Enséñame

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

            Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

            Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

            Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

            Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que en muchas personas suele haber atascado un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

Sobre lo (im)posible

 

A Maritornes le causa pesadumbre notar hasta qué punto nuestra posibilidad actual de conocer los peligros en los que nos movemos, los riesgos que corremos y los daños que hacemos nos está llevando a lo que parece ser un estado colectivo de desesperanza. Dada la calidad y la frecuencia de la información no es sorprendente que concluyamos con relativa certidumbre que ya no hay vuelta atrás en nuestro camino hacia uno u otro tipo de despeñadero.

  Algunos optimistas a ultranza, persistentes de oficio en el arte de la esperanza, por fortuna iluminan el camino. Y no se trata necesariamente de ingenuos, sino de personas capaces de observar con cierta distancia de cuántos atolladeros ha salido la humanidad en el pasado, cuántas conquistas reales hay, y por ende cuántos motivos para seguir creyendo que la raza humana no ha agotado, por mucho, su capacidad de ingenio para el bien.

  En días recientes Maritornes vio dos piezas audiovisuales que la llevaron a contemplar todo lo que el ser humano es capaz de hacer en las circunstancias más adversas. La primera acompaña a un escalador que subió solo y sin ningún elemento de seguridad por la cara vertical de una roca en un recorrido de poco menos de un kilómetro. El hombre, agarrado de las puntas de los dedos y apoyando las puntas de los zapatos en los más exiguos accidentes en la roca logró lo que nadie consideraba posible. El ser humano, enfrentado a su deseo de correr las fronteras, o de atravesarlas, en innumerables ocasiones ha redefinido lo que es posible y lo que no. La segunda narra la historia de un niño en un pueblo de Malaui, quien contra todo pronóstico y en medio de las más sobrecogedoras adversidades, encuentra la forma de solucionar un problema hasta entonces insoluble.

  ¿Cuántos escépticos no se han interpuesto a lo largo de la historia entre un problema y una solución? ¿Y cuántos soñadores no han logrado atravesar barreras de todo tipo —económicas, sociales o físicas— para traerle a la humanidad las vacunas, los antibióticos, diversos medios de transporte, la anestesia, el voto femenino, el fin del apartheid, y un sinnúmero de avances en diversos ámbitos?

  Tal vez no sea razonable, por el momento, esperar que sean la prensa y las redes sociales las encargadas de alimentarnos la esperanza. Quizás aún nos toque ser excavadores de motivos de aliento. Lo que sí es seguro es que de forma silenciosa, pero inexorable, en muchos lugares hay seres humanos pensando, sembrando, proponiendo, inventando e implementando aquellas ideas y cambios que el día de mañana nos despertarán al asombro de soluciones impensadas quizás para curar el Alzheminer, o para limpiar los océanos de los microplásticos o tal vez para diseñar un sistema político mucho mejor que las embrolladas democracias de hoy.

  La comprobada realidad del efecto pigmalión debe llevarnos a sopesar la incidencia que como individuos, y como sociedades, podemos tener, para bien o para mal, en las generaciones que se están formando. En ese orden de ideas, esperar lo mejor es una obligación con nuestra descendencia porque es la única forma de ayudarles a pararse firmemente en la plataforma desde la cual se conquistan los avances, es la única forma de protegerlos contra el oscuro manto de la claudicación.

Infancia

Infancia, territorio iluminado
por la misericordia del recuerdo.
Niñez clara y fulgurante
bajo el mágico prisma de los años.

Ahora que navego
en mar abierto
hacia el confín de mis días
me guío por el faro
cada vez más nítido
de la inocencia perdida.

Entre las brumas del tiempo
me sonríe ligera, liviana
y bondadosa la calidez
imaginada del pasado.

Tuve y no tuve
la dicha de ser niña.
Si la tuve, la inventé.
Quiera Dios que pueda
con igual poesía
inventarme la luz
de las tardes por venir.

 

La casa

Primero fue la ruina

que trajo sobre algunos

la tenaza del rencor

porque sí o porque no.

 

De las grietas brotaron,

solapadas, las malezas

y las arañas hilaron

sus nidos sobre el portón.

 

Los leños a medio quemar

ya no fueron retirados del hogar

y dos platos sucios en la sala

hablaban de orfandad.

 

Las hojas se agolparon

a los pies del ventanal

y el herrumbroso candado

dejó de funcionar.

 

Mustio de polvo

a duras penas dejaba pasar la luz

el hermoso vitral que fuera

pieza central de la vida familiar

 

Las cortinas que nadie quiso

ni abiertas ni cerradas

ya no abrigaban nada,

convertidas en mortaja vertical.

 

Después cayó la pérgola

sobre la rotonda de hortensias

que podara con dedicación la abuela

antes de entregarse al olvido.

 

Mario dejó de hablarle a Raquel,

y Raquel a los hijos de Juan.

Maruja se mudó a ultramar

huyendo de su propia soledad.

 

Hoy se han congregado todos

para presenciar el golpe final

y despedir, ateridos de nostalgia,

los muros que los vieron crecer.

 

Volarán por los aires las riñas y los perdones

las cenas alegres y las tristes,

lo tejido, lo anudado, lo dicho y lo callado,

ya solo serán escombros sobre el terraplén.

 

Todos saben que se les esfuma un mundo

que no volverá a ser,

y cada uno a su modo

se despide de su ayer.

 

Mas no todo está perdido

entre la polvareda final,

porque hoy los hermanos se abrazan,

frente al pasado, arrumado, a sus pies.

Los residuos de ayer

 

Nada que acumule polvo

será ya de mi incumbencia,

ni tampoco las manchas escondidas,

e imposibles de alcanzar.

 

No tendrá la casa espacio

para telerañas, ni para eternas

causas de nostalgia

adheridas al anverso de las cosas.

 

Debajo de los objetos

no habrá más retratos olvidados

ni motivos para arriesgarse a ser

como la mujer de Lot, un montón de sal.

 

Solo quedan las ventanas

por donde la luz entra a dispersar

el necesario e inevitable pesar

que ahora se disuelve en sol.

 

El ejercicio inexorable de nacer

todos los días de los escombros

ha sembrado una flor en el dintel,

y hoy florece, testaruda, al amanecer.

2019

Este fin de año a Maritornes la asaltó la duda de si escribir sobre el año que termina y el que comienza es un cliché, otro saludo a la bandera a inicios y fines ficticios ligados al calendario pero no a variaciones reales. Empero, se puso a pensar que ya sea impuesta por la costumbre, o por mudanzas tangibles y verdaderas, la tradición de evaluar, cerrar y empezar al unísono con el cambio del calendario, puede ser una buena oportunidad para repensar algunas cosas. Arrastrada, entonces, o entregada voluntariamente a la corriente evaluadora y soñadora de estos días, se puso a pensar en una forma de marcar el fin del 2018 y el inicio del 2019.

  Así pues que revisó lo escrito el año pasado por estas mismas fechas y consideró que, con ligeras revisiones, lo que había plasmado aún tiene validez, y quiso ponerlo de nuevo en primera fila de su conciencia, para no olvidarlo. Los siguientes fueron sus pensamientos del año pasado, que quiere trasladar al 2019.

A menudo lo que nos proponemos en Año Nuevo es una reescritura del propósito en el que fallamos el año anterior. Lo agregamos otra vez a la lista para arrastrarlo o empujarlo de nuevo año arriba todos los años, como sísifos condenados a repetir eternamente el ascenso con la carga, apenas para volver a rodar hasta el fondo de la sima. Maritornes quiso, por esa razón, confeccionar una lista ligeramente diferente, con menos probabilidades de fracaso, pero además universal, una lista que le sirviera como una especie de decálogo de vida, válida para todos los años. Las siguientes son, pues, sus metas para el 2019, que fueron las mismas del 2018.

  1. Confiar en que no es necesario hacerse propósitos de Año Nuevo porque lo que nos conviene se puede empezar en cualquier momento del año.
  2. Entender que si un propósito fracasa todos los años es porque o es imposible, o está mal formulado, o porque crearlo como propósito de Año Nuevo no sirve para nada.
  3. Concebir un nuevo año no como un capataz severo que nos exigirá el cumplimiento de una serie de tareas sino como la flor que se abre y cuya única función es coquetearnos para que salgamos al jardín a contemplarla.
  4. Contemplar el 2019 como la flor que se abre, como el amanecer que nos invita, como el bosque que nos susurra, como el silencio que nos habla, como una sucesión de cielos irremplazables tal como son —aspectos de mucha mayor transcendencia que esos actos de disciplina que nos parece debemos proponernos—.
  5. Embarcarse solo en lo que produce alegría genuina, o al menos una gran paz. Se propone no batallar a dentelladas contra nada y solo ir hacia donde la arrastre una corriente apacible.
  6. Entender que soltar puede ser más difícil que agarrar, y muchas veces infinitamente más sabio.
  7. Reiterar y renovar su convicción de que la vida es pródiga y de que en ocasiones es más provechoso pedir y soñar que proponerse. Considerar que lo pedido y lo soñado son a menudo palancas mucho más poderosas que los propósitos porque obtienen su poder directamente de esa dadivosa dependencia del universo que otorga a manos llenas al que sabe confiar.
  8. Recordar que ningún propósito vale la pena si nos hace perder la fe en algo que nos es fundamental.
  9. Erigir la alegría como estandarte y signo indiscutible del camino correcto.
  10. Mirar la vida con curiosidad, asombro y gratitud.

Virtudes de un padre

“Que no se nos mueran en diciembre”, suele decir su amada B. Maritornes no entendía muy bien de qué se trataba la preocupación con la fecha de la muerte, hasta que experimentó de primera mano lo que significa perder un ser querido en este mes de emociones en revuelo, en donde las nostalgias se arremolinan por los aires junto con las alegrías, en que el pasado, el presente y el futuro azotan el corazón por igual en medio de la búsqueda espiritual del significado de la Navidad.

  Cada 22 de diciembre, pues, comprende lo que B quiso decir. Por fortuna, como es época de exaltar las virtudes, asimismo en cada aniversario (este es el cuarto) puede contemplar —en medio de una temporada que nos torna fácilmente lábiles—, esas virtudes que tuvo su padre, y que siempre será bueno recordar para tratar de asumirlas como propias, en beneficio de sí misma y de quienes la rodean.

Tenía una inteligencia clara (como son todas las inteligencias superiores) que no se enredaba, ni se dejaba enredar en argumentos falaces.

፠ Demostraba su ternura con gestos físicos sutiles y respetuosos.

፠ Nunca se expresaba de forma descalificadora, adjetivada ni insultante sobre los demás.

፠ Concebía la vida como un juego lleno de acertijos por resolver.

፠ No hacía distingos de clases sociales en su trato con las personas.

፠ Tenía una gran compasión que lo llevaba a tender la mano a cualquier costo para  aliviar las penas y las necesidades del prójimo.

፠ Enseñaba gustosamente todo lo que sabía, y sabía mucho gracias a su apetito voraz por la lectura y a su buena memoria.

 ፠ Nunca dijo una palabra soez.

፠ Tuvo en la segunda parte de su vida una fe en Dios a prueba de todo.

፠ Vivía los reveses de la vida, por duros que fueran, con pragmatismo y sin actitudes dramáticas ni sentimentales.

፠ No mostraba autocompasión alguna.

Confiaba plenamente en sus seres queridos y en general, confiaba de las intenciones de los demás.

፠ Era optimista sobre el futuro.

፠ Era selecto y erudito en gustos musicales y escuchaba la música con reverencia y emoción silenciosa.

፠ Tenía un sentido del humor puntual, mordaz y certero, y muchas veces travieso.

፠ Era un excelente escucha y un gran consejero.

፠ No pareció nunca albergar un rencor ni referirse con dolor a los hechos del pasado.

፠ Era respetuoso a ultranza de la veracidad, de la libertad y de las opiniones ajenas.

፠ En todas sus transacciones buscaba siempre beneficiar a la contraparte.

፠ No contrajo deudas. En su código de vida no cabía la noción de estar endeudado.

፠ Fue ecléctico en sus intereses, lecturas y aficiones, sin presumir de sus conocimientos.

Por encima de todo, fue bondadoso, apacible, libre de iras, y vivió convencido de que cualquier desenlace, de algún modo, sería para bien.

Y para bien todo será, por más que a veces la mirada se nos ofusque y el corazón se nos arrugue cuando miramos la fuerza amenazante y desbocada de los torbellinos que nos circundan. Todo, aunque no sepamos cuándo, un día se resolverá en una eterna navidad de concordia. Su padre vivió entregado al sereno y natural fluir de la confianza, y por eso se fue tranquilo al lugar en donde florece a perpetuidad la confianza, en todas sus versiones felices.

La novia

Anoche soñé con claridades

y algunas cosas grises

es decir, con los matices

de todo lo posible salvo el negro

con todo lo posible salvo el odio.

Eran sueños blancos

de amor claro en fondo blanco

de amor franco y delicado.

Soñé que lograba despedirme de blanco

con el alma en blancos jirones

de amor deshilachado

como una novia desecha de tanto amar.

Y esa despedida blanca

de mi sueño despedazado al viento

fue el mejor encuentro

de una novia con su adiós enamorado.

Sonríeme

Sonríeme como ayer

para que tu sonrisa retoñe

en la estación perpetua

del solsticio vertical.

Lanza otra vez tu semilla

al viento de mi alma dispuesta

y verás cómo brotan capullos

en la cantera y la gres.

Sonríeme de costa a costa

que el secreto está en sonreír.

Y dame esa sonrisa tuya

que despierta paisajes dormidos

en el filo de la eternidad.

Otra versión de la espera

Por una ranura observó cómo el comandante, aburrido, pateaba con la bota de caucho el poste que sostenía, en medio del lodazal, la alambrada. Sacó el rudimentario radio que ocultaba bajo el colchón y lo tapó con la cobija mugrienta. Se cubrió la cabeza con la cobija y trató de escuchar.

   “…llegar a un acuerdo…”.

Después, sonido de estática. Su compañero de encierro roncaba el cansancio de las últimas travesías por la selva.

  Iba a apagar el radio, pero algo lo detuvo. Dos lágrimas silenciosas rodaron por su rostro macilento cuando escuchó la voz temblorosa que hacía esfuerzos por sonar firme: “Papá no pudo esperarte”.