Un espacio para el espacio

El espacio es tanto, o más importante, que lo que ocupa el espacio. Si no hay espacio nada podría ocupar el espacio, y menos aquello que, ocupándolo, lo ensancha, como hacen con el alma el atardecer y el amanecer. Si no hay oscuridad no puede entrar la luz. La luz se debe a la oscuridad, como tantas cosas de verdadero valor se deben al vacío que las alberga para que puedan vivir.

El espíritu tiene sus pulsaciones semejantes y nos pide a veces con gran urgencia ser ensanchado porque no quiere ser el espacio para un alma que se parece al desván de un acumulador compulsivo, oscurecidas sus ventanas por los bártulos que las obstaculizan, atiborrada su poca luz, estrechadas sus posibilidades.

No es fácil preservar el zen de nuestra alma —ni el de nada—, la blancura luminosa de nuestros espacios vitales; no es fácil trabajar no para llenar sino para vaciar, de modo que se pueda recibir algo significativo, y contener la avalancha de nimiedades que pugnan por vivir allí donde quisiéramos que solo hubiera una ancha franja de paz entre la tierra y el firmamento. La vida, a veces la vida con su información intrascendente y omnipresente, con su chachareo habitual, nos suplica el acto misericordioso de parar de recibir el estímulo caótico del creciente arrume de palabras e imágenes.

El silencio, una especie de hibernación periódica de impulsos y el ayuno de todo lo que entra por nuestros oídos y nuestros ojos —no para ensancharnos el corazón sino para confundir y desordenar la preciada extensión de luz—, contribuyen a volver a su dimensión de amplitud los espacios perdidos. En ausencia del silencio, lo que se produce cuando entran otros sonidos es una cacofonía, una estresante sumatoria de ruidos en conflicto.

Por eso ahora surge toda una modalidad de lugares donde nos ofrecen no más, sino menos. Nos ayudan a despojarnos del celular, a entrar en comunión con la naturaleza, a mirar hacia los árboles, y hacia el cielo, y no a una pantalla digital. Qué fácil se nos olvida cómo es de grato ese espacio interior renovado y sereno gracias a la vastedad de los minutos de un día sin interrupción.

Sin esta higiene del alma no hay espacio para el espacio, y mucho menos para lo que perfuma ese espacio. Nos vamos llenando de ego, de ruido, de angustias y de opinión. Cuando el desván está lleno, los oídos cansados y el corazón ávido de las praderas abiertas por donde campea a su antojo el viento, no hay más remedio, ni mayor felicidad, que acatar amorosamente el llamado de las horas largas, del murmullo verde y de la canción silenciosa.