luego hay artistas que solo están a favor de sí mismos y otros, que como Mary, se empequeñecen, se diluyen como el atardecer, para dejar que brille ese intangible que persigue el arte y que, como la luna llena, nos dice algo que no sabemos poner en palabras.

  A pesar de sus dolores, de su infancia llena de traumas, maltratos y soledad, ella supo poner todo en palabras a las cuáles es posible regresar una y otra vez con la certeza de que, aunque exploren el lado oscuro de la vida, nunca blandirán un cuchillo. Por el contrario, siempre serán una ventana por dónde asomarse hacia arriba.

  Thank you, Mary!

Microantología de los poemas de Mary Oliver

Breakage

I go down to the edge of the sea.

How everything shines in the morning light!

The cusp of the whelk,

the broken cupboard of the clam,

the opened, blue mussels,

moon snails, pale pink and barnacle scarred —

and nothing at all whole or shut, but tattered, split,

dropped by the gulls onto the gray rocks and all the moisture gone.

It’s like a schoolhouse

of little words,

thousands of words.

First you figure out what each one means by itself,

the jingle, the periwinkle, the scallop

       full of moonlight.

Then you begin, slowly, to read the whole story.

 

Wild Geese

You do not have to be good.
You do not have to walk on your knees
for a hundred miles through the desert, repenting.
You only have to let the soft animal of your body
love what it loves.
Tell me about despair, yours, and I will tell you mine.
Meanwhile the world goes on.
Meanwhile the sun and the clear pebbles of the rain
are moving across the landscapes,
over the prairies and the deep trees,
the mountains and the rivers.
Meanwhile the wild geese, high in the clean blue air,
are heading home again.
Whoever you are, no matter how lonely,
the world offers itself to your imagination,
calls to you like the wild geese, harsh and exciting —
over and over announcing your place
in the family of things.
 

The Journey
One day you finally knew
what you had to do, and began,
though the voices around you
kept shouting
their bad advice —
though the whole house
began to tremble
and you felt the old tug
at your ankles.
«Mend my life!»
each voice cried.
But you didn’t stop.
You knew what you had to do,
though the wind pried
with its stiff fingers
at the very foundations,
though their melancholy
was terrible.
It was already late
enough, and a wild night,
and the road full of fallen
branches and stones.
But little by little,
as you left their voices behind,
the stars began to burn
through the sheets of clouds,
and there was a new voice
which you slowly
recognized as your own,
that kept you company
as you strode deeper and deeper
into the world,
determined to do
the only thing you could do —
determined to save
the only life you could save.