Aliteraciones

La pizzería era acogedora y el momento perfecto. Desprevenido y alegre, Javier conversaba con la mujer de sus sueños.

  —A C la dejé porque se ponía tanga seda dental. Me aburrí de M porque me esperaba en el aeropuerto con botas de tacones y el pelo lacado. De E me decepcioné porque tenía un tatuaje. A H la dejé cuando me di cuenta de que se había hecho cirugía plástica en la nariz y en el mentón.

  Carolina, cuyo rostro se había ido transformando imperceptiblemente, se levantó con suavidad y le clavó la mirada en los ojos.

  —Y a ti te dejo por pendejo. Y tras pronunciar esa aliteración accidental pero contundente, abandonó el restaurante.

Libertad incondicional

Sentado en su silla de ruedas, miraba por la ventana hacia las montañas.

  —Si quieres puedes venir a ver televisión —dijo la voz desde la habitación contigua.

  Rodrigo permaneció en silencio, esperando la siguiente invitación, que vendría inexorablemente.

  —Si quieres puedes comerte la piña que trajeron.

  Rodrigo subió una ceja y reacomodó en la silla su esquelética, humanidad, emaciada y terminal.

  —Rodri, ¡si quieres puedes hacer un crucigrama!

  Los ojos de Rodrigo se nublaron de melancolía mientras contemplaba sus manos, otrora fuertes y llenas, convertidas en una fibrosa garra.

  Solo la enfermera le oyó decir —No pues, el país de la libertad.

¿Poesía mística?

Hay días en que todo me parece triste,
triste estar sola
y triste la compañía elaborada.
Me parece triste que te vayas
y aún más triste que te quedes
mirándome sin verme.
Encuentro esquiva la mirada
de tus ojos ausentes
donde se precipitan al fondo
mis luces más tristes.
Decir que te quiero
es admitir la derrota
en la batalla final
por la conquista de la soledad.
Son tristes las derrotas
y tristes las palabras
y más triste aun
el amor aplazado.
Y aun así
hay días tristes que serían
menos tristes
si estuvieras más cerca.

El esfuerzo

Juan Manuel regresa a casa abatido. Hoy tampoco pudo dictar la clase. Sus labios parecían pegados con goma, las manos le temblaban y un sudor frío le empapaba las axilas.

  Sus alumnos lo miraban estupefactos y se reacomodaban nerviosamente en los asientos mientras él palidecía, aferrado al borde del tablero.

  Una vez más se había levantado decidido a luchar contra el pánico. Cuando salía para la universidad, Estela, a quien hacía cuatro meses habían dado de alta por tercera vez de la clínica de reposo, le había dicho: “No me aguanto más tu depresión”, mientras Julián y Carolina, todavía en piyama, miraban desde la puerta de la alcoba.

Infancia

Infancia, territorio iluminado
por la misericordia del recuerdo.
Niñez clara y fulgurante
bajo el mágico prisma de los años.

Ahora que navego
en mar abierto
hacia el confín de mis días
me guío por el faro
cada vez más nítido
de la inocencia perdida.

Entre las brumas del tiempo
me sonríe ligera, liviana
y bondadosa la calidez
imaginada del pasado.

Tuve y no tuve
la dicha de ser niña.
Si la tuve, la inventé.
Quiera Dios que pueda
con igual poesía
inventarme la luz
de las tardes por venir.

 

Diversos motivos

Sentada en el balcón, Tata fumaba su cigarrillo sin filtro y observaba, a veces, la actividad de la calle, y otras veces hacia el infinito sobre las copas de los árboles.

  Berenice llegó de trabajar y, como siempre, se quitó los zapatos para sentir en los pies el frío de la baldosa. Se sirvió un vaso de agua y fue a sentarse en el balcón al lado de su abuela.

— ¿En qué andas pensando tanto, Tata? — le preguntó Berenice.

  La abuela suspiró y respondió:

Pensaba, mijita, que estamos listos para morirnos cuando son demasiadas las cosas que no entendemos, o demasiadas las que no podemos aceptar.

Los residuos de ayer

 

Nada que acumule polvo

será ya de mi incumbencia,

ni tampoco las manchas escondidas,

e imposibles de alcanzar.

 

No tendrá la casa espacio

para telerañas, ni para eternas

causas de nostalgia

adheridas al anverso de las cosas.

 

Debajo de los objetos

no habrá más retratos olvidados

ni motivos para arriesgarse a ser

como la mujer de Lot, un montón de sal.

 

Solo quedan las ventanas

por donde la luz entra a dispersar

el necesario e inevitable pesar

que ahora se disuelve en sol.

 

El ejercicio inexorable de nacer

todos los días de los escombros

ha sembrado una flor en el dintel,

y hoy florece, testaruda, al amanecer.

Conozco el frío

El amanecer despuntaba con un frío nítido. Las aves cantaban arropadas todavía por la tenue luz amarillenta. Mariana se esforzaba en levantarse.

  La contundencia de la muerte era plomo en sus huesos y en su voluntad. Apagó la luz, dio media vuelta y se arropó bien, fijándose que la cobija le tapara el cuello por todos los lados.

  “¿Dónde estarán nuestros muertos?”, se preguntó por enésima vez, cerrando la pregunta con un hondo suspiro. Procuró no pensar en los arrumes de ropa en el piso, ni en las tazas sucias con los restos de café ya encostrados en su interior.

  Ahí se quedó dormida, otra vez con la esperanza siempre fallida de no volver a despertar.

De primaveras

Estás hecho de mis sueños

y de mis soledades

y habitas en la primavera

que no quiere marcharse de mi sangre.

Ella es obstinada. Persiste, desoyendo

las señales del otoño.

Ella se aferra por dentro de mis ojos

y me brota en ellos retoños de tus ojos

y en mis poros siembra lianas

que crecen sin parar

hacia el sol lejano de tu mirada muda.

La primavera sabe lo que hace.