Una buena noticia

Hay caminos por recorrer,

¡esa es la buena noticia!,

lugares donde aún

no se ha erigido un burdel

ni se ha aplastado la vida

debajo de una autopista.

Hay muchos caminos de grava,

de risco y hojarasca,

o inmensas montañas arrodilladas,

bajo el umbroso silencio de Dios.

Hay una piedra

que, mirándolo de reojo,

ríe del río,

y unos árboles vírgenes

que han aprendido a bailar.

Hay muchos vientos

trotamundos

que nos quieren abrazar

y unos cielos, remotos y limpios,

que esperan el canto de tu voz.

Allá iremos.

¡Esa es la buena noticia!

Iremos al acantilado

y hasta la hierba

y allí, diminutos en importancia y estatura

al lado de la inmensidad,

allí, crecidos de amor y de silencio,

caeremos de rodillas para besar

lentamente la tierra.

(Es una de las pocas formas,

todos sabemos,

en que Dios se deja besar).

Ponte en marcha conmigo,

hacia todos los atardeceres

que aún no han sucedido

y nos esperan pacientes

a la orilla del mundo.

La tierra todavía palpita,

¡esa es la buena noticia!

Hay caminos sin humo

y tierra sin pavimentar

y cosechas honestas

aún por recoger.

Ponte en marcha conmigo,

¡vamos a cubrir los dos

esa buena noticia!

Asuntos extrañamente conmovedores

Hay cosas que no muchos estimarían conmovedoras y, sin embargo, en ciertas circunstancias pueden conmovernos de forma inesperada aspectos de la vida que de repente se nos revelan bajo una nueva luz y muestran su entramado de lucha, sus perfiles humanos y su lado noble. Y pareciera que en estos tiempos pandémicos —extraños, desdoblados y de muchas maneras reveladores—, la vida se ha prestado para que miremos de modo diferente.

Sucedió, por ejemplo, que un día Maritornes recibió una de las tantas cajas de los pedidos que se vio obligada a hacer ante la imposibilidad de salir, o que ya elige hacer para no tener que salir. A su puerta llegó una preciosa caja de cartón que contenía un saco de algodón perchado que había encargado para un regalo. El saco, empacado con esmero, emitía un delicado aroma y traía una amable nota personal que agradecía la compra.

A lo largo del confinamiento pudo enviar y recibir muestras de cariño por medio de unas canastas y cajas surtidas y adornadas con absoluto esmero y primor que, según el gusto de cada uno, podían variar entre un listado verdaderamente extenso de productos de sal y de dulce, personalizadas con flores o frutas adicionales y acompañadas de una botella de vino o de cajas de té. El asunto es que todo lo que durante la cuarentena nos conectó con el lado alegre de la vida, nos permitió sentirnos todavía vinculados aunque no pudiéramos vernos, y además nos sirvió y nos dio gusto ha quedado grabado en la memoria con un sabor especial de nostalgia por un lado, de gratitud por otro. Sus contornos emocionales son diferentes a los de otros recuerdos.

Otro día recibió, también para un regalo, unas camisetas de algodón, igualmente empacadas de manera impecable y cuidadosa, que venían dentro de una bolsa de apariencia plástica pero hecha de maíz, y compostable. Durante la pandemia Maritornes se aficionó a unas bebidas no alcohólicas, sin azúcar y con probióticos, y recibe con regularidad su cajita de seis botellas. La comunicación con la persona que está a cargo es personal y cálida y el producto es una maravillosa alternativa al alcohol, algo nuevo que ella nunca había probado. Pide también, ocasionalmente, unas comidas preparadas cuyo foco está en proporcionar una alternativa hecha a la medida de los requerimientos nutricionales específicos del cliente. El dueño es un muchacho joven que en poco tiempo ha logrado posicionar en el mercado una forma de abastecer de alimentos preparados que no es igual a nada de lo que antes estaba disponible.

Así existen infinidad de negocios que tal vez se han vuelto más visibles por la necesidad que nos creó la crisis de salud de navegar en las redes para encontrar lo que buscamos. Lo mencionado es apenas una pequeñísima muestra de las iniciativas que están surgiendo, y que no son otra cosa que un ínfimo muestrario de cómo se gestan en innumerables ocasiones las empresas.

Volvamos, empero, a lo que conmovió a Maritornes. Después de la debacle de la rabia, que dio al traste con tantas iniciativas que ya tambaleaban por la pandemia, estos esfuerzos empresariales brillaban como luces fugaces en un océano de desconsuelo. Y Maritornes se puso a pensar en cuánta belleza hay en el emprendimiento. Algunos asocian las empresas con un ánimo expoliador y explotador, con unos individuos o corporaciones grotescamente ávidos de engordarse los bolsillos para poder consumir extravagancias y darse lujos decadentes. Habrá de esas, sí, pues de todo se ve en la viña del Señor.

Lo que ella estaba viendo al recibir estos productos, por otro lado, era la pulsión del ser humano por identificar una necesidad, por ejercer el afán creativo de mejorar su suerte y las opciones de los demás, por hacer las cosas de mejor forma, por entregar algo bueno y de paso ganarse la vida. Vio detrás de estos productos las caras de todo tipo de personas ilusionadas con la posibilidad de imaginar, inventar, proponer, y trabajar con responsabilidad e ingenio para poner en el mercado algo que antes no existía. Cada uno de estos emprendimientos deja traslucir un verdadero esfuerzo por innovar sin dañar ni a otros ni al planeta.

Lo cierto del caso es que muchas de las cosas que nos hacen la vida mejor, las empresas que nos proporcionan bienes y servicios, fueron una vez en sus inicios eso: personas con afán de crear y de traspasar la frontera de lo posible, fueron una extensión natural y orgánica de esa capacidad, necesidad, diríase, que tiene el ser humano por no contentarse con la fruta que cae del árbol y en lugar de ello sembrar el árbol.

Y por eso a Maritornes la conmovieron y le siguen conmoviendo esas iniciativas y los productos tangibles que terminan creando. Ve en ellos rostros humanos, ve en ellos el reflejo de una lucha noble por hacer un camino nuevo que sirva no solo a los empresarios y a su descendencia, sino al consumidor que tiene incluso más opciones de comprar responsablemente productos de comercio justo y que se ajusten a la obligación moral, ahora sentida en mayor profundidad y con mayor convicción, de restaurar la naturaleza y de crear conciencia, y brindar un valor agregado, casi que afectivo, a la par que se efectúa la venta.

En muchos emprendimientos ha encontrado Maritornes buen servicio, buenos productos, seriedad y cumplimiento, pero hoy quiere destacar con nombre propio los cinco a los que se ha referido. No lo han pedido, no hay transacción comercial ni acuerdo ninguno de por medio; y ¿por qué habría de tener reatos de conciencia en elogiar lo que merece elogio, y en invitar a que otros lo hagan? Durante la pandemia ya ha sido bastante heroico para muchos aferrarse a sus sueños, y lo que contribuya a soñar con un país libre en donde lo mejor de la inventiva humana pueda prosperar nos ayudará a todos a despertar de este letargo con renovadas ansias de soñar, y de hacer.

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La buena fiebre

Hay un runrún, un ruidito, un estruendo interior, una fiebre, un despertar, una pulsión, un movimiento telúrico. Es la fiebre en su sentido renovador, es la fiebre contagiosa que debería hacer casi imposible permanecer en estado de indiferencia.

            Huertas pequeñas y grandes, proyectos para vivir de manera más amigable con el medioambiente, un cuestionarse a fondo si las cosas que hemos considerado indispensables en realidad lo son, y si no, cuáles son las verdaderamente necesarias, el remordimiento y la comezón por aquellas acciones en las que casi todos participamos, por ignorancia o descuido, que dieron al traste con el equilibro de la naturaleza—todo lo anterior forma parte de la fiebre que se siente como un fenómeno colectivo.

            Y si el planeta debió aquietarse solo para eso, si las personas que perdieron la batalla contra la Covid dieron su vida por esa causa, habrá sido por una buena causa, porque no es posible seguir viviendo sin darle prioridad a restaurar el medioambiente. No se trata de sumergirnos en una paranoia apocalíptica sobre un inevitable futuro oscuro y desértico. Muy por el contrario, se trata de un verdadero entusiasmo, de una genuina pasión y sentido de maravilla por habernos reencontrado en buena medida alrededor de este asunto común inaplazable.

            De las distintas formas de abordar el amor por la naturaleza, Maritornes admira especialmente a aquellos que, sin dejar de lado el sentido de apremio, nos invitan a la esperanza, nos señalan el camino de lo posible, nos hablan de reverdecer, nos pintan un futuro no de privaciones, sino de una nueva abundancia de lo que verdaderamente al final de cuentas nos hace felices, y que esta crisis del encierro les mostró con especial claridad a los afortunados por su presencia, a los menos afortunados por su ausencia: un aire limpio, la posibilidad de contemplar el amanecer, el aquietamiento de los motores, la presencia de la fauna, el espacio para contemplar ese don multicolor, esa grandeza de lo simple, de lo que tiene raíces en la tierra y que, en medio de las carreras quizás habíamos dejado de apreciar.

            Existen miles de vocaciones posibles alrededor de esta fiebre, entre ellas la vida simple, la vida de la siembra, la lucha contra el desperdicio, la expresión que invita a tomar conciencia, la dedicación humilde a hacer lo posible dentro de los límites de la propia vida, los grandes proyectos que esparcen semillas a los cuatro vientos, la contemplación, la oración silenciosa de gratitud por todos los dones que provienen del sol y del viento, o el empeño político. Lo cierto es que, como dice la insigne Mary Oliver, en Blue Horses:

Maybe our world will grow kinder eventually.
Maybe the desire to make something beautiful
is the piece of God that is inside each of us.

(Quizás nuestro mundo será algún día más amable. / Tal vez el deseo de crear belleza / sea ese pedacito de Dios que hay dentro de cada uno).

            Lo importante es que en un sinnúmero de personas pareciera haberse despertado ese apremiante deseo de hacer de la tierra algo bello, y no un polvoriento parque industrial. Los poetas siempre lo expresan mejor. Alfonsina Storni lo dijo de esta forma en su poema Paz:

Vamos hacia los árboles… el sueño
Se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
Nos será blanda, la tristeza leve.

            Finalmente, como en Kiss the Ground, el título del documental de Netflix, y en las palabras que cita Mary Oliver, hay espacio de acción para todas las sensibilidades:        

Most mornings I’m up to see the sun, and that rising of the light moves me very much, and I’m used to thinking and feeling in words, so it sort of just happens. I think one thing is that prayer has become more useful, interesting, fruitful, and … almost involuntary in my life […] And when I talk about prayer, I mean really … what Rumi says in that wonderful line, ”there are hundreds of ways to kneel and kiss the ground”.

(Casi todas las mañanas me levanto a tiempo para ver el sol, y contemplar cómo la luz se eleva me conmueve a fondo, y estoy acostumbrada a pensar y a sentir en palabras, así que sucede naturalmente. Una de las cosas que pienso es que la oración se ha vuelto más útil, interesante, fructífera, y, casi involuntaria en mi vida […] Y cuando digo oración, me refiero, realmente … a lo que Rumi dice en esa frase maravillosa, “existen mil formas de arrodillarse y besar la tierra”).

            Sin embargo, y a riesgo de ser un poco categórica, Maritornes se atrevería a decir que el que no se haya contagiado al menos en parte y de alguna manera de esta buena fiebre, no está en nada. A continuación les propone algunos enlaces que pueden ayudar a despertar a este nuevo deleite con el sueño de reverdecer, por nosotros, por nuestros hijos, por nuestros nietos o porque esa es, sencillamente, la buena fiebre.  

Las otras pandemias

Ha sido un largo silencio. Llevamos buen tiempo bajo un cielo ominoso, cobijados por un sol que no deja entrar del todo su propia luz. Más que el ubicuo tapabocas hemos estado llevando tapaojos. Por una rendija de ese tapaojos solo vemos estadísticas sobre una enfermedad de origen no del todo develado, y el poco esclarecido comienzo aporta otro velo a la sombra que nos cubre.

            Entretanto, las realidades menos visibles de ayer, y de mañana siguen requiriendo una atención concertada, visible, enfocada, con visos de alarma como la alarma que nos ha llevado a encerrarnos bajo llave y a mirar con recelo a los demás transeúntes de la vida. ¿Cómo, si no con alarma, sino con sentido de urgencia, afrontar que en Colombia hay cada año alrededor de 11.000 denuncias de maltrato infantil, o alrededor de 12.000 homicidios anuales, o que  uno de cada cuatro niños sufra de desnutrición, o que haya una distancia tan abismal entre la calidad de vida en las zonas solventes de las ciudades y las zonas apartadas en los departamentos más pobres?

            Tal vez podamos contabilizar en la prensa y en tableros digitales visibles para todos cómo van nuestros esfuerzos por construir escuelas, para capacitar a los profesores, para hacer acueductos, para brindar salud prenatal y protección a la primera infancia, y más allá. Estamos como la tía hipocondríaca que cuando su sobrina le cuenta de un cáncer, ella se explaya en los detalles de su uña encarnada. Esta obsesión pandémica es la uña encarnada de la tía egoísta, la que se rehúsa a ver los otros sufrimientos que otros han arrastrado siempre ante la indiferencia de muchos, y la impotencia de unos pocos que tratan de buscar remedios sin lograr movilizar las conciencias con el apremio necesario.

            Covid para acá y Covid para allá y entretanto… tantos entretantos que no hemos cubierto con celo en las noticias, tantos entretantos de personas con dolores hondos, altos y transversales, tantas lanzas atravesadas en el corazón de los que nunca encontraron justicia para sus causas justas, solidaridad para las penas que otros les causaron, amparo en momentos de la mayor vulnerabilidad. Como la gallinita trula cacareamos que el cielo se va a derrumbar… y seguramente que a muchos el coronavirus les derrumbó el cielo, pero lo que se nos olvida es cuán poco quizás nos importó ese derrumbe cuando ocurría por costumbre sobre las cabezas de personas solas e impotentes, sobre niños que vieron estallar en pedazos su infancia.

            De pronto una vez despertemos de este pánico colectivo, de este mirarnos de reojo y respirar a escondidas, de esta hipnosis impuesta al son de estribillos y estadísticas repetidas como una letanía, de pronto despertemos con una mirada puesta de manera más intencional en aliviar otras pandemias del alma, la de la indiferencia, la de la mentira, la de tratar de “resolver” a punta de violencia, la de mirar para otro lado cuando los niños de tantos países se crían en el fango de la desesperanza, dejados a merced de las tormentas que les roban la infancia.

            No puede ser que esta pandemia nos deje como fantasmas que se deslizan a escondidas contra los muros en ruinas de los futuros soñados. Por el contrario, es muy posible que vayamos abriendo los ojos a un sentido de hermandad más hondo, a entender por fin que “omo sum, humani nihil a me alienum puto”; y como hemos visto en esta pandemia que nada de lo humano nos puede ser ajeno, tal vez logremos unirnos alrededor de atender al menos alguna de las mil otras pandemias.  

La ternura, en lugares impensados

Un murmullo en el inconsciente colectivo parece aflorar acá y allá en forma de libros, de entrevistas televisivas, de podcasts, y seguramente en los círculos académicos en donde muchas grandes ideas y debates permanecen enclaustrados largo tiempo antes de salir a la luz del conocimiento general para impactar las políticas públicas. Infortunadamente, el camino que tendrían que transitar las ideas desde la academia y hacia el resto de la humanidad suele depender de la mediación de un periodismo no siempre enterado, o siquiera interesado, en difundir con inteligencia interpretativa la vanguardia del pensamiento científico y social.

En fin, toda esa introducción la hace Maritornes para referirse a la creciente inquietud por encontrar la forma de incorporar la compasión, la ternura y el perdón en los sistemas de justicia y en las prácticas de apoyo social. Son términos blandos para una realidad dura, pero una serie de académicos en una variedad de ámbitos empiezan a concluir que la realidad podría hacerse mucho menos dura, y las medidas de apoyo, o de justicia, más eficaces, si incorporaran acciones mediadas por esos enfoques “blandos”.

En una entrevista televisiva del 22 de noviembre de 2019, Christiane Amanpour, la periodista de CNN, habla con Martha Minnow, profesora de Derecho de Harvard, y exdecana de la facultad de Derecho, sobre el muy vigente tema de si existe o debe existir dentro de la ley un espacio para el perdón, o si el perdón es un concepto de carácter netamente personal y espiritual que no debe entrecruzarse con lo que atañe a la justicia. En su libro, When Should Law Forgive (Cuándo debería la ley perdonar) Minnow se refiere a las dantescas tasas de encarcelamiento de los Estados Unidos y a que el enfoque actual parece estar sirviendo apenas para la dudosa función de poner cada vez más gente tras las rejas (en cárceles y “reformatorios” que son infiernos por excelencia, palabras de Maritornes) sin que ese enfoque parezca estar aportando nada de fondo al bienestar de la sociedad ni a restaurar vidas individuales. Según ella, la ley, y la sociedad en general, sí se beneficiarían de la compasión. (http://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/martha-minow-on-forgiveness-in-the-us-legal-system/).

Al fin y al cabo —como dice también en una entrevista de la misma periodista el sacerdote católico Greg Boyle (https://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/father-greg-boyle-on-the-healing-power-of-spirituality/)—, un altísimo porcentaje de las personas que incurren en el delito lo hacen por falta de oportunidades, porque han sufrido desde la niñez un trauma tras otro y porque no conocen otra forma de vivir. Han perdido toda esperanza en sí mismos y en el mundo. El padre Boyle es fundador y director de una ONG llamada Homeboy Industries, cuya sede principal queda en Los Angeles, en los Estados Unidos, y que se dedica a ayudarles a pandilleros a encontrar un nuevo sentido para su vida. Empezó en 1988 y hoy sirve de modelo a 250 organizaciones en todo el mundo. Las expresiones más frecuentes en el discurso del padre Boyle: tratar la enfermedad mental, sanar, infundir esperanza, restablecer el amor propio. Él recalca en algo ya sabido y es que si el diagnóstico es equivocado, el tratamiento o la supuesta solución estarán necesariamente desenfocados, y, según él —que tiene buen conocimiento de causa para afirmarlo—, la mayoría de los pandilleros que ellos reciben son personas a quienes la vida no ha hecho otra cosa que entregarles maltrato y abandono. El origen de sus fechorías no es una maldad intrínseca, sino una profunda soledad. Y a eso se dedica él, no a castigar, obviamente, sino a atesorar estas personas, a ofrecer compasión, a darles herramientas laborales, en pocas palabras a sanar, con inmenso éxito.

Por estos lados, ya en 1994 y desde la óptica de la psiquiatría, Luis Carlos Restrepo, expuso en su libro El derecho a la ternura, un análisis del papel que puede desempeñar la ternura en el creciente portafolio de los derechos humanos (tan ampliamente descritos, y tan frecuentemente incumplidos). Podría pensarse que en casi cualquier esfera de la vida es mejor reparar que terminar de arruinar, pero esta perspectiva poco se aplica a quienes se considera bajo la óptica sobresimplificada de las contravenciones a la ley.

Desde luego que hay criminales irredentos, psicópatas peligrosos e irrecuperables a quienes la compasión, la ternura y el perdón poco podrían ayudar. Lo importante es que en el debate académico empiezan a surgir estos enfoques no como despreciables remedios sensibleros que están desconectados de la realidad, sino todo lo contrario, como expresiones que, de la mano de los profesionales competentes y de una sociedad capaz de acompañarlos tienen una profunda capacidad transformadora, un enorme potencial para reemplazar, por el bien de todos, rejas por nuevas oportunidades de vida.

Nota: Desde hace un año, este blog aparece los miércoles en la sección correspondiente del periódico El Espectador y por lo tanto las entradas en esta dirección se han vuelto más esporádicas. Maritornes agradece la lealtad de sus lectores, y espera continuar cultivándola, aunque las adiciones serán un poco menos frecuentes de lo habitual.

Sobre lo (im)posible

 

A Maritornes le causa pesadumbre notar hasta qué punto nuestra posibilidad actual de conocer los peligros en los que nos movemos, los riesgos que corremos y los daños que hacemos nos está llevando a lo que parece ser un estado colectivo de desesperanza. Dada la calidad y la frecuencia de la información no es sorprendente que concluyamos con relativa certidumbre que ya no hay vuelta atrás en nuestro camino hacia uno u otro tipo de despeñadero.

  Algunos optimistas a ultranza, persistentes de oficio en el arte de la esperanza, por fortuna iluminan el camino. Y no se trata necesariamente de ingenuos, sino de personas capaces de observar con cierta distancia de cuántos atolladeros ha salido la humanidad en el pasado, cuántas conquistas reales hay, y por ende cuántos motivos para seguir creyendo que la raza humana no ha agotado, por mucho, su capacidad de ingenio para el bien.

  En días recientes Maritornes vio dos piezas audiovisuales que la llevaron a contemplar todo lo que el ser humano es capaz de hacer en las circunstancias más adversas. La primera acompaña a un escalador que subió solo y sin ningún elemento de seguridad por la cara vertical de una roca en un recorrido de poco menos de un kilómetro. El hombre, agarrado de las puntas de los dedos y apoyando las puntas de los zapatos en los más exiguos accidentes en la roca logró lo que nadie consideraba posible. El ser humano, enfrentado a su deseo de correr las fronteras, o de atravesarlas, en innumerables ocasiones ha redefinido lo que es posible y lo que no. La segunda narra la historia de un niño en un pueblo de Malaui, quien contra todo pronóstico y en medio de las más sobrecogedoras adversidades, encuentra la forma de solucionar un problema hasta entonces insoluble.

  ¿Cuántos escépticos no se han interpuesto a lo largo de la historia entre un problema y una solución? ¿Y cuántos soñadores no han logrado atravesar barreras de todo tipo —económicas, sociales o físicas— para traerle a la humanidad las vacunas, los antibióticos, diversos medios de transporte, la anestesia, el voto femenino, el fin del apartheid, y un sinnúmero de avances en diversos ámbitos?

  Tal vez no sea razonable, por el momento, esperar que sean la prensa y las redes sociales las encargadas de alimentarnos la esperanza. Quizás aún nos toque ser excavadores de motivos de aliento. Lo que sí es seguro es que de forma silenciosa, pero inexorable, en muchos lugares hay seres humanos pensando, sembrando, proponiendo, inventando e implementando aquellas ideas y cambios que el día de mañana nos despertarán al asombro de soluciones impensadas quizás para curar el Alzheminer, o para limpiar los océanos de los microplásticos o tal vez para diseñar un sistema político mucho mejor que las embrolladas democracias de hoy.

  La comprobada realidad del efecto pigmalión debe llevarnos a sopesar la incidencia que como individuos, y como sociedades, podemos tener, para bien o para mal, en las generaciones que se están formando. En ese orden de ideas, esperar lo mejor es una obligación con nuestra descendencia porque es la única forma de ayudarles a pararse firmemente en la plataforma desde la cual se conquistan los avances, es la única forma de protegerlos contra el oscuro manto de la claudicación.

Los residuos de ayer

 

Nada que acumule polvo

será ya de mi incumbencia,

ni tampoco las manchas escondidas,

e imposibles de alcanzar.

 

No tendrá la casa espacio

para telerañas, ni para eternas

causas de nostalgia

adheridas al anverso de las cosas.

 

Debajo de los objetos

no habrá más retratos olvidados

ni motivos para arriesgarse a ser

como la mujer de Lot, un montón de sal.

 

Solo quedan las ventanas

por donde la luz entra a dispersar

el necesario e inevitable pesar

que ahora se disuelve en sol.

 

El ejercicio inexorable de nacer

todos los días de los escombros

ha sembrado una flor en el dintel,

y hoy florece, testaruda, al amanecer.

Sonríeme

Sonríeme como ayer

para que tu sonrisa retoñe

en la estación perpetua

del solsticio vertical.

Lanza otra vez tu semilla

al viento de mi alma dispuesta

y verás cómo brotan capullos

en la cantera y la gres.

Sonríeme de costa a costa

que el secreto está en sonreír.

Y dame esa sonrisa tuya

que despierta paisajes dormidos

en el filo de la eternidad.

Cantaletas planetarias

Pocas cosas tan fastidiosas como la cantaleta, esa advertencia generalizada, la predicción vaga del desastre emanada de un monólogo y no de un diálogo, el anuncio de la catástrofe sin derecho a réplica ni consideración con los hechos y con el raciocinio. En pequeña escala la conocemos como “te vas a resfriar”, “cuidado te caes”, “eso va a ser un desastre”, “así no se puede”, “ojo, que los hombres son todos perros”, “mejor no salgas que están robando mucho”, y sus ilimitados etcéteras.

Lo que no es tan obvio, pero pensándolo bien es lo mismo, es lo que Maritornes llama la cantaleta planetaria, que es ese vaticinio reiterado y carente de esperanza de que el mundo va camino a su apocalipsis. Las diversas versiones dependen de la agenda del cantaletoso. El mundo se va a acabar si no nos volvemos todos veganos. El mundo no es sostenible a menos que pasado mañana dejemos todos los automóviles estacionados. Se acabará el aire a menos que dentro de un mes ya no haya ganadería. Aunque esas preocupaciones tengan en ocasiones sus aspectos válidos, múltiples componentes de la cantaleta planetaria son perniciosos para el espíritu, y para los objetivos que dice buscar: adelantar las causas con base en el miedo o el terror (que en el fondo es una manipulación de gran envergadura); insistir en las causas con celo y fanatismo, por encima de las sensibilidades de los demás, lo cual resulta paternalista e irrespetuoso porque equivale a concluir que los demás no pueden pensar por sí mismos y por ende no pueden sacar sus propias conclusiones sobre lo que conviene; y presentar —socavándolas así desde la base—, ideas potencialmente buenas en tono catastrófico.

Problemas hay, sin duda, pero la cantaleta, y su corolario, la predicción negativa, son formas de maltrato. No llevan nunca a una solución. Enloquecen, desesperan, no permiten respuesta, fastidian y siembran una rabia y una tristeza difusas que no encuentran salida. El daño de la cantaleta planetaria, por ser planetaria, se multiplica exponencialmente. Y no es un asunto menor porque estamos dañando a los niños y a los jóvenes en su posibilidad, y en su natural ímpetu (por lo general), de trabajar con entusiasmo por un mundo mejor. En parte a la cantaleta la magnifican en un multiplicador juego de espejos las redes sociales y los diversos medios de comunicación, cosa que ocurría con menos intensidad antes de la existencia de la Internet. Tal vez si se silencia o al menos se atenúa el monótono perifoneo de la catástrofe, la esperanza y las acciones en positivo ganen potencia y resonancia, que es lo mismo que decir que acallando la voz estridente de los videntes del cataclismo se puede abrir un espacio para permitir que cobre fuerza lo mejor de la juventud —y lo que deberíamos proteger como un gran tesoro y como uno de sus derechos fundamentales—, su capacidad y su derecho de proponer y de pensar en el futuro, no como una amenaza, sino como una bella posibilidad.