El sobrevalorado empeño por ser uno mismo

En estos tiempos autorreferenciales en que ser un mismo parece ser el valor supremo, es decir cuando podernos expresar con autenticidad es la máxima conquista, Maritornes, a quien le gusta mirar un poco el revés de las cosas, ha descubierto el asombro maravilloso de no ser ella misma.  Es necesario hacer, antes de tratar de explicar, eso que los norteamericanos llaman un “disclaimer” para no incurrir en la molestia de quienes no entendieron la primera entrada de este blog en la que Maritornes hablaba de los sueños (https://blogs.elespectador.com/actualidad/desde-el-fogon/la-obligacion-sonar) (pero esa es otra historia). El “disclaimer” aclara que Maritornes no está en contra de que las personas traten de ponerse en contacto consigo mismas, con lo que les resulta verdaderamente importante.

Sin embargo, uno mismo se agota pronto si no se alimenta de los demás, de una referencia externa. ¿Qué se gana uno con mirarse al espejo y por toda conversación recibir un eco que le reafirma que su forma de hacer las cosas es la única posible? Para crecer es necesario dejar de mirarse el ombligo y considerar otras formas, incluso ensayarlas. En estos últimos días Maritornes ha sido feliz de madrugar a caminar, a buscar el amanecer, no según su propia costumbre sino la de otra persona. ¿Y por qué no imitar al amigo abstemio, o probar el ayuno, o el baile si no es la propia costumbre, o cualquier cosa, las hormigas santandereanas, el yoga? Habitar de vez en cuando en el mundo de otros nos abre los ojos y nos mantiene vivos. Si solemos dormir en cama blanda, pues qué bueno es acoger la experiencia cuando dormimos en casa de los amigos que prefieren una cama dura.

            Es posible que al final la conclusión consciente sea que hay más valor, según cualquier parámetro, en la costumbre propia, pero también es cierto que hay una enorme libertad en soltar todas esas cosas con las que cargamos como banderas imprescindibles, el jugo que me tomo a tal hora, la comida que tiene que ser así o asá, lo que ni de riesgos pruebo, la lectura que ni de fundas, la opinión que no reconsidero por nada del mundo. No se trata de ponerse en peligro para andar probando cosas absurdas ni corriendo riesgos insensatos, ni tampoco de perder identidad y convertirse en una veleta, sino de hacer uso de la posibilidad de acercarnos a otras formas de hacer las cosas con el fin de darles dinamismo a nuestras estáticas conclusiones, que a veces nos anclan a una sola perspectiva. Se trata de abrir los ojos, de bajarles los decibeles a nuestras reiteradas autoproclamas de lo que es así en nuestra vida o no es así en nuestra vida, prescindir de esos jamases que no nos dejan expandir el horizonte.

            Finalmente, probar ese ejercicio que nunca he hecho pero que a otro le fascina, el alimento que a otro le encanta, la rutina que le funciona a mi vecino, la oración que hace mi amiga, abrir los ojos al asombro de los descubrimientos ajenos es parte fascinante de la aventura de la vida, es la dicha de escudriñar la existencia desde el puente que nos une y no desde el abismo que nos separa, es descubrir la deliciosa libertad del “tal vez”, es abrir la encantadora puerta del descubrimiento… y es un acto de rebeldía contra la ególatra idolatría de la sobrevalorada perspectiva personal.

Las otras pandemias

Ha sido un largo silencio. Llevamos buen tiempo bajo un cielo ominoso, cobijados por un sol que no deja entrar del todo su propia luz. Más que el ubicuo tapabocas hemos estado llevando tapaojos. Por una rendija de ese tapaojos solo vemos estadísticas sobre una enfermedad de origen no del todo develado, y el poco esclarecido comienzo aporta otro velo a la sombra que nos cubre.

            Entretanto, las realidades menos visibles de ayer, y de mañana siguen requiriendo una atención concertada, visible, enfocada, con visos de alarma como la alarma que nos ha llevado a encerrarnos bajo llave y a mirar con recelo a los demás transeúntes de la vida. ¿Cómo, si no con alarma, sino con sentido de urgencia, afrontar que en Colombia hay cada año alrededor de 11.000 denuncias de maltrato infantil, o alrededor de 12.000 homicidios anuales, o que  uno de cada cuatro niños sufra de desnutrición, o que haya una distancia tan abismal entre la calidad de vida en las zonas solventes de las ciudades y las zonas apartadas en los departamentos más pobres?

            Tal vez podamos contabilizar en la prensa y en tableros digitales visibles para todos cómo van nuestros esfuerzos por construir escuelas, para capacitar a los profesores, para hacer acueductos, para brindar salud prenatal y protección a la primera infancia, y más allá. Estamos como la tía hipocondríaca que cuando su sobrina le cuenta de un cáncer, ella se explaya en los detalles de su uña encarnada. Esta obsesión pandémica es la uña encarnada de la tía egoísta, la que se rehúsa a ver los otros sufrimientos que otros han arrastrado siempre ante la indiferencia de muchos, y la impotencia de unos pocos que tratan de buscar remedios sin lograr movilizar las conciencias con el apremio necesario.

            Covid para acá y Covid para allá y entretanto… tantos entretantos que no hemos cubierto con celo en las noticias, tantos entretantos de personas con dolores hondos, altos y transversales, tantas lanzas atravesadas en el corazón de los que nunca encontraron justicia para sus causas justas, solidaridad para las penas que otros les causaron, amparo en momentos de la mayor vulnerabilidad. Como la gallinita trula cacareamos que el cielo se va a derrumbar… y seguramente que a muchos el coronavirus les derrumbó el cielo, pero lo que se nos olvida es cuán poco quizás nos importó ese derrumbe cuando ocurría por costumbre sobre las cabezas de personas solas e impotentes, sobre niños que vieron estallar en pedazos su infancia.

            De pronto una vez despertemos de este pánico colectivo, de este mirarnos de reojo y respirar a escondidas, de esta hipnosis impuesta al son de estribillos y estadísticas repetidas como una letanía, de pronto despertemos con una mirada puesta de manera más intencional en aliviar otras pandemias del alma, la de la indiferencia, la de la mentira, la de tratar de “resolver” a punta de violencia, la de mirar para otro lado cuando los niños de tantos países se crían en el fango de la desesperanza, dejados a merced de las tormentas que les roban la infancia.

            No puede ser que esta pandemia nos deje como fantasmas que se deslizan a escondidas contra los muros en ruinas de los futuros soñados. Por el contrario, es muy posible que vayamos abriendo los ojos a un sentido de hermandad más hondo, a entender por fin que “omo sum, humani nihil a me alienum puto”; y como hemos visto en esta pandemia que nada de lo humano nos puede ser ajeno, tal vez logremos unirnos alrededor de atender al menos alguna de las mil otras pandemias.  

La ternura, en lugares impensados

Un murmullo en el inconsciente colectivo parece aflorar acá y allá en forma de libros, de entrevistas televisivas, de podcasts, y seguramente en los círculos académicos en donde muchas grandes ideas y debates permanecen enclaustrados largo tiempo antes de salir a la luz del conocimiento general para impactar las políticas públicas. Infortunadamente, el camino que tendrían que transitar las ideas desde la academia y hacia el resto de la humanidad suele depender de la mediación de un periodismo no siempre enterado, o siquiera interesado, en difundir con inteligencia interpretativa la vanguardia del pensamiento científico y social.

En fin, toda esa introducción la hace Maritornes para referirse a la creciente inquietud por encontrar la forma de incorporar la compasión, la ternura y el perdón en los sistemas de justicia y en las prácticas de apoyo social. Son términos blandos para una realidad dura, pero una serie de académicos en una variedad de ámbitos empiezan a concluir que la realidad podría hacerse mucho menos dura, y las medidas de apoyo, o de justicia, más eficaces, si incorporaran acciones mediadas por esos enfoques “blandos”.

En una entrevista televisiva del 22 de noviembre de 2019, Christiane Amanpour, la periodista de CNN, habla con Martha Minnow, profesora de Derecho de Harvard, y exdecana de la facultad de Derecho, sobre el muy vigente tema de si existe o debe existir dentro de la ley un espacio para el perdón, o si el perdón es un concepto de carácter netamente personal y espiritual que no debe entrecruzarse con lo que atañe a la justicia. En su libro, When Should Law Forgive (Cuándo debería la ley perdonar) Minnow se refiere a las dantescas tasas de encarcelamiento de los Estados Unidos y a que el enfoque actual parece estar sirviendo apenas para la dudosa función de poner cada vez más gente tras las rejas (en cárceles y “reformatorios” que son infiernos por excelencia, palabras de Maritornes) sin que ese enfoque parezca estar aportando nada de fondo al bienestar de la sociedad ni a restaurar vidas individuales. Según ella, la ley, y la sociedad en general, sí se beneficiarían de la compasión. (http://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/martha-minow-on-forgiveness-in-the-us-legal-system/).

Al fin y al cabo —como dice también en una entrevista de la misma periodista el sacerdote católico Greg Boyle (https://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/father-greg-boyle-on-the-healing-power-of-spirituality/)—, un altísimo porcentaje de las personas que incurren en el delito lo hacen por falta de oportunidades, porque han sufrido desde la niñez un trauma tras otro y porque no conocen otra forma de vivir. Han perdido toda esperanza en sí mismos y en el mundo. El padre Boyle es fundador y director de una ONG llamada Homeboy Industries, cuya sede principal queda en Los Angeles, en los Estados Unidos, y que se dedica a ayudarles a pandilleros a encontrar un nuevo sentido para su vida. Empezó en 1988 y hoy sirve de modelo a 250 organizaciones en todo el mundo. Las expresiones más frecuentes en el discurso del padre Boyle: tratar la enfermedad mental, sanar, infundir esperanza, restablecer el amor propio. Él recalca en algo ya sabido y es que si el diagnóstico es equivocado, el tratamiento o la supuesta solución estarán necesariamente desenfocados, y, según él —que tiene buen conocimiento de causa para afirmarlo—, la mayoría de los pandilleros que ellos reciben son personas a quienes la vida no ha hecho otra cosa que entregarles maltrato y abandono. El origen de sus fechorías no es una maldad intrínseca, sino una profunda soledad. Y a eso se dedica él, no a castigar, obviamente, sino a atesorar estas personas, a ofrecer compasión, a darles herramientas laborales, en pocas palabras a sanar, con inmenso éxito.

Por estos lados, ya en 1994 y desde la óptica de la psiquiatría, Luis Carlos Restrepo, expuso en su libro El derecho a la ternura, un análisis del papel que puede desempeñar la ternura en el creciente portafolio de los derechos humanos (tan ampliamente descritos, y tan frecuentemente incumplidos). Podría pensarse que en casi cualquier esfera de la vida es mejor reparar que terminar de arruinar, pero esta perspectiva poco se aplica a quienes se considera bajo la óptica sobresimplificada de las contravenciones a la ley.

Desde luego que hay criminales irredentos, psicópatas peligrosos e irrecuperables a quienes la compasión, la ternura y el perdón poco podrían ayudar. Lo importante es que en el debate académico empiezan a surgir estos enfoques no como despreciables remedios sensibleros que están desconectados de la realidad, sino todo lo contrario, como expresiones que, de la mano de los profesionales competentes y de una sociedad capaz de acompañarlos tienen una profunda capacidad transformadora, un enorme potencial para reemplazar, por el bien de todos, rejas por nuevas oportunidades de vida.

Nota: Desde hace un año, este blog aparece los miércoles en la sección correspondiente del periódico El Espectador y por lo tanto las entradas en esta dirección se han vuelto más esporádicas. Maritornes agradece la lealtad de sus lectores, y espera continuar cultivándola, aunque las adiciones serán un poco menos frecuentes de lo habitual.

Enséñame

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

            Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

            Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

            Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

            Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que en muchas personas suele haber atascado un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

Ciertas amistades

Bendiciones, numerosas, en el camino de ir por la vida desbrozando alegrías e infortunios, aprendizajes disfrazados de calamidades y bondades sencillas que por lo general apreciamos ya pasadas ciertas cumbres de la vida; pero entre todas, piensa Maritornes, la amistad baña los días con una luz de calidez particular. Ha tenido la fortuna de disfrutar de amistades de múltiples coloridos y texturas, hondas, filosóficas, leales, pasajeras, rientes, sonrientes, solemnes, dialogantes, silenciosas, contemplativas, móviles y aventureras, y, en general, ha podido hacerlo gracias a que la mayoría de ellas han estado libres de reclamos, de expectativas y de motivos rebuscados de decepción. Se han adscrito todas, o casi todas, a ese invaluable código de hacer presencia en plena libertad, y de ausentarse también con extrema libertad, con licencia tácita para vivir cada una su propia vida según las posibilidades y exigencias del momento.

  “Líbrame, Señor, de las amistades sentidas”, dice S a menudo. Y como en tantas cosas, Maritornes ha tenido amplia oportunidad de comprobar hasta qué punto sus aforismos prácticos están aferrados a verdades de profunda repercusión. Por eso sus amistades perduran, porque ni sus amigos ni sus amigas, ni ella misma, suelen caer en la recriminación, en el “por qué no estuviste”, “por qué no llamaste”, “por qué no fuiste”, “por qué no escribiste”. Y aunque no sin cierta tristeza, siendo una enamorada de la amistad, vio partir con alivio aquellas que empezaban a inscribirse en esa escuela que más que hacer presencia amistosa llevaban un registro de faltas, una bitácora de las ocasiones en que por olvido o ensimismamiento, o por cualquier razón, la amistad, supuestamente, no estuvo a la altura de lo esperado. Una amistad de esta naturaleza es una piedra al cuello; cuando se torna pedigüeña y llevacuentas empieza a perder todas sus bondades y estas son sustituidas por una zozobra permanente de ser considerado un amigo incompleto.

  Por eso Maritornes agradece todos los días por sus amistades libres, que son, hasta donde puede darse cuenta, todas las que tiene. Sabe que para conservar esas amistades ha sido necesario que le perdonen impertinencias, mutismos, ausencias, presencias descolocadas, euforias mal concebidas, olvidos y tiempos taciturnos. Ha procurado, y seguirá en el mismo empeño, ser recíproca en ese profundo respeto por el momento del otro, disculpando de antemano y automáticamente, a sus amigos por aquellas ocasiones en que habría querido tenerlos más cerca, o sentirlos más solidarios, o percibir su afecto con mayor nitidez, lo que sea, porque aún no ha perdido la convicción de que la amistad así liberada de compromisitos, comparaciones y sistemas de medición, es uno de los más sublimes regalos de la vida.

Sobre lo (im)posible

 

A Maritornes le causa pesadumbre notar hasta qué punto nuestra posibilidad actual de conocer los peligros en los que nos movemos, los riesgos que corremos y los daños que hacemos nos está llevando a lo que parece ser un estado colectivo de desesperanza. Dada la calidad y la frecuencia de la información no es sorprendente que concluyamos con relativa certidumbre que ya no hay vuelta atrás en nuestro camino hacia uno u otro tipo de despeñadero.

  Algunos optimistas a ultranza, persistentes de oficio en el arte de la esperanza, por fortuna iluminan el camino. Y no se trata necesariamente de ingenuos, sino de personas capaces de observar con cierta distancia de cuántos atolladeros ha salido la humanidad en el pasado, cuántas conquistas reales hay, y por ende cuántos motivos para seguir creyendo que la raza humana no ha agotado, por mucho, su capacidad de ingenio para el bien.

  En días recientes Maritornes vio dos piezas audiovisuales que la llevaron a contemplar todo lo que el ser humano es capaz de hacer en las circunstancias más adversas. La primera acompaña a un escalador que subió solo y sin ningún elemento de seguridad por la cara vertical de una roca en un recorrido de poco menos de un kilómetro. El hombre, agarrado de las puntas de los dedos y apoyando las puntas de los zapatos en los más exiguos accidentes en la roca logró lo que nadie consideraba posible. El ser humano, enfrentado a su deseo de correr las fronteras, o de atravesarlas, en innumerables ocasiones ha redefinido lo que es posible y lo que no. La segunda narra la historia de un niño en un pueblo de Malaui, quien contra todo pronóstico y en medio de las más sobrecogedoras adversidades, encuentra la forma de solucionar un problema hasta entonces insoluble.

  ¿Cuántos escépticos no se han interpuesto a lo largo de la historia entre un problema y una solución? ¿Y cuántos soñadores no han logrado atravesar barreras de todo tipo —económicas, sociales o físicas— para traerle a la humanidad las vacunas, los antibióticos, diversos medios de transporte, la anestesia, el voto femenino, el fin del apartheid, y un sinnúmero de avances en diversos ámbitos?

  Tal vez no sea razonable, por el momento, esperar que sean la prensa y las redes sociales las encargadas de alimentarnos la esperanza. Quizás aún nos toque ser excavadores de motivos de aliento. Lo que sí es seguro es que de forma silenciosa, pero inexorable, en muchos lugares hay seres humanos pensando, sembrando, proponiendo, inventando e implementando aquellas ideas y cambios que el día de mañana nos despertarán al asombro de soluciones impensadas quizás para curar el Alzheminer, o para limpiar los océanos de los microplásticos o tal vez para diseñar un sistema político mucho mejor que las embrolladas democracias de hoy.

  La comprobada realidad del efecto pigmalión debe llevarnos a sopesar la incidencia que como individuos, y como sociedades, podemos tener, para bien o para mal, en las generaciones que se están formando. En ese orden de ideas, esperar lo mejor es una obligación con nuestra descendencia porque es la única forma de ayudarles a pararse firmemente en la plataforma desde la cual se conquistan los avances, es la única forma de protegerlos contra el oscuro manto de la claudicación.

Carta a un artista

Rebrujando papeles Maritornes se encontró con una carta abierta escrita hace muchos años por su amigo CA, quien se la entregó a Maritornes una tarde cualquiera en la que hablaban sobre el arte y sobre los artistas. Aunque CA la escribió pensando principalmente en su esposa, Maritornes considera hoy oportuno divulgarla entre sus lectores. Dice así:

A todos los artistas descorazonados.       

  Recuerdo con claridad la mañana de domingo en que S me contó esta historia de su infancia. Cursaba segundo o tercero de primaria en un colegio religioso de su ciudad. La profesora había puesto de tarea a las niñas escribir, para el día siguiente, un cuento. La niña, en esa etapa vivaz, entusiasta y transparente en que los niños aún no han aprendido a relacionarse con la vida tras la mampara del recelo, o del cálculo, se fue contenta a casa a escribir. Era algo que le encantaba hacer, contar cuentos. Al día siguiente, llena de orgullo, lo entregó a la profesora, quien se tomó los pocos minutos que tardaba leerlo. Levantó la mirada y la fijó unos instantes en la niña antes de pronunciar las siguientes palabras: “S, siéntese, y tiene cero por mentirosa, porque este cuento tan bien redactado no lo pudo haber escrito usted”.

  Traigo a colación esta historia porque viene muy a propósito de lo que es a menudo la vivencia de los artistas (aunque no exclusivamente la de ellos). Consideremos, para empezar, a los niños que sienten despertar en su interior —en ese lugar sagrado en que los niños todavía piensan solo en posibilidades y no en obstáculos— una vocación artística para la escritura, la danza, la pintura, la actuación, el canto, o un sinnúmero de otras expresiones artísticas. Aún plasman sus brochazos y cantan sus canciones con prístino entusiasmo. Lo más frecuente es que, si quisieran persistir en esa vocación, hacer de ella un modo de ganarse la vida, tendrán que golpear y golpearse contra muros y techos invisibles que les hacen casi imposible avanzar.

  Es la naturaleza de la vida, y no solo la de los artistas, buscar incesantemente el camino cuando uno parece haberse cerrado sin remedio. Sin embargo hoy quiero escribir esta carta de amor a los artistas, a aquél que, solitario, se pregunta después del rechazo número cien si su vocación es un sinsentido. Quiero decirles cuántas veces, sin que se los haya podido expresar, sus palabras, sus cuadros, su voz, sus manifestaciones artísticas me han cambiado la textura del corazón, cuántas veces el arte me ha posibilitado mirar un horizonte cuya existencia desconocía, me ha permitido entrever el cielo, o al menos la forma en que me estoy privando de él, o me ha sensibilizado a realidades que no me había detenido a mirar, cuántas veces me han puesto la piel de gallina porque su arte me ha hecho comprender algo que no es posible poner en palabras. Decenas de veces un poema, una canción, una coreografía, han descrito algo que apenas estaba tomando forma en mí, es decir, me han llevado sobre sus alas hasta la otra orilla de un pensamiento o un sentir inconcluso.

  Gracias, pues, por participar en algo tan noble como el perenne acto creativo del universo, y por hacerlo en la soledad de noches de incomprensión, en medio, a menudo de privaciones, a costa de apartar a dentelladas el tiempo para crear a la vez que estás obligado a ganarte la vida en otro oficio que no te llena el alma. Gracias por mostrarme cómo es posible que el alma se conmueva mientras que un acto artístico la sacude de sus cimientos y la deja, para bien, asomándose a la vida por una ventana antes oculta.

  La pequeña S creció y se convirtió en una mujer de una sensibilidad polifacética y refinada que, sin embargo, nunca ejerció en ningún arte. Y, desde luego, nunca volvió a escribir. Su inteligencia, su pasión y su talento se marchitaron frente al que para ella fue el infranqueable cristal de la incomprensión. Si esta carta sirve para animar aunque sea a un artista a punto de darse por vencido, en el sentido de considerar que su arte “no sirve”, habrá cumplido su propósito. Los artistas son al alma lo que la primavera a las estaciones (y no necesariamente porque siempre nos traigan un mensaje alegre), sino porque lo que brota de sus espíritus creativos le da sentido a todo lo demás.

  Una vez más, gracias.

 

 

El mejorismo

Es una “religión” cuyos adeptos tienen un solo credo que se manifiesta en acciones que se ubican en el polo opuesto a la desidia y la indiferencia. Pongamos por ejemplo a su prima, M, que vive en una ciudad turística, una ciudad que es considerada tesoro de la humanidad, pero cuya administración deja mucho que desear. Ella sale y observa cómo con las canecas de basura existe un amplio margen de intervención para que funcionen adecuadamente, para que cumplan a cabalidad su propósito, y como pertenece a la religión mejorista, no puede menos que reunirse con otros correligionarios para inventar y proponer una mejor forma de hacer las cosas.

  Otros van con la corriente, y se limitan a patear a su paso la basura real o metafórica para que estorbe lo menos posible, o se acomodan detrás de un parapeto (de nuevo real o metafórico) para no verla y con ello olvidarse de sus existencia. Sin embargo, existe por fortuna toda una escuela de mejoristas, que ojalá creciera como la proverbial espuma, como esos impulsos que se apoderan con fuerza telúrica de la imaginación y la voluntad colectiva, para dar paso a esa sucesión de cambios que, sumados, van transformando para bien la vida de las personas.

  Entre los mejoristas hay quienes ven un hueco en la calle y están obligados por su religión a reportarlo, hay quiénes se desvelan pensando cómo se podrían solucionar todos esos nuditos y molestias cotidianas que nos dificultan la vida. Y entonces escriben cartas y procuran hacerse oír con propuestas que en muchas ocasiones son apenas un asunto de sentido común que no ha encontrado un mejorista que goce de suficiente de poder para apadrinar la idea y convertirla en realidad.

  A un mejorista se le debió ocurrir que hubiera baños en los que cupiera una silla de ruedas, a otro que debería haber números en Braile en los ascensores, a otro se le debió ocurrir diseñar unos quioscos para las ventas callejeras que ofrecieran comodidad a los vendedores y una estética uniforme y amable a los compradores.

  Son mejoristas también quienes, cansados de ver sus productos sobreempacados en un mundo que se ahoga en basura innecesaria se inventaron el “plastic attack” para dejar en el carrito de compras todos los empaques redundantes; o los que con ingenio e imaginación escriben a la Real Academia Española solicitando la inclusión de una palabra que no existe; o los que se inventan un canguro para bebé que no maltrate y que sea fácil de quitar y de poner.

  La lista es infinita y variada, pero los mejoristas son todos los hacedores cuya religión interior les impide pasar por encima de lo que no funciona sin tratar de hacer algo al respecto, por pequeño que sea, así se limite a trasladar la información necesaria para que otros intervengan. A ellos les debemos muchas de las cosas que hoy damos por descontadas y que cambiaron la vida para siempre, como el alcantarillado, o los andenes, o las maletas con ruedas, por mencionar solo una ínfima parte de la interminable sucesión de pequeñas mejoras que ha habido a lo largo de la historia de la humanidad.

  Muchas de estas cosas tardan en llegar porque dependen de avances tecnológicos, o de materiales o máquinas que aún no existen. Otras, sin embargo, dependen solo de la voluntad colectiva de no andar con los ojos cerrados, sino abiertos para observar dónde y cómo las cosas pueden ser mejores, y la voluntad para no desviar la mirada y en cambio correr la rama donde alguien puede tropezar, escribir la carta que sugiere, repensar el proceso, contemplar soluciones o mover el obstáculo.

  No es descabellado pensar que la existencia de una masa crítica de mejoristas podría darles el vuelco a muchas sociedades, solucionar una buena cantidad de problemas y encaminar a las ciudades, las regiones y los países en procesos de avance acelerados. Ojalá en muchos lugares se encuentre la forma de darles espacios de acción a estos compulsivos del mejoramiento, sin quienes estaríamos hoy privados de muchas de las disposiciones y elementos que facilitan la vida.

Adenda

¿Cuándo se le ocurrirá a un mejorista hacer en todas partes suficientes baños para que las mujeres no tengan que esperar en fila?

Daño colateral

Los daños que causa la corrupción son obvios, lo mismo que los ocasionados por la criminalidad y la delincuencia en general. Ambos contribuyen a una sensación de zozobra, a la desconfianza en el Estado, y a la dificultad para disfrutar de los espacios donde se lleva a cabo la vida de trabajo y de recreación.

  Más allá de esas repercusiones obvias, intrínsecas a los dos fenómenos, ambos tienen un efecto pernicioso más hondo, e incluso más irreparable, sobre el tejido social, y sobre las perspectivas personales. Empieza a invadirnos una sensación de que la buena fe es una especie en vías de extinción. Empezamos a sospechar, por el contrario, que cunde la mala fe, y pronto nos estamos permitiendo generalizaciones desencantadas de toda la humanidad: “no hay político honesto”, “no se puede salir a la calle”, “todo hay que tenerlo firmado”, “de eso tan buen no dan tanto”, “quién sabe qué estará buscando”, etcétera.

  Cualquiera es vulnerable a esa percepción de que ya queda tan poca gente honesta que es necesario implementar un sistema de valores que parta de una distópica sospecha sobre todo. Evidentemente, la cautela es conveniente —y la excesiva ingenuidad tiene sus propios problemas— pero la cautela no tiene por qué impedir vivir con la convicción de que, en general, hay mucha gente en quien se puede confiar.

  Existen muchas formas de resistencia, y una —necesaria y provechosa en lo personal y en lo social— es negarnos a suponer que todo el mundo opera por motivos ulteriores, interesados o francamente espurios. Es un equivalente a extender filosóficamente la sana presunción de inocencia que debería por cierto respetarse mucho más en nuestro sistema judicial y en el periodismo que a menudo se regodean en presentar “culpables” que no han sido aún enjuiciados.

  Sucumbir en el lodo en el que quieren sumergirnos ladronzuelos, avivatos, malaleches y criminales de todo cuño es, sin darnos cuenta, hacerles el juego. Más bien, Maritornes quiere proponerse abrir bien los ojos para grabar en su retina los rostros y las acciones de un círculo, relativamente amplio, de personas de buena fue que la rodean, ampliar ese círculo, fortalecerlo, apreciarlo, agradecerlo, y por ese camino, quizás, parecerse un poco más a la proverbial vela que disipa la oscuridad.

  Gentes que actúan de buena fe pero que extienden la noción de que no vale la pena serlo, de que los malhechores están ganando la partida, son gentes que sin quererlo atizan el efecto Pigmalión en virtud del cual, por así creerlo, seremos cada día menos confiables. Por el contrario, a Maritornes se le ocurre que es necesario insistir tercamente en no dejarse arrastrar, por los pies, hacia el fondo del pozo que constituye malpensar de todo y de todos. Quizás, quizás, muchas golondrinas sí hacen un verano.

 

La gruta

Cruje el celofán, se apresuran los compradores, se planean los menús y las dinámicas de los regalos. Los sistemas de amplificación reproducen, ubicua, la voz infantil que año tras año y con su timbre habitual interpreta las melodías conocidas (¿en su país no se produce música de Navidad nueva de vez en cuando?). Los ángeles regordetes, los moños y los papeles de seda rojos y verdes son omnipresentes, y ya la escarcha sintética se adhiere sin remedio a la ropa y al espíritu.

  Listas de regalos, cuántos, de qué presupuesto, anchetas, a quién se nos está olvidando hacerle una atención en esta época marcada por el deseo de elevarnos un poco por encima de nuestros posibles egoísmos para compartir lo que tenemos; pavos, mermeladas y perniles; galletitas, pasteles y dulces; todo va contribuyendo —sin que tenga en sí mismo nada de malo—, a un hostigamiento, a un empacho de luces y sonidos, y todo suma a la contrarreloj para lograr cumplir con los festejos navideños.

  Muy lejos del espíritu y de la geografía, bajo un cielo de estrellas, una gruta guarda el silencio que añoramos sin poder recuperarlo porque una dinámica nos ha tomado la delantera y no sabemos cómo desviarla, atenuarla o detenerla. Aun así, en un paraje rural, en una cueva sin adornos, una pareja primeriza espera, en la quietud de un mundo suspendido, el momento de ese acontecimiento cotidiano, humano, común si se quiere, y a la vez sublime, siempre nuevo, eterno, y en este caso precedido por siglos de expectativa de unos corazones que aguardan la llegada de aquél que por fin le señale a la raza humana un camino hacia el amor y la sensatez.

  Ocurrirá —ocurrió—, en una gruta intemporal, en una gruta real y metafórica, en una noche de silencio de esas que hoy resultan tan escasas. O quizás es Maritornes quien ha olvidado cómo fabricar el silencio. Mientras tanto, sigue buscando la gruta y para eso se ayuda del Weihnachtsoratorium de Bach o, claro está, del Mesías de Handel, porque el silencio no siempre es algo literal. Cuando se trata de la Navidad el silencio es todo aquello que se contrapone al cascarón de los gestos vacíos, al cumplimiento de rituales contemporáneos potenciados por la compraventa y que navegan en aguas turbulentas lejanas por completo de la apacible y encumbrada intención inicial.

  “For unto us a child is born…” La imagen de la gruta viene al rescate y es como un mantra visual que le ayuda a habitar en el aspecto menos frívolo de la temporada. Visualizar ese lugar físico, imaginar qué se siente en su interior, y la contribución de dos grandes compositores tal vez empiece a acercarla a una Navidad sosegada, aunque todavía no sepa cómo bajarse del carrusel imparable que entre todos hemos inventado. Es posible que para un sinnúmero de personas ese carrusel sea el principio y el fin de la Navidad, su alegría y su gozo, la sensación que esperan todo el año. Empero, por doquier se escucha a la gente suspirar con nostalgia por unas navidades más tranquilas, que ya ni siquiera recuerdan. A veces olvidamos que es a la silenciosa gruta —donde en medio de un reverente silencio despunta la posibilidad del amor—, a donde podemos acudir en busca de lo que se nos ha perdido.