Daño colateral

Los daños que causa la corrupción son obvios, lo mismo que los ocasionados por la criminalidad y la delincuencia en general. Ambos contribuyen a una sensación de zozobra, a la desconfianza en el Estado, y a la dificultad para disfrutar de los espacios donde se lleva a cabo la vida de trabajo y de recreación.

  Más allá de esas repercusiones obvias, intrínsecas a los dos fenómenos, ambos tienen un efecto pernicioso más hondo, e incluso más irreparable, sobre el tejido social, y sobre las perspectivas personales. Empieza a invadirnos una sensación de que la buena fe es una especie en vías de extinción. Empezamos a sospechar, por el contrario, que cunde la mala fe, y pronto nos estamos permitiendo generalizaciones desencantadas de toda la humanidad: “no hay político honesto”, “no se puede salir a la calle”, “todo hay que tenerlo firmado”, “de eso tan buen no dan tanto”, “quién sabe qué estará buscando”, etcétera.

  Cualquiera es vulnerable a esa percepción de que ya queda tan poca gente honesta que es necesario implementar un sistema de valores que parta de una distópica sospecha sobre todo. Evidentemente, la cautela es conveniente —y la excesiva ingenuidad tiene sus propios problemas— pero la cautela no tiene por qué impedir vivir con la convicción de que, en general, hay mucha gente en quien se puede confiar.

  Existen muchas formas de resistencia, y una —necesaria y provechosa en lo personal y en lo social— es negarnos a suponer que todo el mundo opera por motivos ulteriores, interesados o francamente espurios. Es un equivalente a extender filosóficamente la sana presunción de inocencia que debería por cierto respetarse mucho más en nuestro sistema judicial y en el periodismo que a menudo se regodean en presentar “culpables” que no han sido aún enjuiciados.

  Sucumbir en el lodo en el que quieren sumergirnos ladronzuelos, avivatos, malaleches y criminales de todo cuño es, sin darnos cuenta, hacerles el juego. Más bien, Maritornes quiere proponerse abrir bien los ojos para grabar en su retina los rostros y las acciones de un círculo, relativamente amplio, de personas de buena fue que la rodean, ampliar ese círculo, fortalecerlo, apreciarlo, agradecerlo, y por ese camino, quizás, parecerse un poco más a la proverbial vela que disipa la oscuridad.

  Gentes que actúan de buena fe pero que extienden la noción de que no vale la pena serlo, de que los malhechores están ganando la partida, son gentes que sin quererlo atizan el efecto Pigmalión en virtud del cual, por así creerlo, seremos cada día menos confiables. Por el contrario, a Maritornes se le ocurre que es necesario insistir tercamente en no dejarse arrastrar, por los pies, hacia el fondo del pozo que constituye malpensar de todo y de todos. Quizás, quizás, muchas golondrinas sí hacen un verano.