Silencio, por fin

Se tapó las orejas con las palmas de sus grandes manos. El rictus de malestar era inocultable. A sus 85 años Alberto ya no estaba para cacofonías: por un lado el televisor de la sala de embarque, por otro el sonido que alcanzaba a escapar de los audífonos de su vecino, por otro los anuncios de los altoparlantes, ¡y ahora esta mujer que cuadraba asuntos de negocios a su lado con el teléfono en altavoz!

  Empezó a sentir que un sudor frío le corría desde las axilas hasta la cintura. Trató de tomar su maleta para buscar un lugar más apartado dentro de la atiborrada sala.

  Los paramédicos dijeron que el infarto había sido fulminante.

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