El esfuerzo

Juan Manuel regresa a casa abatido. Hoy tampoco pudo dictar la clase. Sus labios parecían pegados con goma, las manos le temblaban y un sudor frío le empapaba las axilas.

  Sus alumnos lo miraban estupefactos y se reacomodaban nerviosamente en los asientos mientras él palidecía, aferrado al borde del tablero.

  Una vez más se había levantado decidido a luchar contra el pánico. Cuando salía para la universidad, Estela, a quien hacía cuatro meses habían dado de alta por tercera vez de la clínica de reposo, le había dicho: “No me aguanto más tu depresión”, mientras Julián y Carolina, todavía en piyama, miraban desde la puerta de la alcoba.

Conozco el frío

El amanecer despuntaba con un frío nítido. Las aves cantaban arropadas todavía por la tenue luz amarillenta. Mariana se esforzaba en levantarse.

  La contundencia de la muerte era plomo en sus huesos y en su voluntad. Apagó la luz, dio media vuelta y se arropó bien, fijándose que la cobija le tapara el cuello por todos los lados.

  “¿Dónde estarán nuestros muertos?”, se preguntó por enésima vez, cerrando la pregunta con un hondo suspiro. Procuró no pensar en los arrumes de ropa en el piso, ni en las tazas sucias con los restos de café ya encostrados en su interior.

  Ahí se quedó dormida, otra vez con la esperanza siempre fallida de no volver a despertar.