El día despuntó con su frío habitual. No obstante, a lo largo de la jornada, el sol se mostró, y se escondió, con una agorera intermitencia. Tan pronto Maritornes salía a buscar un trocito de su calor, ya el sol se había ocultado de nuevo dando paso a una luz helada y blanquecina.
A eso de las cuatro y media de la tarde pasadas sintió el parpadeo sonoro que emiten los aparatos cuando se corta el fluido eléctrico. Se levantó de su silla para comprobar si aún había corriente y se sintió mareada. Se recostó contra el dintel de la puerta, suponiendo que algo extraño la aquejaba, cuando oyó el repicar de las ollas que, colgadas del techo, se golpeaban entre sí, no como encantadoras campanillas, sino como presagiando algo desagradable.
No tardó mucho en comprender que estaba en medio de un temblor. Su intuición la llevó, naturalmente, al jardín. Cuando daba la vuelta por detrás de su casa se topó con lo que tuvo que haber sido un enorme nido, por su tamaño tal vez confeccionado por una mirla, cuyo laborioso empeño en una de las ramas del magnolio tuvo un catastrófico fin por causa del terremoto.
La luz sabanera que suele parecerle tan encantadora en su misterio, en ese momento le pareció apenas inquietante. Además, alguno de sus electrodomésticos había sido incapaz de soportar la descarga eléctrica típica de la desconexión y la reconexión del fluido eléctrico y toda la casa olía a corto circuito. De alguna forma, cuando aún no había energía eléctrica y cuando, como es habitual, no tenía señal de celular, se enteró de que sobre la vía de acceso a su barrio habían caído dos grandes árboles que ahora cortaban el paso por completo.
Sin poder trabajar, y tratando de asimilar el ominoso halo que había adquirido la tarde, se sentó en una banca en el jardín a considerar este necesario recordatorio de la fragilidad de todo. En algún lugar a 87 kilómetros de profundidad las entrañas de la tierra se desplazaron sin previo aviso y alteraron lo suficiente la realidad que siempre creemos predecible para recordarnos que no lo es.
Tener presente la incertidumbre nos sirve para mantener la humildad. En el fondo, no controlamos nada. Somos los asombrados y fortuitos receptores del milagro cotidiano de estar vivos, y más allá de eso, de todos los milagros que se llaman simplemente la vida diaria: poder comer, recibir y dar amor, sentir el sol sobre la piel y poder percibir todo cuanto nos da alegría, e incluso aquello que nos entristece y nos preocupa, pero que justamente por eso da cuenta de que estamos vivos.
Maritornes cerró el día pensando en la importancia de saber interpretar los temblores, reales o metafóricos, como un mensaje salido de quién sabe dónde y que nos recuerda ser conscientes de nuestro carácter transitorio y nos invita a no malgastar el tiempo en nada que no sea aprender a amar la luz cambiante de los días.