La noche no basta

Unos corremos, o caminamos, o nadamos, o nos vamos de vacaciones —o vemos televisión—, o tratamos de meditar por las mañanas, o simplemente dormimos y confiamos en que la noche nos renueve y nos conecte lo necesario con todos esos movimientos telúricos soterrados en nuestro inconsciente que requerirían ajustes y pausas conscientes para entenderlos. Hace unos decenios existía la costumbre de irse de retiro, por estos lares generalmente retiros católicos, unos más silenciosos y más meditativos que otros, unos más programados y con agenda más definida y otros destinados sencillamente al encuentro de una persona consigo misma.

  Hoy quizás son más frecuentes los retiros de origen oriental, el de yoga, el que se hace en un áshram en la India, el de vocación budista y un largo etcétera. Sea como sea, la evidencia apunta a que los seres humanos tenemos de tanto en tanto una gran necesidad de reconocernos en medio de algún silencio o de algún cambio radical en el entorno. Y Maritornes no se refiere a las vacaciones en una concurrida playa donde se toma ron y cerveza desde el mediodía. Se refiere a esa pausa de verdad propicia para la introspección, a una higiene del corazón.

  Daría la impresión de que de vez en cuando los seres humanos necesitamos hibernar, silenciar todos los ruidos y apartarnos de todo y de todos para poder escuchar la voz interior que pugna por darnos a conocer algo urgente sobre nosotros mismos pero que logramos silenciar a base de trajines y deberes, y a base de dejarnos ensordecer por ruidos externos y exigencias de todo tipo. No a todos nos resulta fácil entrar en esas pausas cargadas con el potencial del autoconocimiento, pero no hacerlo nos pasa muchas veces la factura en forma de enfermedades y agotamientos que nos piden a gritos detenernos y que terminan obligándonos a hacer el alto en el camino al que por largo tiempo le hicimos el quite.

  Se le ocurre a Maritornes que estos períodos destinados a la contemplación y a tratar de conocernos mejor deberían ser un ritual periódico de nuestras vidas. A lo mejor comprenderíamos con mayor prontitud las cosas que terminamos comprendiendo a la brava, forzados por las circunstancias; a lo mejor esos recesos crearían en nuestros cerebros nuevos circuitos por donde puedan correr corrientes más serenas. Es posible que en épocas de menos interconexión, de menos ubicuidad de la información, esos momentos apartados del tiempo ocurrieran más fácilmente dentro de la rutina. Hoy quizás es necesario buscarlos, ir a ellos. Requieren un decidido esfuerzo de la voluntad por mirarnos de frente y a fondo en un contexto en donde todo no nos invite a “hacernos los locos”. La noche cumple en parte esa función restauradora, pero en tiempos en los que somos literalmente bombardeados a diario por información que nos sacude —o nos fragmenta la atención—, sin misericordia, y donde un día debe rendir para lo que antes se hacía en una semana, nos toca buscar la forma de hibernar. Hoy, pareciera, la noche no basta.

Un espacio para el espacio

El espacio es tanto, o más importante, que lo que ocupa el espacio. Si no hay espacio nada podría ocupar el espacio, y menos aquello que, ocupándolo, lo ensancha, como hacen con el alma el atardecer y el amanecer. Si no hay oscuridad no puede entrar la luz. La luz se debe a la oscuridad, como tantas cosas de verdadero valor se deben al vacío que las alberga para que puedan vivir.

El espíritu tiene sus pulsaciones semejantes y nos pide a veces con gran urgencia ser ensanchado porque no quiere ser el espacio para un alma que se parece al desván de un acumulador compulsivo, oscurecidas sus ventanas por los bártulos que las obstaculizan, atiborrada su poca luz, estrechadas sus posibilidades.

No es fácil preservar el zen de nuestra alma —ni el de nada—, la blancura luminosa de nuestros espacios vitales; no es fácil trabajar no para llenar sino para vaciar, de modo que se pueda recibir algo significativo, y contener la avalancha de nimiedades que pugnan por vivir allí donde quisiéramos que solo hubiera una ancha franja de paz entre la tierra y el firmamento. La vida, a veces la vida con su información intrascendente y omnipresente, con su chachareo habitual, nos suplica el acto misericordioso de parar de recibir el estímulo caótico del creciente arrume de palabras e imágenes.

El silencio, una especie de hibernación periódica de impulsos y el ayuno de todo lo que entra por nuestros oídos y nuestros ojos —no para ensancharnos el corazón sino para confundir y desordenar la preciada extensión de luz—, contribuyen a volver a su dimensión de amplitud los espacios perdidos. En ausencia del silencio, lo que se produce cuando entran otros sonidos es una cacofonía, una estresante sumatoria de ruidos en conflicto.

Por eso ahora surge toda una modalidad de lugares donde nos ofrecen no más, sino menos. Nos ayudan a despojarnos del celular, a entrar en comunión con la naturaleza, a mirar hacia los árboles, y hacia el cielo, y no a una pantalla digital. Qué fácil se nos olvida cómo es de grato ese espacio interior renovado y sereno gracias a la vastedad de los minutos de un día sin interrupción.

Sin esta higiene del alma no hay espacio para el espacio, y mucho menos para lo que perfuma ese espacio. Nos vamos llenando de ego, de ruido, de angustias y de opinión. Cuando el desván está lleno, los oídos cansados y el corazón ávido de las praderas abiertas por donde campea a su antojo el viento, no hay más remedio, ni mayor felicidad, que acatar amorosamente el llamado de las horas largas, del murmullo verde y de la canción silenciosa.