Una buena noticia

Hay caminos por recorrer,

¡esa es la buena noticia!,

lugares donde aún

no se ha erigido un burdel

ni se ha aplastado la vida

debajo de una autopista.

Hay muchos caminos de grava,

de risco y hojarasca,

o inmensas montañas arrodilladas,

bajo el umbroso silencio de Dios.

Hay una piedra

que, mirándolo de reojo,

ríe del río,

y unos árboles vírgenes

que han aprendido a bailar.

Hay muchos vientos

trotamundos

que nos quieren abrazar

y unos cielos, remotos y limpios,

que esperan el canto de tu voz.

Allá iremos.

¡Esa es la buena noticia!

Iremos al acantilado

y hasta la hierba

y allí, diminutos en importancia y estatura

al lado de la inmensidad,

allí, crecidos de amor y de silencio,

caeremos de rodillas para besar

lentamente la tierra.

(Es una de las pocas formas,

todos sabemos,

en que Dios se deja besar).

Ponte en marcha conmigo,

hacia todos los atardeceres

que aún no han sucedido

y nos esperan pacientes

a la orilla del mundo.

La tierra todavía palpita,

¡esa es la buena noticia!

Hay caminos sin humo

y tierra sin pavimentar

y cosechas honestas

aún por recoger.

Ponte en marcha conmigo,

¡vamos a cubrir los dos

esa buena noticia!

Felicidades tenues

“Todo lo que vale la pena nace en la capilla del silencio y echa raíces en la soledad”. Su madre entrañable pronunciaba frases así. ¡Cuánto la extrañaba!

  Entró a la recóndita capilla enclavada en el bosque. Las piedras rezumaban humedad. Un solo vitral adornaba el recinto rústico y diminuto y por entre sus vidrios el sol vertía una luz tenue y multicolor. Como único símbolo religioso, un burdo crucifijo de madera colgaba detrás del altar de piedra, desprovisto de ornamentos.

  Yolanda se persignó y se arrodilló. Un manantial de música empezó a brotar desde su interior, ensanchándole el corazón.

  —Fiat, Señor, —dijo, como hablándole a su soledad en la penumbra, y se sintió más feliz que nunca

La gruta

Cruje el celofán, se apresuran los compradores, se planean los menús y las dinámicas de los regalos. Los sistemas de amplificación reproducen, ubicua, la voz infantil que año tras año y con su timbre habitual interpreta las melodías conocidas (¿en su país no se produce música de Navidad nueva de vez en cuando?). Los ángeles regordetes, los moños y los papeles de seda rojos y verdes son omnipresentes, y ya la escarcha sintética se adhiere sin remedio a la ropa y al espíritu.

  Listas de regalos, cuántos, de qué presupuesto, anchetas, a quién se nos está olvidando hacerle una atención en esta época marcada por el deseo de elevarnos un poco por encima de nuestros posibles egoísmos para compartir lo que tenemos; pavos, mermeladas y perniles; galletitas, pasteles y dulces; todo va contribuyendo —sin que tenga en sí mismo nada de malo—, a un hostigamiento, a un empacho de luces y sonidos, y todo suma a la contrarreloj para lograr cumplir con los festejos navideños.

  Muy lejos del espíritu y de la geografía, bajo un cielo de estrellas, una gruta guarda el silencio que añoramos sin poder recuperarlo porque una dinámica nos ha tomado la delantera y no sabemos cómo desviarla, atenuarla o detenerla. Aun así, en un paraje rural, en una cueva sin adornos, una pareja primeriza espera, en la quietud de un mundo suspendido, el momento de ese acontecimiento cotidiano, humano, común si se quiere, y a la vez sublime, siempre nuevo, eterno, y en este caso precedido por siglos de expectativa de unos corazones que aguardan la llegada de aquél que por fin le señale a la raza humana un camino hacia el amor y la sensatez.

  Ocurrirá —ocurrió—, en una gruta intemporal, en una gruta real y metafórica, en una noche de silencio de esas que hoy resultan tan escasas. O quizás es Maritornes quien ha olvidado cómo fabricar el silencio. Mientras tanto, sigue buscando la gruta y para eso se ayuda del Weihnachtsoratorium de Bach o, claro está, del Mesías de Handel, porque el silencio no siempre es algo literal. Cuando se trata de la Navidad el silencio es todo aquello que se contrapone al cascarón de los gestos vacíos, al cumplimiento de rituales contemporáneos potenciados por la compraventa y que navegan en aguas turbulentas lejanas por completo de la apacible y encumbrada intención inicial.

  “For unto us a child is born…” La imagen de la gruta viene al rescate y es como un mantra visual que le ayuda a habitar en el aspecto menos frívolo de la temporada. Visualizar ese lugar físico, imaginar qué se siente en su interior, y la contribución de dos grandes compositores tal vez empiece a acercarla a una Navidad sosegada, aunque todavía no sepa cómo bajarse del carrusel imparable que entre todos hemos inventado. Es posible que para un sinnúmero de personas ese carrusel sea el principio y el fin de la Navidad, su alegría y su gozo, la sensación que esperan todo el año. Empero, por doquier se escucha a la gente suspirar con nostalgia por unas navidades más tranquilas, que ya ni siquiera recuerdan. A veces olvidamos que es a la silenciosa gruta —donde en medio de un reverente silencio despunta la posibilidad del amor—, a donde podemos acudir en busca de lo que se nos ha perdido.

Sin nombre

Vive de guiño en guiño

como la estrella

y como el arcoíris

nunca se anuncia.

 

Nadie la dijo.

O acaso fue un susurro,

un vuelo de ave escrito

entre las hojas.

 

Pudo ser un pensamiento

que cabalgó sobre la espuma

y reventó en burbujas

sobre playas sin descubrir.

 

O acaso tuvo forma de mariposa

y no fue mirada por nadie

salvo por el umbroso jardín

o por el día, aún sin abrir.

 

Es una alabanza breve y honda

que aún revolotea en el tumulto del día

en busca de la ventana,

abierta, del corazón.

 

Diálogo de sordos

 

La psicóloga escuchaba con atención mientras su paciente describía a sus hermanas.

  —Patricia siempre ha sido así, se da ínfulas de superioridad —dijo Esperanza—. Y Ester es demasiado diplomática. Se queda analizando las cosas y nunca interviene.

  —¿Y Cristina? De ella no me has hablado mucho —anotó la psicóloga.

  —¡Ah, esa es caso aparte! Por todo se pone furiosa.

  —¿Y tú piensas que para poder entenderse tienen que ser perfectas? ¿O cómo se logra la concordia por encima de las diferencias?

  —No sé. Las extraño, pero como no podíamos comunicarnos, hace nueve años que no cruzamos palabra.

El idioma de los tres valles

Las nubes están empezando a capturar y a reflejar el rosa con el que se despide una luna menguante. La grava cruje a sus pies. Los robles esperan. Los toches, los colibríes, los carpinteros y todos sus hermanos van acompañando el camino que asciende hacia el silencio.

  La cuesta de diez kilómetros es empinada, pero ella ya conoce el premio que la espera en la cima. Sudorosa y con las piernas temblorosas llega por fin al plano —demarcado por los dos árboles que ella ha visto en la distancia, como pintados sobre el borde de una meseta— y que es a la vez premio y anticipo de los paisajes que vendrán. Vira a la izquierda y encuentra el sendero que se adentra en un bosque nativo. Tan pronto empieza a descender por ese sendero hacia los valles se ve envuelta en el silencio que busca, en un susurro libre de las discordancias que creamos los seres humanos. Las hojas se mecen, el canto de los pájaros se multiplica, y empieza a hacerse audible el correr del agua del riachuelo.

  ¿Quién podría pensar que a solo doce kilómetros de las cuatrimotos, las cabalgatas de borrachos y las gentes que de diversas y bulliciosas maneras buscan entretenerse está ese paraíso? Continúa descendiendo por el sendero, y el sonido del agua que ahora forma pequeñas cascadas se escucha cada vez más cercano. Se arrastra por debajo de una cerca de alambre y vislumbra el anhelado valle, de tres que conforman ese escondite bajo las nubes. De pronto cae en la cuenta de que hace unas dos horas y cinco kilómetros no ha visto un solo plástico, ni un palito de bombón, ni una tapa de botella, ni un paquete vacío. Y en medio de la dicha recuerda las noticias de la mañana: otra ballena encallada que muere entre estertores, tratando de regurgitar de su buche siete kilos de plástico; el suburbio de una ciudad de la India cuyo apocalíptico paisaje es una interminable sucesión de accidentes geográficos hechos de basura.

  Maritornes contempla el valle de un prístino verde esmeralda, y las montañas entre azul y púrpura que lo flanquean. Piensa que el amor por la naturaleza, el afán por limpiarla, por amarla y por respetarla —la incontrolable inquietud por disfrutarla— no pueden ser ni el canto incomprendido de una minoría esclarecida, ni el privilegio de unos pocos, ni la excentricidad de unos cuantos. Tiene que ser, como el fin de la esclavitud, algo que genere un consenso universal, un lugar ético a donde nos arrastre sin ambages la fuerza de una nueva conciencia.

  Se sienta a la sombra de unos sietecueros, al pie de la montaña, a tomar un café que ha llevado en su termo y a tomar el desayuno. Los colibríes están interpretando alguna sinfonía de muchos músicos. El arroyo continúa con su hipnótico ronroneo. Maritornes respira a fondo esa soledad que la llena de alegría. Renuente, emprende el camino de regreso, anhelando poder retener en sus pupilas todos los tonos de verde que le ofrece el paisaje, y en sus oídos aquel murmullo de las hojas. Esta es aun otra de las muchas causas urgentes, la de comunicarnos con esa naturaleza pródiga, diversa, poderosa y misteriosa  en un idioma diferente al de la explotación.

La noche no basta

Unos corremos, o caminamos, o nadamos, o nos vamos de vacaciones —o vemos televisión—, o tratamos de meditar por las mañanas, o simplemente dormimos y confiamos en que la noche nos renueve y nos conecte lo necesario con todos esos movimientos telúricos soterrados en nuestro inconsciente que requerirían ajustes y pausas conscientes para entenderlos. Hace unos decenios existía la costumbre de irse de retiro, por estos lares generalmente retiros católicos, unos más silenciosos y más meditativos que otros, unos más programados y con agenda más definida y otros destinados sencillamente al encuentro de una persona consigo misma.

  Hoy quizás son más frecuentes los retiros de origen oriental, el de yoga, el que se hace en un áshram en la India, el de vocación budista y un largo etcétera. Sea como sea, la evidencia apunta a que los seres humanos tenemos de tanto en tanto una gran necesidad de reconocernos en medio de algún silencio o de algún cambio radical en el entorno. Y Maritornes no se refiere a las vacaciones en una concurrida playa donde se toma ron y cerveza desde el mediodía. Se refiere a esa pausa de verdad propicia para la introspección, a una higiene del corazón.

  Daría la impresión de que de vez en cuando los seres humanos necesitamos hibernar, silenciar todos los ruidos y apartarnos de todo y de todos para poder escuchar la voz interior que pugna por darnos a conocer algo urgente sobre nosotros mismos pero que logramos silenciar a base de trajines y deberes, y a base de dejarnos ensordecer por ruidos externos y exigencias de todo tipo. No a todos nos resulta fácil entrar en esas pausas cargadas con el potencial del autoconocimiento, pero no hacerlo nos pasa muchas veces la factura en forma de enfermedades y agotamientos que nos piden a gritos detenernos y que terminan obligándonos a hacer el alto en el camino al que por largo tiempo le hicimos el quite.

  Se le ocurre a Maritornes que estos períodos destinados a la contemplación y a tratar de conocernos mejor deberían ser un ritual periódico de nuestras vidas. A lo mejor comprenderíamos con mayor prontitud las cosas que terminamos comprendiendo a la brava, forzados por las circunstancias; a lo mejor esos recesos crearían en nuestros cerebros nuevos circuitos por donde puedan correr corrientes más serenas. Es posible que en épocas de menos interconexión, de menos ubicuidad de la información, esos momentos apartados del tiempo ocurrieran más fácilmente dentro de la rutina. Hoy quizás es necesario buscarlos, ir a ellos. Requieren un decidido esfuerzo de la voluntad por mirarnos de frente y a fondo en un contexto en donde todo no nos invite a “hacernos los locos”. La noche cumple en parte esa función restauradora, pero en tiempos en los que somos literalmente bombardeados a diario por información que nos sacude —o nos fragmenta la atención—, sin misericordia, y donde un día debe rendir para lo que antes se hacía en una semana, nos toca buscar la forma de hibernar. Hoy, pareciera, la noche no basta.

Silencio, por fin

Se tapó las orejas con las palmas de sus grandes manos. El rictus de malestar era inocultable. A sus 85 años Alberto ya no estaba para cacofonías: por un lado el televisor de la sala de embarque, por otro el sonido que alcanzaba a escapar de los audífonos de su vecino, por otro los anuncios de los altoparlantes, ¡y ahora esta mujer que cuadraba asuntos de negocios a su lado con el teléfono en altavoz!

  Empezó a sentir que un sudor frío le corría desde las axilas hasta la cintura. Trató de tomar su maleta para buscar un lugar más apartado dentro de la atiborrada sala.

  Los paramédicos dijeron que el infarto había sido fulminante.

Un espacio para el espacio

El espacio es tanto, o más importante, que lo que ocupa el espacio. Si no hay espacio nada podría ocupar el espacio, y menos aquello que, ocupándolo, lo ensancha, como hacen con el alma el atardecer y el amanecer. Si no hay oscuridad no puede entrar la luz. La luz se debe a la oscuridad, como tantas cosas de verdadero valor se deben al vacío que las alberga para que puedan vivir.

El espíritu tiene sus pulsaciones semejantes y nos pide a veces con gran urgencia ser ensanchado porque no quiere ser el espacio para un alma que se parece al desván de un acumulador compulsivo, oscurecidas sus ventanas por los bártulos que las obstaculizan, atiborrada su poca luz, estrechadas sus posibilidades.

No es fácil preservar el zen de nuestra alma —ni el de nada—, la blancura luminosa de nuestros espacios vitales; no es fácil trabajar no para llenar sino para vaciar, de modo que se pueda recibir algo significativo, y contener la avalancha de nimiedades que pugnan por vivir allí donde quisiéramos que solo hubiera una ancha franja de paz entre la tierra y el firmamento. La vida, a veces la vida con su información intrascendente y omnipresente, con su chachareo habitual, nos suplica el acto misericordioso de parar de recibir el estímulo caótico del creciente arrume de palabras e imágenes.

El silencio, una especie de hibernación periódica de impulsos y el ayuno de todo lo que entra por nuestros oídos y nuestros ojos —no para ensancharnos el corazón sino para confundir y desordenar la preciada extensión de luz—, contribuyen a volver a su dimensión de amplitud los espacios perdidos. En ausencia del silencio, lo que se produce cuando entran otros sonidos es una cacofonía, una estresante sumatoria de ruidos en conflicto.

Por eso ahora surge toda una modalidad de lugares donde nos ofrecen no más, sino menos. Nos ayudan a despojarnos del celular, a entrar en comunión con la naturaleza, a mirar hacia los árboles, y hacia el cielo, y no a una pantalla digital. Qué fácil se nos olvida cómo es de grato ese espacio interior renovado y sereno gracias a la vastedad de los minutos de un día sin interrupción.

Sin esta higiene del alma no hay espacio para el espacio, y mucho menos para lo que perfuma ese espacio. Nos vamos llenando de ego, de ruido, de angustias y de opinión. Cuando el desván está lleno, los oídos cansados y el corazón ávido de las praderas abiertas por donde campea a su antojo el viento, no hay más remedio, ni mayor felicidad, que acatar amorosamente el llamado de las horas largas, del murmullo verde y de la canción silenciosa.

Homenaje a los silenciosos

A menos que deliberadamente elijamos el silencio, nos apartemos, apaguemos los dispositivos, los noticieros y los chismes, somos arrastrados hora tras hora por el bullicio de un mundo en general estruendoso y cacofónico. Es un ruido visual, auditivo y mental, un incesante parloteo adictivo sin el cual podemos sentirnos por fuera de acontecimientos que creemos indispensable conocer y de relaciones que consideramos de vida o muerte conservar; pero por fortuna también existe la necesaria especie de los silenciosos.
Es probable que la mayoría conozcamos a una de esas personas que parece flotar por encima de la espuma contaminada de los acontecimientos. Silenciosas en medio del tropel, opinan poco y lo hacen con ponderación y en resumen. Son aquellas cuyas palabras, por lo escasas, encuentran casi siempre oídos atentos. Igual, si nadie las escuchó, no se sienten demasiado afectadas. Solo hablan para el que de verdad quiere oír.
Los silenciosos de la vida parecen sentirse más a gusto escuchando. A diferencia de nosotros los vocingleros, no tienen siempre lista la salva de respuestas para dispararla en la primera oportunidad; observan tranquilos desde la tribuna y no necesitan saltar a la refriega.

Maritornes piensa en cuánto bien nos hacen los silenciosos. Es como si tuvieran el poder subliminal de comunicarnos algo que ellos ya saben, y saben que no sabemos, pero que algún día tendremos que descubrir para escalar el siguiente peldaño de la vida. Su presencia misma nos recuerda que no todo hay que decirlo, que no es necesario gritar y que ni el mundo se acabará ni nosotros nos marchitaremos si no decimos lo que pensamos. Su silencio nos invita a poner a funcionar un órgano interno que se nos está atrofiando por falta de uso —y aun no descrito en los atlas de anatomía—, en donde se gesta lo mejor que tenemos para ofrecer, un órgano que produce nobleza, que se conecta con otras almas por allá en lo alto en donde la vida vuela por encima de la babel emocional para encontrarse en el silencioso pero elocuente lugar de la concordia.