La tomatina

Maritornes es una admiradora del ejercicio periodístico, de ese cuarto poder capaz de abrirnos los ojos a la realidad, de descubrirnos perspectivas, de indagar en rincones donde nadie más mira porque no quiere o porque no puede, y a partir de ello ayudar a tomar decisiones pertinentes o adoptar posturas consecuentes y constructivas. Digamos que ese es el ideal, pero, se pregunta, ¿qué es hoy el periodismo, qué se requiere para ejercerlo?

  Daría la impresión a veces de que para ejercerlo se requiriera solo una de dos condiciones: o una frivolidad pasmosa que repite verdades de a puño y preguntas preconfeccionadas, o si no, estar atrincherado en una posición que permita lanzar con desgaire críticas, comentarios mordaces, descalificaciones y opiniones. En parte el problema es que el periodismo está casi por completo politizado. Tradicionalmente los medios adoptaban, y ello se consideraba legítimo, una postura política, pero esto se torna problemático cuando, como suele ocurrir ahora, los periodistas y formadores de opinión parecen poco inclinados, en general, a explicarnos el porqué de su postura política, o de sus descalificaciones y acusaciones, y menos aún a sustentarla con información real y pertinente.

 Existen desde luego excepciones, pero en general, en los debates sobre los asuntos que nos conciernen y que son de cierta forma trascendentales para nuestra vida, es fácil sentirse en medio de una tomatina, en el fuego cruzado de una francachela sin un propósito diferente al de ejercer el liberador derecho a lanzar tomates a diestra y siniestra —solo porque ahí están los tomates, y ahí está el que puede recibir el tomatazo—.

  Van de un lado a otro los tomates, en general indistinguibles entre sí, opiniones acuñadas y adquiridas por lealtad a una filiación y no por análisis, y el ejercicio periodístico, sobre todo el de opinión, tiende a dejar apenas un reguero de pulpa que no sirve ni para sopa ni para ensalada. Solo será el detrito de ayer que habrá que limpiar hoy, antes de la nueva tomatina.

  En parte el problema surge de que el cuarto poder se entremezcle ahora con el quinto. Por un lado está el verdadero periodismo que prevalece con sus datos comprobados y con sus argumentos estudiados y esgrimidos fuera de trincheras ideológicas para obligarnos a pensar de una manera menos frívola y para ayudarnos a salir de nuestras propias trincheras, y por el otro estamos los demás, a quienes el simple hecho de tener una red replicadora a nuestro alcance nos convierte en opinadores y en generadores y repetidores de noticias de dudosa veracidad. Infortunadamente el cuarto ha adoptado más los vicios del quinto, que viceversa.

  Tal parece, sin embargo, que a todos nos encanta la tomatina virtual. Es divertida y es catártica; pero lamentablemente no solo es frívola sino a la larga lesiva para el pensamiento. Necesitamos, piensa Maritornes, que los medios pongan en relieve a más voces ponderadas, profundas y cuerdas que puedan sacarnos de la borrachera y el desenfreno y nos pongan, sobrios, en el camino de las ideas mesuradas y en el espacio despejado que permite, pasada la catarsis, pensar y analizar de verdad.

Cosas ocultas en «no»

No lo había notado. Algunas claridades tardan en llegar, o, como suele decirse, la vida es un aprendizaje eterno. No es psicóloga. Es posible que para los psicólogos esto sea un conocimiento común. Ella tuvo que entenderlo poco a poco.

  En su entorno hay personas con quienes sostiene fructíferas conversaciones en las que las diferencias dan pie a un delicioso vaivén intelectual en el que más bien se busca el encuentro, “tú piensas esto, lo que yo pienso es ligeramente diferente pero veo por qué puedes pensar lo que piensas”. Esa manera de debatir cualquier idea o propuesta lleva siempre en una espiral ascendente a un aprendizaje, a mirar la idea que se sostenía anteriormente desde otro ángulo u otra perspectiva de mayor alcance.

  A lo largo de la vida, sin embargo, se ha encontrado de tanto en tanto con personas con quienes este ejercicio resulta imposible. A cualquier propuesta la reacción es tan negativa como tajante, un rotundo clavar los talones en una inamovible oposición. Poco a poco fue aprendiendo que esta es una actitud constitutiva de ciertas personalidades que derivan valor emocional de estar siempre en desacuerdo, y de manifestarlo de manera inequívoca. No se trata de que haya que estar de acuerdo con todo lo que dicen los demás, cosa que denotaría una actitud pusilánime y “quedabien”; pero sin lugar a dudas existen dos extremos de esta posibilidad temperamental. Por un lado están aquellos que gustan más bien de encontrar los puntos de acuerdo con los demás, a quienes esto les reporta satisfacción intelectual y emocional, y otros a quienes, por el contrario, les resulta gratificante estar en desacuerdo, para quienes disentir —y mientras más radicalmente mejor—, es una forma de reafirmación personal, una suerte de blindaje frente a la “amenaza” difusa de ser convencidos de algo, o de tener que admitir que su anterior postura resistía mejorías. En los dos extremos ambas posiciones pueden ser perniciosas: es tan malsana la incapacidad de expresar respetuosamente que se está en desacuerdo, y entonces asentir a todo lo que dicen los demás, como la oposición sistemática a todo lo que se propone.

  Lo importante para ella —y por ende esta breve disquisición sobre el particular— es haber descubierto (un poco tarde para todo lo que habría podido servirle), que para un sinnúmero de personas (tal vez sin proponérselo) estar en desacuerdo equivale a un juego de poder que puede rendir grandes frutos. A muchas personas las sacude de una manera que las desconcierta y las deja sin habla un “no” o un desacuerdo expresado de forma categórica y, cuando esta dinámica es habitual, genera una disparidad de poder, una danza perversa entre un «superior» y un «inferior». Podría decirse, entonces, que el  desacuerdo sistemático es una forma simplificada y poco productiva de esgrimir poder. Develado el mecanismo quizás nos resulte más fácil convencer a esos opositores consuetudinarios de buscar la conciliación, y de centrar sus conclusiones en un pivote que no sea la búsqueda de aumentar su poder, o de afianzar una mal ganada superioridad.

La noche no basta

Unos corremos, o caminamos, o nadamos, o nos vamos de vacaciones —o vemos televisión—, o tratamos de meditar por las mañanas, o simplemente dormimos y confiamos en que la noche nos renueve y nos conecte lo necesario con todos esos movimientos telúricos soterrados en nuestro inconsciente que requerirían ajustes y pausas conscientes para entenderlos. Hace unos decenios existía la costumbre de irse de retiro, por estos lares generalmente retiros católicos, unos más silenciosos y más meditativos que otros, unos más programados y con agenda más definida y otros destinados sencillamente al encuentro de una persona consigo misma.

  Hoy quizás son más frecuentes los retiros de origen oriental, el de yoga, el que se hace en un áshram en la India, el de vocación budista y un largo etcétera. Sea como sea, la evidencia apunta a que los seres humanos tenemos de tanto en tanto una gran necesidad de reconocernos en medio de algún silencio o de algún cambio radical en el entorno. Y Maritornes no se refiere a las vacaciones en una concurrida playa donde se toma ron y cerveza desde el mediodía. Se refiere a esa pausa de verdad propicia para la introspección, a una higiene del corazón.

  Daría la impresión de que de vez en cuando los seres humanos necesitamos hibernar, silenciar todos los ruidos y apartarnos de todo y de todos para poder escuchar la voz interior que pugna por darnos a conocer algo urgente sobre nosotros mismos pero que logramos silenciar a base de trajines y deberes, y a base de dejarnos ensordecer por ruidos externos y exigencias de todo tipo. No a todos nos resulta fácil entrar en esas pausas cargadas con el potencial del autoconocimiento, pero no hacerlo nos pasa muchas veces la factura en forma de enfermedades y agotamientos que nos piden a gritos detenernos y que terminan obligándonos a hacer el alto en el camino al que por largo tiempo le hicimos el quite.

  Se le ocurre a Maritornes que estos períodos destinados a la contemplación y a tratar de conocernos mejor deberían ser un ritual periódico de nuestras vidas. A lo mejor comprenderíamos con mayor prontitud las cosas que terminamos comprendiendo a la brava, forzados por las circunstancias; a lo mejor esos recesos crearían en nuestros cerebros nuevos circuitos por donde puedan correr corrientes más serenas. Es posible que en épocas de menos interconexión, de menos ubicuidad de la información, esos momentos apartados del tiempo ocurrieran más fácilmente dentro de la rutina. Hoy quizás es necesario buscarlos, ir a ellos. Requieren un decidido esfuerzo de la voluntad por mirarnos de frente y a fondo en un contexto en donde todo no nos invite a “hacernos los locos”. La noche cumple en parte esa función restauradora, pero en tiempos en los que somos literalmente bombardeados a diario por información que nos sacude —o nos fragmenta la atención—, sin misericordia, y donde un día debe rendir para lo que antes se hacía en una semana, nos toca buscar la forma de hibernar. Hoy, pareciera, la noche no basta.

Los huevos y la puerta elástica

El 9 de febrero la Farc anuncia que debe replantear su permanencia en la campaña para la presidencia del 2018 debido a las reacciones hostiles de las que han sido objeto en diversas ciudades del país. Se valen los huevos, y no los botellazos ni las piedras, pero en tiempos de la validación —y en ciertos casos la entronización como encomiable expresión de desasosiego—, de la protesta social, la realidad es que un pueblo que manifiesta su opinión a base de lanzar huevos está también expresando un malestar que no ha sido atendido.

En la radio y en los medios se escucha frecuentemente cómo analistas y entrevistados se refieren a la necesidad de que dejemos atrás el odio (asunto indiscutible); pero ahí, en las discusiones relacionadas con las noticias de inicios de febrero venía pegado el corolario, el implícito tácito (que sí es muy debatible), de que la actitud hostil exhibida hacia la Farc era un acto de odio. Maritornes se pregunta desde cuándo el deseo de justicia se volvió sinónimo de odio. Gente llena de odio debe haber, con causa o sin ella, pero en lo que a ella respecta, no ha hablado hasta ahora con una sola persona, ni oído ni leído un informe sobre un colombiano víctima de los actores armados que diga que los odia y que clame venganza. En general las víctimas invitan al perdón, hablan de su lucha por perdonar, y expresan un dolor profundo, pero no odio.

Hagamos un vuelo imaginario a La Haya y situémonos en la sede de la Corte Penal Internacional para plantear una situación hipotética. La corte ha decidido que lo mejor es que todos le perdonen a Ratco Miladić y que para que haya paz se olviden de sus crímenes y le permitan ser candidato a la presidencia. Pongamos, para continuar el ejemplo, que un grupo de manifestantes lanza huevos y botellas cuando Miladić sale del tribunal. ¿Habría acaso un sector amplio de la opinión pública que acusaría a esos manifestantes de estar llenos de odio? ¿A quién le sirve la falacia de equiparar el deseo legítimo de justicia con el odio? Durante unos 50 años los colombianos hemos sido secuestrados, encerrados tras alambres de púas, hemos pagado dos y tres veces por un ser querido para después no saber siquiera dónde está el cadáver y un sinfín de horrores ampliamente conocido por todos y sufrido, directa o indirectamente, por casi todos los colombianos.

Se argumenta entonces que el prontuario criminal de las guerrillas debe ser mirado desde otra perspectiva porque está asociado con un supuesto deseo de remediar injusticias sociales. ¿Qué tribunal superior de la justicia universal estimó que su causa era tan legítima que justificaba reclutar niños a la fuerza y violar niñas y obligarlas luego a abortar, o poner en los pueblos cilindros bomba llenos de metralla impregnada con heces? ¿Será posible que en parte la razón por la que esa causa logra revestirse ante la opinión de cierta legitimidad es que ha pasado por el filtro con el que Europa mira hacia Latinoamérica y que no se trata de muertos ni de crímenes atroces europeos?

Hubo un plebiscito. El 53,23% de las personas que votaron pensaron que el Acuerdo, como estaba, no servía a la justicia, ni al futuro del país. Es difícil creer que la gran mayoría de esos 53,23% de votantes votaron “no” porque fueran una caterva de resentidos y rencorosos incapaces de perdonar y deseosos, ante todo, de no ver nunca a su país en paz, o una manada de zombies a quienes les lavaron el cerebro. No. Lo que aflora ahora es la indignación de unas personas que sienten alejarse, una vez más, la justicia. Decidir por qué y cuándo los sistemas judiciales exoneran a un criminal no es tarea menor y no es tarea que pueda hacerse de espaldas a aquellas personas cuyos derechos fueron vulnerados y cuyas mismas vidas cambiaron trágicamente de trayectoria por causa de esos crímenes.

O digamos por ejemplo que alguien conmina a las gimnastas estadounidenses a que perdonen a Larry Nassar, y que por tanto no exijan justicia para él, y que si no lo hacen entonces las acusen de estar llenas de odio y de ser incapaces de perdonar. Evidentemente hay inmensas diferencias en el caso de Nassar, y en el de Miladić, con el de Colombia, pero la esencia de todo esto es que perdonar no es lo mismo que no impartir justicia. Si perdonar obviara la justicia según está establecida en la mayoría de los países del mundo, tendríamos que reconfigurar todos los sistemas judiciales. Son dos cosas muy diferentes y por lo menos, por lo menos, no pueden cobrarse distinto los mismos crímenes según la orilla política a la que pertenezcan los criminales. No se puede estar cambiando a conveniencia el tamaño de la puerta. Y lo que los huevos lanzados quieren decir es que la gente está indignada porque mientras que la mayoría vivimos haciendo contorsiones para poder pasar por la estrecha puerta de los innumerables requisitos de la ley, hemos visto cómo se abren unos grandes portones dobles para que pasen por allí miembros de nuestra sociedad que accedieron a ese privilegio no por sus virtudes ejemplares sino, curiosa e inexplicablemente, gracias a sus crímenes.

Dejar de matarnos será una conquista siempre, pero la segunda conquista más importante, al menos en la democracia como la concebimos en este momento, es que el Estado no premie a los criminales mientras que hace oídos sordos a los reclamos de sus víctimas. Por la puerta ancha de la injusticia podría entrar una tempestad peor que la que ha amainado temporalmente.

¿Quién es Maritornes?

Esta Maritornes que nos concierne, un poco menos contrahecha que la original, se mueve también, como la de El Quijote, en el ámbito doméstico y desde este, concretamente desde el fogón —desde la lumbre de sus quehaceres— observa la realidad y reflexiona sobre ella. Su deseo de analizar los acontecimientos, y de encontrar con quién debatirlos, tuvo un largo período de hibernación. Se embarazó, perdió dos hijos, ganó tres —y ganó el  premio que a veces se desprende de enfocarse en un propósito de amor—. Corrió, no obstante, y sin haberlo medido, el riesgo de perder la voz. Su hablar se convirtió en un murmullo que aún hoy trata de modular para hacerlo audible. Podría decirse, incluso, que estuvo en peligro de perder su capacidad de pensar.

A Maritornes no le pesa haber dejado pasar oportunidades profesionales, ni la visibilidad que quizás pudo haberla acompañado. Ha sido una habitante más bien feliz de los alrededores del fogón. Ha criado a sus hijos y ha velado por aportar lumbre y luz al atesorado espacio del hogar.

En una vida alterna, Maritornes podría haber elegido la política. Le fastidia dejar que las cosas que le molestan pasen sin intervenirlas. Habría querido poder intervenir, apalancada en alguna de las formas democráticas, pero abriga la esperanza de que desde su fogón, desde donde trató de enseñar y de formar, y al pie del cuál siguió ejercitando su insaciable curiosidad y su avidez de conocimiento, se extiendan ondas de buena voluntad por medio de sus hijos.

Es Maritornes, no Dulcinea. No aspira a ser embellecida y transformada por la delirante mirada poética de nadie. Es orgullosamente Maritornes, en lo suyo, en una serena reivindicación de que desde el fogón se puede vivir la vida, mirar la vida, cambiar la vida y gozar la vida. Maritornes es tanto como cualquier otra persona dueña del derecho de prestar atención, de expresar su modo de pensar y de disentir o estar de acuerdo. Goza de la revolucionaria libertad de pensamiento de quien no tiene ni afiliaciones, ni deudas que pagar, ni adulaciones indispensables para poder continuar con su oficio.

También podría haber sido poeta, o novelista, o seguir siendo periodista, o ser cuentista. Finalmente, es de todo un poco. En medio de una pausa en su labor, Maritornes está sentada en su cocina, en una butaca sin espaldar recostada contra la pared, y sonríe. Aunque ha vivido a gusto muchos años sin hablar, está contenta de poder comunicarse. Se asoma a la puerta de su cocina y descubre, sorprendida, que una que otra persona se detiene a escuchar.