Uno como los de antes

Todos conocemos los riesgos que implica recomendar libros, o películas, o que nos los recomienden. Hacerlo con tino requiere un conocimiento sensible y sintonizado de la otra persona. Pues bien, de vez en cuando una recomendación brilla entre todas las demás.

  Hace un mes, P, su amiga, le recomendó —y le prestó— a Maritornes un precioso librito escrito por el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton. Este libro de ensayo la trasladó a una serie de lecturas que creía perdidas entre las neblinas del pasado, esas lecturas contemplativas, lentas, descriptivas, poéticas y llenas de ensueño. Elogio del caminar, que es como se llama, le hizo recordar a Emerson, a Thoreau, a esos autores de no-ficción y amantes de la naturaleza, observadores de oficio, que solían mostrarle por dónde se accedía a algunos de los caminos y paisajes del alma.

  En el libro encuadernado en una sobria y bella edición de bolsillo de Siruela, Le Breton hace un recorrido por caminos y caminantes. Describe en un arco geográfico e histórico que no pretende ser exhaustivo, lo que caminar ha significado a lo largo de los tiempos y para ciertos caminantes emblemáticos. Nos lleva de la mano por el Camino de Santiago, por los Himalayas, e incluso por los vericuetos de las caminatas urbanas.

  Gran amante de las caminatas, Maritornes se rindió  —como hacía muchísimos años no lo hacía— al encanto de unas letras pausadas, pastoriles, sencillas e impecables para recorrer las sendas de la contemplación, de lo que significa degustar sin prisa un libro. Tuvo la fortuna de poder leerlo al arrullo del sonido del viento entre los árboles, y así, con sus oídos acariciados por ese susurro inigualable, regresó a otra forma de pasar las páginas, esa que se hace con tiempo para señalar con un lápiz aquella frase que nos cantó, que permite devolverse en las páginas para repasar un trozo especial, con esa sensación contraria a la que produce la ficción vertiginosa y llena de peripecias, es decir, con el deseo no de terminar el libro, sino de que nunca se acabe. No hay necesidad de saber qué va a pasar. Este tipo de libros no impulsan de forma lineal para llegar a un desenlace, sino que, como un camino serpenteante y libre invitan a regodearse en el momento y en la página presente, sin pensar en conflictos, tramas o nudos narrativos.

  De cierta forma Elogio del caminar se parece a muchas cosas que hemos dejado perder, al reposo silencioso, a la reflexión, a la lentitud, al saboreo, a mirar por la ventana, a lo que, antes que veloz, es hondo. Hay ciertas formas del arte y de las letras que se parecen a algo perdurable; uno sabe, piensa Maritornes, hay unos libros que uno pasa al siguiente lector sin mayor interés en registrar en qué manos están porque difícilmente querrá volver a leerlos; otros, sin embargo, pertenecen a esa especie que ocupa un lugar privilegiado en la mesa de noche y a los que uno quisiera volver una y otra vez. Son como esas cosas sencillas pero significativas de la vida que, de alguna forma, nos conectan con un posible origen, o con un apetecible destino, que habíamos olvidado.

Hora de aceptar el regalo

A punto de emprender un trayecto de treinta días a pie, se pregunta por qué caminar es para ella tan importante, tan fascinante, tan imprescindible. Lo fue en un tiempo en que el campo joven le abría los brazos. Después hubo una pausa llena de otros caminos que no buscaban sus pies sino sus minutos y su corazón. Otros llamados se imponían. Al final el encanto de caminar regresó a su vida.

  Ella sabe que camina porque hacerlo la deja a la vez vulnerable, expuesta a los elementos, y por otra parte siente por medio de sus pies el arraigo primigenio a esta tierra que tanto quiere ser generosa —cuando se lo permitimos—, esta tierra que poco pide a cambio de entregarnos el cielo y el rocío de la mañana. Por eso ahora, tal vez para compensar por todo el tiempo que anduvo su vida en la periferia de los caminos, ha decidido caminar treinta días seguidos a lo largo de unos 755 kilómetros.

  Piensa que tal vez después de tantos días de escuchar el ritmo de sus pasos sobre la grava su alma adquiera una cadencia más sintonizada con una música distinta a la del bullicio, literal y figurado, de cada día. No busca nada en particular sino darse la oportunidad de auscultar de nuevo con el fluir que indiquen las horas a su antojo un corazón que a veces no nos resulta tan fácil escuchar y que suele tener mucho para decirnos.

  Caminamos por primera vez para el ir al encuentro de los brazos de nuestros padres, que, ansiosos y sonrientes, nos animan a lograr la titánica tarea de llegar hasta ellos sin caer. La experiencia le ha enseñado a Maritornes que algo sonriente y de corazón abierto suele esperarnos al final de los pasos. Se manifiesta por lo general en una sensación de paz, de conexión telúrica, de apacible cansancio y de sincronía con el mundo después de los cuales una buena cena es la antesala de un sueño reparador y libre de las inquietudes malsanas que procrean en nuestra mente cuando nos alejamos del dulce ejercicio de ver, pie a tierra, amanecer.

  El camino que ahora se abre es un regalo, en el sentido más concreto de la palabra; un regalo de alguien con un don especial para escuchar los momentos, con una sensibilidad privilegiada para captar las oportunidades y de corazón generoso y decidido quien puso todo a su alcance y le dijo, “es hora”. Es también, desde luego, un gran regalo en el sentido más amplio y espiritual de la palabra. Es extraño que nos cueste tanto, a veces, aceptar y abrir el regalo, que permanece, a la espera, día tras día, a nuestros pies.

El idioma de los tres valles

Las nubes están empezando a capturar y a reflejar el rosa con el que se despide una luna menguante. La grava cruje a sus pies. Los robles esperan. Los toches, los colibríes, los carpinteros y todos sus hermanos van acompañando el camino que asciende hacia el silencio.

  La cuesta de diez kilómetros es empinada, pero ella ya conoce el premio que la espera en la cima. Sudorosa y con las piernas temblorosas llega por fin al plano —demarcado por los dos árboles que ella ha visto en la distancia, como pintados sobre el borde de una meseta— y que es a la vez premio y anticipo de los paisajes que vendrán. Vira a la izquierda y encuentra el sendero que se adentra en un bosque nativo. Tan pronto empieza a descender por ese sendero hacia los valles se ve envuelta en el silencio que busca, en un susurro libre de las discordancias que creamos los seres humanos. Las hojas se mecen, el canto de los pájaros se multiplica, y empieza a hacerse audible el correr del agua del riachuelo.

  ¿Quién podría pensar que a solo doce kilómetros de las cuatrimotos, las cabalgatas de borrachos y las gentes que de diversas y bulliciosas maneras buscan entretenerse está ese paraíso? Continúa descendiendo por el sendero, y el sonido del agua que ahora forma pequeñas cascadas se escucha cada vez más cercano. Se arrastra por debajo de una cerca de alambre y vislumbra el anhelado valle, de tres que conforman ese escondite bajo las nubes. De pronto cae en la cuenta de que hace unas dos horas y cinco kilómetros no ha visto un solo plástico, ni un palito de bombón, ni una tapa de botella, ni un paquete vacío. Y en medio de la dicha recuerda las noticias de la mañana: otra ballena encallada que muere entre estertores, tratando de regurgitar de su buche siete kilos de plástico; el suburbio de una ciudad de la India cuyo apocalíptico paisaje es una interminable sucesión de accidentes geográficos hechos de basura.

  Maritornes contempla el valle de un prístino verde esmeralda, y las montañas entre azul y púrpura que lo flanquean. Piensa que el amor por la naturaleza, el afán por limpiarla, por amarla y por respetarla —la incontrolable inquietud por disfrutarla— no pueden ser ni el canto incomprendido de una minoría esclarecida, ni el privilegio de unos pocos, ni la excentricidad de unos cuantos. Tiene que ser, como el fin de la esclavitud, algo que genere un consenso universal, un lugar ético a donde nos arrastre sin ambages la fuerza de una nueva conciencia.

  Se sienta a la sombra de unos sietecueros, al pie de la montaña, a tomar un café que ha llevado en su termo y a tomar el desayuno. Los colibríes están interpretando alguna sinfonía de muchos músicos. El arroyo continúa con su hipnótico ronroneo. Maritornes respira a fondo esa soledad que la llena de alegría. Renuente, emprende el camino de regreso, anhelando poder retener en sus pupilas todos los tonos de verde que le ofrece el paisaje, y en sus oídos aquel murmullo de las hojas. Esta es aun otra de las muchas causas urgentes, la de comunicarnos con esa naturaleza pródiga, diversa, poderosa y misteriosa  en un idioma diferente al de la explotación.

Algunos caminos

Se llamaban Los caminantes del no retorno. Eran un grupo variopinto. Cada uno había encontrado en caminar un alivio para los avatares de su vida. Gloria procuraba destrabar un divorcio prolongado que amenazaba dejarla no solo arruinada sino sin ganas de vivir. Andrés era un cocainómano sensible y retraído que apenas empezaba a creer en su rehabilitación. Caminando, Mariana olvidaba a ratos la vida malograda de su hijo. Fue Abel, el viudo, el que un día dijo, “¿Y si no volvemos?”

Se les ha visto en diversas partes del mundo, tostados por el sol. Su cara de felicidad los sorprende incluso a ellos mismos.