Felicidades tenues

“Todo lo que vale la pena nace en la capilla del silencio y echa raíces en la soledad”. Su madre entrañable pronunciaba frases así. ¡Cuánto la extrañaba!

  Entró a la recóndita capilla enclavada en el bosque. Las piedras rezumaban humedad. Un solo vitral adornaba el recinto rústico y diminuto y por entre sus vidrios el sol vertía una luz tenue y multicolor. Como único símbolo religioso, un burdo crucifijo de madera colgaba detrás del altar de piedra, desprovisto de ornamentos.

  Yolanda se persignó y se arrodilló. Un manantial de música empezó a brotar desde su interior, ensanchándole el corazón.

  —Fiat, Señor, —dijo, como hablándole a su soledad en la penumbra, y se sintió más feliz que nunca

Aliteraciones

La pizzería era acogedora y el momento perfecto. Desprevenido y alegre, Javier conversaba con la mujer de sus sueños.

  —A C la dejé porque se ponía tanga seda dental. Me aburrí de M porque me esperaba en el aeropuerto con botas de tacones y el pelo lacado. De E me decepcioné porque tenía un tatuaje. A H la dejé cuando me di cuenta de que se había hecho cirugía plástica en la nariz y en el mentón.

  Carolina, cuyo rostro se había ido transformando imperceptiblemente, se levantó con suavidad y le clavó la mirada en los ojos.

  —Y a ti te dejo por pendejo. Y tras pronunciar esa aliteración accidental pero contundente, abandonó el restaurante.

Diversos motivos

Sentada en el balcón, Tata fumaba su cigarrillo sin filtro y observaba, a veces, la actividad de la calle, y otras veces hacia el infinito sobre las copas de los árboles.

  Berenice llegó de trabajar y, como siempre, se quitó los zapatos para sentir en los pies el frío de la baldosa. Se sirvió un vaso de agua y fue a sentarse en el balcón al lado de su abuela.

— ¿En qué andas pensando tanto, Tata? — le preguntó Berenice.

  La abuela suspiró y respondió:

Pensaba, mijita, que estamos listos para morirnos cuando son demasiadas las cosas que no entendemos, o demasiadas las que no podemos aceptar.

Las despedidas

Todos mis pasados truncos y mal acabados, pensó.

  Había pasado por los cambios sin antes mirar bien a la cara la vida que dejaba. Su falta de conciencia ahora le quitaba el sueño.

  En parte —pensó—, lo que más me pesa es no haber sabido que era feliz, cuando fui felizy no haberle concedido a mi pasado el honor de una despedida.

  No se despidió, de hecho, ni siquiera de su felicidad. No miró a Silvia hasta el fondo de sus ojos sin fondo para decirle, “Gracias. A tu lado me sentí más vivo que nunca”, antes de embarcarse para siempre en el infinito y cotidiano suplicio de extrañarla.

La luz de mis ojos

Siempre sus ojos dicen más que sus palabras. Sobre el verdor transparente que adora, sus emociones se proyectan en una inquieta coreografía de luces.

  Hoy no logra leer su mirada. Él la mira, pero sus ojos son un espejo de agua gris, como el mar oscurecido por las nubes antes de que se desate la tormenta.

  Un velo opaco se extiende sobre la superficie antes centelleante de su forma amorosa de mirarla. El tiempo se prolonga, y el alma que aflora siempre en la superficie de sus ojos continúa oculta.

  Intenta hablar, pero él no la anima, no le pregunta. Su mirada permanece inmutable. Ella comprende que la mira con indiferencia, casi con hastío.

Sabe, sin lugar a dudas, que lo ha perdido.

Sus ojos se desvían por encima de su hombro hacia el fondo del corredor. Dos maletas y un pequeño maletín sostienen la puerta entreabierta. En ese momento es su mirada la que se oscurece.

Viéndolo bien

Su romance con los aeropuertos estaba acabado. Ya no eran para ella ni el fascinante bazar exótico, ni las puertas hacia la aventura.

  En esta ocasión pasó los controles de seguridad y en lugar de anticipar con emoción el vuelo y la posterior llegada a un país nuevo, se sintió gris y miedosa —¿vieja tal vez?—.

  Detrás de ella dos ancianas charlaban y se reían mientras se quitaban los zapatos.

   —¿Y qué tal que nos perdamos en la India? —preguntó una de ellas.

  —Lo bueno es que no importa porque nadie se va a dar cuenta —respondió la otra, y rompieron en una sonora carcajada.

La vacuna

Los perros ladraban, gruñían o ululaban en un continuo. La luna llena inundaba la hojarasca.  Pedro buscaba el zapato que había perdido en el jardín cuando se deslizaba apresurado y a rastras por debajo del seto, con el corazón galopante de pavor.  Sabía que un día lamentaría haberse resistido a pagarle la vacuna a la guerrilla. Sus vecinos pagaban desde hacía siete años.  Encontró el zapato cuñado entre las dos materas contiguas a la puerta principal. La nota, que sobresalía del zapato y que estaba escrita con lápiz de punta roma y en líneas torcidas, decía: “Nos volveremos a ver, marica”.  En uno de esos gestos irracionales que tenemos a veces cuando la vida toca sus extremos, dio vuelta a la hoja. En el centro y de forma oblicua iba estampado un beso en pintalabios rosa.

 

Aprendizajes inútiles

A punta de observar, por fin había aprendido que la sencillez era un camino mucho más directo a la elegancia que el artificio. Con la sencillez, había concluido, era casi imposible equivocarse, mientras que el artificio era un campo minado de posibles errores de criterio, como el exceso, o la falta de concordancia.

  Respaldada, pues, por la seguridad que le daba ese conocimiento se presentó a la entrevista para el trabajo que tanto anhelaba vestida con un pantalón negro de raso, una camisa blanca de diseño minimalista, mocasines negros planos y su única cartera, un gran bolso negro de cuero fino que le había costado el salario de un mes.

  —¿Qué creíste, que esto era un bufete de abogados? —le dijo el jefe de meseros, mientras la acompañaba hasta la puerta de salida.

Lo que no sabe el tiempo

Esteban dormía a su lado. Ella no podía dormir. Imágenes del pasado invadían su mente en tropel. Las creía bien enterradas, pero ahora hacían desbocar su corazón. Que se hubiera inventado otra vida en una bella ciudad europea no evitaba que a veces la dolorosa incertidumbre del pasado la tomara por asalto. Miró su celular y vio que había un nuevo mensaje. Contenía un enlace al principal diario de su país. En un rincón de la página principal decía: “C. M., secuestrado y dado por muerto hace 15 años, fue liberado y apareció en la carretera que conduce a la cabecera municipal”.

Otra versión de la espera

Por una ranura observó cómo el comandante, aburrido, pateaba con la bota de caucho el poste que sostenía, en medio del lodazal, la alambrada. Sacó el rudimentario radio que ocultaba bajo el colchón y lo tapó con la cobija mugrienta. Se cubrió la cabeza con la cobija y trató de escuchar.

   “…llegar a un acuerdo…”.

Después, sonido de estática. Su compañero de encierro roncaba el cansancio de las últimas travesías por la selva.

  Iba a apagar el radio, pero algo lo detuvo. Dos lágrimas silenciosas rodaron por su rostro macilento cuando escuchó la voz temblorosa que hacía esfuerzos por sonar firme: “Papá no pudo esperarte”.