El idioma de los tres valles

Las nubes están empezando a capturar y a reflejar el rosa con el que se despide una luna menguante. La grava cruje a sus pies. Los robles esperan. Los toches, los colibríes, los carpinteros y todos sus hermanos van acompañando el camino que asciende hacia el silencio.

  La cuesta de diez kilómetros es empinada, pero ella ya conoce el premio que la espera en la cima. Sudorosa y con las piernas temblorosas llega por fin al plano —demarcado por los dos árboles que ella ha visto en la distancia, como pintados sobre el borde de una meseta— y que es a la vez premio y anticipo de los paisajes que vendrán. Vira a la izquierda y encuentra el sendero que se adentra en un bosque nativo. Tan pronto empieza a descender por ese sendero hacia los valles se ve envuelta en el silencio que busca, en un susurro libre de las discordancias que creamos los seres humanos. Las hojas se mecen, el canto de los pájaros se multiplica, y empieza a hacerse audible el correr del agua del riachuelo.

  ¿Quién podría pensar que a solo doce kilómetros de las cuatrimotos, las cabalgatas de borrachos y las gentes que de diversas y bulliciosas maneras buscan entretenerse está ese paraíso? Continúa descendiendo por el sendero, y el sonido del agua que ahora forma pequeñas cascadas se escucha cada vez más cercano. Se arrastra por debajo de una cerca de alambre y vislumbra el anhelado valle, de tres que conforman ese escondite bajo las nubes. De pronto cae en la cuenta de que hace unas dos horas y cinco kilómetros no ha visto un solo plástico, ni un palito de bombón, ni una tapa de botella, ni un paquete vacío. Y en medio de la dicha recuerda las noticias de la mañana: otra ballena encallada que muere entre estertores, tratando de regurgitar de su buche siete kilos de plástico; el suburbio de una ciudad de la India cuyo apocalíptico paisaje es una interminable sucesión de accidentes geográficos hechos de basura.

  Maritornes contempla el valle de un prístino verde esmeralda, y las montañas entre azul y púrpura que lo flanquean. Piensa que el amor por la naturaleza, el afán por limpiarla, por amarla y por respetarla —la incontrolable inquietud por disfrutarla— no pueden ser ni el canto incomprendido de una minoría esclarecida, ni el privilegio de unos pocos, ni la excentricidad de unos cuantos. Tiene que ser, como el fin de la esclavitud, algo que genere un consenso universal, un lugar ético a donde nos arrastre sin ambages la fuerza de una nueva conciencia.

  Se sienta a la sombra de unos sietecueros, al pie de la montaña, a tomar un café que ha llevado en su termo y a tomar el desayuno. Los colibríes están interpretando alguna sinfonía de muchos músicos. El arroyo continúa con su hipnótico ronroneo. Maritornes respira a fondo esa soledad que la llena de alegría. Renuente, emprende el camino de regreso, anhelando poder retener en sus pupilas todos los tonos de verde que le ofrece el paisaje, y en sus oídos aquel murmullo de las hojas. Esta es aun otra de las muchas causas urgentes, la de comunicarnos con esa naturaleza pródiga, diversa, poderosa y misteriosa  en un idioma diferente al de la explotación.