Obscenidades sorprendentes

Existen, piensa Maritornes, unas especies de fenómenos sociales obscenos que nos demoramos mucho en detectar y que por consecuencia hacen un daño prolongado que podríamos haber detenido antes. Suele ocurrir que cuando se detectan nos llevemos la mano a la cabeza y nos preguntemos con apesadumbrado asombro cómo fue posible que no nos diéramos cuenta para indignarnos a tiempo. A veces esto ocurre porque las más de las veces la prensa, de donde nos abastecemos de información, falla en poner el foco en asuntos de la mayor importancia o no les da la divulgación que se merecen.

            Para no dar muchos rodeos, el asunto que ocupa hoy a Maritornes es lo que se conoce como obsolescencia programada. Esta obscenidad consiste en que las empresas fabriquen deliberadamente los productos para que tengan fecha de caducidad, lo que obligará al usuario, aunque no quiera, a reemplazarlo. Conocemos el viejo dicho, “lo barato sale caro”. El problema es que sin que nos diéramos cuenta ni siquiera estábamos teniendo cómo escoger entre lo barato y efímero y lo fino y perdurable. En muchas casos pagamos caro por lo efímero, porque esa caducidad conviene, claro está, a la rentabilidad de las empresas, que entonces pondrán en el mercado el producto que sustituye aquel que caducó no porque el usuario quisiera invertir en un nuevo modelo, sino porque la obsolescencia programada le hizo imposible reparar o repotenciar lo que había comprado.

            Lo que apena es el tiempo que toma informarnos para poder actuar, como consumidores, según nuestra propia conciencia. Maritornes pertenece a una cultura familiar que le enseñó a reutilizar, a no reemplazar lo que todavía sirve, a prolongar el máximo posible la vida útil de las cosas. Era la cultura de los padres y los abuelos y de ahí hacia atrás, y es también la cultura ambiental de la sensatez. Tener poco, tener cosas que duren, no estar tirando a la basura lo que todavía funciona para no contaminar y no gastar más recursos.

            Por fortuna, casi siempre surge el rebelde visionario que nos abre los ojos y propone una solución, el pionero que a veces paga injustamente caro por la lógica y conveniencia de sus ideas. Benito Muros, español, administrador de empresas y piloto, ha tenido que enfrentar hasta amenazas de muerte por su insistencia en fabricar productos que no tengan programada su caducidad, y que, por el contrario, estén hechos para durar sesenta, setenta años. Su Fundación Feniss define un nuevo modelo industrial, económico y social que propende por la fabricación y el uso de productos perdurables, que además no traigan incorporada la opción de que las empresas fabricantes los controlen remotamente por medio de programas incrustados.

            Pronto, si todo marcha bien, los consumidores podremos ver en los productos el sello ISSOP (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada), que nos permitirá saber que se trata de un producto fabricado por empresas que están comprometidas con la sensatez de que los productos duren el máximo posible, no el mínimo conveniente a la codicia. En los tiempos de la información, como en toda la historia de la humanidad, la información es poder, y el poder de los consumidores informados es grande. Tal vez todavía haya muchas personas que prefieran comprar la aspiradora que dura un año, o el teléfono celular que dura dos, quizás eso sea lo que tengan al alcance de su bolsillo. Lo importante es que la obscenidad haya salido a la luz, para poder tener, los que queramos, la información que necesitamos para no hacer parte de ella.

Felicidades tenues

“Todo lo que vale la pena nace en la capilla del silencio y echa raíces en la soledad”. Su madre entrañable pronunciaba frases así. ¡Cuánto la extrañaba!

  Entró a la recóndita capilla enclavada en el bosque. Las piedras rezumaban humedad. Un solo vitral adornaba el recinto rústico y diminuto y por entre sus vidrios el sol vertía una luz tenue y multicolor. Como único símbolo religioso, un burdo crucifijo de madera colgaba detrás del altar de piedra, desprovisto de ornamentos.

  Yolanda se persignó y se arrodilló. Un manantial de música empezó a brotar desde su interior, ensanchándole el corazón.

  —Fiat, Señor, —dijo, como hablándole a su soledad en la penumbra, y se sintió más feliz que nunca

Uno como los de antes

Todos conocemos los riesgos que implica recomendar libros, o películas, o que nos los recomienden. Hacerlo con tino requiere un conocimiento sensible y sintonizado de la otra persona. Pues bien, de vez en cuando una recomendación brilla entre todas las demás.

  Hace un mes, P, su amiga, le recomendó —y le prestó— a Maritornes un precioso librito escrito por el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton. Este libro de ensayo la trasladó a una serie de lecturas que creía perdidas entre las neblinas del pasado, esas lecturas contemplativas, lentas, descriptivas, poéticas y llenas de ensueño. Elogio del caminar, que es como se llama, le hizo recordar a Emerson, a Thoreau, a esos autores de no-ficción y amantes de la naturaleza, observadores de oficio, que solían mostrarle por dónde se accedía a algunos de los caminos y paisajes del alma.

  En el libro encuadernado en una sobria y bella edición de bolsillo de Siruela, Le Breton hace un recorrido por caminos y caminantes. Describe en un arco geográfico e histórico que no pretende ser exhaustivo, lo que caminar ha significado a lo largo de los tiempos y para ciertos caminantes emblemáticos. Nos lleva de la mano por el Camino de Santiago, por los Himalayas, e incluso por los vericuetos de las caminatas urbanas.

  Gran amante de las caminatas, Maritornes se rindió  —como hacía muchísimos años no lo hacía— al encanto de unas letras pausadas, pastoriles, sencillas e impecables para recorrer las sendas de la contemplación, de lo que significa degustar sin prisa un libro. Tuvo la fortuna de poder leerlo al arrullo del sonido del viento entre los árboles, y así, con sus oídos acariciados por ese susurro inigualable, regresó a otra forma de pasar las páginas, esa que se hace con tiempo para señalar con un lápiz aquella frase que nos cantó, que permite devolverse en las páginas para repasar un trozo especial, con esa sensación contraria a la que produce la ficción vertiginosa y llena de peripecias, es decir, con el deseo no de terminar el libro, sino de que nunca se acabe. No hay necesidad de saber qué va a pasar. Este tipo de libros no impulsan de forma lineal para llegar a un desenlace, sino que, como un camino serpenteante y libre invitan a regodearse en el momento y en la página presente, sin pensar en conflictos, tramas o nudos narrativos.

  De cierta forma Elogio del caminar se parece a muchas cosas que hemos dejado perder, al reposo silencioso, a la reflexión, a la lentitud, al saboreo, a mirar por la ventana, a lo que, antes que veloz, es hondo. Hay ciertas formas del arte y de las letras que se parecen a algo perdurable; uno sabe, piensa Maritornes, hay unos libros que uno pasa al siguiente lector sin mayor interés en registrar en qué manos están porque difícilmente querrá volver a leerlos; otros, sin embargo, pertenecen a esa especie que ocupa un lugar privilegiado en la mesa de noche y a los que uno quisiera volver una y otra vez. Son como esas cosas sencillas pero significativas de la vida que, de alguna forma, nos conectan con un posible origen, o con un apetecible destino, que habíamos olvidado.

In Principio erat Verbum

En el principio era el verbo, la palabra. Sin entrar en análisis sesudos a la luz de la exégesis, piensa Maritornes, no es descabellado concluir a base de observación que, en efecto, primero es el verbo.

  La palabra, pudiera decirse, es el segundo paso en esa fundamental cadena que consta de pensar, decir, y hacer. Así las cosas, si la palabra es la hija primogénita del pensamiento y la antesala de la acción, quizás merece bastante mayor atención de la que se le presta por lo general en la actualidad, y sobre todo en los medios.

  Maritornes observa atónita el desgreño con el que por lo general se trata la palabra en estos tiempos de acceso generalizado a la posibilidad de expresarse ante un público amplio y creciente. Pareciera, por el contrario, que muchos medios hubieran tomado la decisión concertada de ahorrar en todo lo concerniente a la palabra y por ende en la formación de los redactores y en la contratación de correctores. Es como si a un fabricante de salsa de tomate le diera por ahorrar en los tomates, o al vendedor de arepas le diera por ahorrar en maíz.

  Mientras que los medios quieren persuadir al público de que pague por el contenido impreso o digital, “el carro logra ser evacuado”, “el crimen es perpetuado por una mujer”, “la nueva sede es aperturada” y la carta “recepcionada”, la preposición “frente” las reemplaza a todas y entonces se piensan cosas frente otras, y no sobre estas, y se reacciona frente a los hechos y no ante estos y los artículos caen sin remedio por el despeñadero de la indiferencia de modo que exista “casa de máquinas” y no “una” o “la” casa de máquinas y la enfermera le pide al paciente que “suba brazos” y “relaje cuerpo”, y así ad infinitum, y esto sin ahondar en la preponderancia del lenguaje soez, de los extranjerismos y de otros males omnipresentes.

  Lo preocupante es que si la palabra es reflejo y expresión del pensamiento —por lo que exige en materia de lógica, análisis y reflexión antes de considerarlo listo para la emisión—, con el deterioro del verbo viene inexorablemente el deterioro del pensamiento. En el mejor de los casos la palabra y el pensamiento se retroalimentan en un círculo virtuoso de complejidad, belleza y lógica. En el peor, la palabra refleja una atrofia en la capacidad de pensar antes de hablar, un deterioro en la posibilidad de profundizar en una idea, un desamor, o al menos un desinterés ampliamente extendido, en hacer de la expresión un trabajo de altura en el cual el privilegio de expresarse traiga consigo la obligación de hacerlo con ponderación y cuidado.

  En el principio era el verbo. La palabra es fundacional. No se trata de ejercer el arte vanidoso de cazar gazapos en lo que dicen o escriben los demás, se trata de intentar persuadir a un número creciente de personas de que por la vía de intentar expresarse lo mejor posible se aprende mucho más de lo que salta a la vista porque saber expresarse es, a menudo y de muchas formas, casi lo mismo que saber pensar.

Carta a un artista

Rebrujando papeles Maritornes se encontró con una carta abierta escrita hace muchos años por su amigo CA, quien se la entregó a Maritornes una tarde cualquiera en la que hablaban sobre el arte y sobre los artistas. Aunque CA la escribió pensando principalmente en su esposa, Maritornes considera hoy oportuno divulgarla entre sus lectores. Dice así:

A todos los artistas descorazonados.       

  Recuerdo con claridad la mañana de domingo en que S me contó esta historia de su infancia. Cursaba segundo o tercero de primaria en un colegio religioso de su ciudad. La profesora había puesto de tarea a las niñas escribir, para el día siguiente, un cuento. La niña, en esa etapa vivaz, entusiasta y transparente en que los niños aún no han aprendido a relacionarse con la vida tras la mampara del recelo, o del cálculo, se fue contenta a casa a escribir. Era algo que le encantaba hacer, contar cuentos. Al día siguiente, llena de orgullo, lo entregó a la profesora, quien se tomó los pocos minutos que tardaba leerlo. Levantó la mirada y la fijó unos instantes en la niña antes de pronunciar las siguientes palabras: “S, siéntese, y tiene cero por mentirosa, porque este cuento tan bien redactado no lo pudo haber escrito usted”.

  Traigo a colación esta historia porque viene muy a propósito de lo que es a menudo la vivencia de los artistas (aunque no exclusivamente la de ellos). Consideremos, para empezar, a los niños que sienten despertar en su interior —en ese lugar sagrado en que los niños todavía piensan solo en posibilidades y no en obstáculos— una vocación artística para la escritura, la danza, la pintura, la actuación, el canto, o un sinnúmero de otras expresiones artísticas. Aún plasman sus brochazos y cantan sus canciones con prístino entusiasmo. Lo más frecuente es que, si quisieran persistir en esa vocación, hacer de ella un modo de ganarse la vida, tendrán que golpear y golpearse contra muros y techos invisibles que les hacen casi imposible avanzar.

  Es la naturaleza de la vida, y no solo la de los artistas, buscar incesantemente el camino cuando uno parece haberse cerrado sin remedio. Sin embargo hoy quiero escribir esta carta de amor a los artistas, a aquél que, solitario, se pregunta después del rechazo número cien si su vocación es un sinsentido. Quiero decirles cuántas veces, sin que se los haya podido expresar, sus palabras, sus cuadros, su voz, sus manifestaciones artísticas me han cambiado la textura del corazón, cuántas veces el arte me ha posibilitado mirar un horizonte cuya existencia desconocía, me ha permitido entrever el cielo, o al menos la forma en que me estoy privando de él, o me ha sensibilizado a realidades que no me había detenido a mirar, cuántas veces me han puesto la piel de gallina porque su arte me ha hecho comprender algo que no es posible poner en palabras. Decenas de veces un poema, una canción, una coreografía, han descrito algo que apenas estaba tomando forma en mí, es decir, me han llevado sobre sus alas hasta la otra orilla de un pensamiento o un sentir inconcluso.

  Gracias, pues, por participar en algo tan noble como el perenne acto creativo del universo, y por hacerlo en la soledad de noches de incomprensión, en medio, a menudo de privaciones, a costa de apartar a dentelladas el tiempo para crear a la vez que estás obligado a ganarte la vida en otro oficio que no te llena el alma. Gracias por mostrarme cómo es posible que el alma se conmueva mientras que un acto artístico la sacude de sus cimientos y la deja, para bien, asomándose a la vida por una ventana antes oculta.

  La pequeña S creció y se convirtió en una mujer de una sensibilidad polifacética y refinada que, sin embargo, nunca ejerció en ningún arte. Y, desde luego, nunca volvió a escribir. Su inteligencia, su pasión y su talento se marchitaron frente al que para ella fue el infranqueable cristal de la incomprensión. Si esta carta sirve para animar aunque sea a un artista a punto de darse por vencido, en el sentido de considerar que su arte “no sirve”, habrá cumplido su propósito. Los artistas son al alma lo que la primavera a las estaciones (y no necesariamente porque siempre nos traigan un mensaje alegre), sino porque lo que brota de sus espíritus creativos le da sentido a todo lo demás.

  Una vez más, gracias.

 

 

Thank you, Mary

Gracias. Pocas veces, piensa Maritornes, se siente la necesidad de pronunciar esa palabra desde el fondo del corazón, auténticamente sentida y, sobre todo, dirigida a un artista. En este caso se trata de una poeta estadounidense que falleció a los 83 años el 17 de enero.

  Mary Oliver cantó, como han hecho muchos poetas y ensayistas norteamericanos —Walt Whitman, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, por mencionar solo algunos—, a la naturaleza. A pesar de los cuestionamientos de algunos críticos, persistió en la simplicidad de su lenguaje, y en la búsqueda de un discurrir esperanzador para sus versos y un final luminoso, todo alrededor de una observación minuciosa y adoradora de la naturaleza que la rodeaba.

  En 1984 le fue concedido el Premio Pulitzer por American Primitive, “una distinguida colección de versos originales escritos por una autora estadounidense”. En 1992 ganó el National Book Award por el libro New and Selected Poems. Fue una poeta de sus lectores, más que de los críticos. Tenía una convicción arraigada en que la poesía no tenía que ser compleja, o hermética o vanguardista para expresar algo que valiera la pena. Y eso bastó para que los críticos subieran una ceja y debieran explicarse a sí mismos cuando declaraban el gusto por su poesía. Un artículo de la revista The New Yorker (Ruth Franklin, 20 de noviembre 2017) tenía un título muy diciente: “What Mary Oliver’s Critics Don’t Understand”, o “Lo que no entienden los críticos de Mary Oliver”). En el artículo ella recorre primero, someramente, las palabras de los detractores de Oliver, de quienes volcaron en ella la ironía demoledora con la que muchos críticos echan de un bramido a los artistas al desván de los cursis, un desván del que difícilmente lograrán salir.

  Sin embargo, los versos de Oliver soplaron con suavidad pero con persistencia contra la cortina invisible que separa en arte lo que se vale y lo que no. Del otro lado de esa cortina invisible la esperaban con los brazos abiertos y el corazón sintonizado miles de lectores en busca de una poesía que se dejara leer.

  Maritornes hoy le dice gracias a Oliver por entregar una poesía que estaba con sus lectores, y no en contra de ellos. También hay poesía que no está ni en contra ni a favor de nadie. Y desde luego hay artistas que solo están a favor de sí mismos y otros, que como Mary, se empequeñecen, se diluyen como el atardecer, para dejar que brille ese intangible que persigue el arte y que, como la luna llena, nos dice algo que no sabemos poner en palabras.

  A pesar de sus dolores, de su infancia llena de traumas, maltratos y soledad, ella supo poner todo en palabras a las cuáles es posible regresar una y otra vez con la certeza de que, aunque exploren el lado oscuro de la vida, nunca blandirán un cuchillo. Por el contrario, siempre serán una ventana por dónde asomarse hacia arriba.

  Thank you, Mary!

Microantología de los poemas de Mary Oliver

Breakage

I go down to the edge of the sea.

How everything shines in the morning light!

The cusp of the whelk,

the broken cupboard of the clam,

the opened, blue mussels,

moon snails, pale pink and barnacle scarred —

and nothing at all whole or shut, but tattered, split,

dropped by the gulls onto the gray rocks and all the moisture gone.

It’s like a schoolhouse

of little words,

thousands of words.

First you figure out what each one means by itself,

the jingle, the periwinkle, the scallop

       full of moonlight.

Then you begin, slowly, to read the whole story.

 

Wild Geese

You do not have to be good.
You do not have to walk on your knees
for a hundred miles through the desert, repenting.
You only have to let the soft animal of your body
love what it loves.
Tell me about despair, yours, and I will tell you mine.
Meanwhile the world goes on.
Meanwhile the sun and the clear pebbles of the rain
are moving across the landscapes,
over the prairies and the deep trees,
the mountains and the rivers.
Meanwhile the wild geese, high in the clean blue air,
are heading home again.
Whoever you are, no matter how lonely,
the world offers itself to your imagination,
calls to you like the wild geese, harsh and exciting —
over and over announcing your place
in the family of things.
 

The Journey
One day you finally knew
what you had to do, and began,
though the voices around you
kept shouting
their bad advice —
though the whole house
began to tremble
and you felt the old tug
at your ankles.
«Mend my life!»
each voice cried.
But you didn’t stop.
You knew what you had to do,
though the wind pried
with its stiff fingers
at the very foundations,
though their melancholy
was terrible.
It was already late
enough, and a wild night,
and the road full of fallen
branches and stones.
But little by little,
as you left their voices behind,
the stars began to burn
through the sheets of clouds,
and there was a new voice
which you slowly
recognized as your own,
that kept you company
as you strode deeper and deeper
into the world,
determined to do
the only thing you could do —
determined to save
the only life you could save.

 

 

La novia

Anoche soñé con claridades

y algunas cosas grises

es decir, con los matices

de todo lo posible salvo el negro

con todo lo posible salvo el odio.

Eran sueños blancos

de amor claro en fondo blanco

de amor franco y delicado.

Soñé que lograba despedirme de blanco

con el alma en blancos jirones

de amor deshilachado

como una novia desecha de tanto amar.

Y esa despedida blanca

de mi sueño despedazado al viento

fue el mejor encuentro

de una novia con su adiós enamorado.

Dubán

Pasadas las tres de la tarde, Maritornes se bajaba de un vehículo desde el puesto del pasajero. Abrió la puerta y sintió el golpe y el rechinar de metal contra metal que anuncian siempre que algo desagradable acaba de ocurrir. El motociclista estaba tendido sobre el andén, la moto a su lado, y el espejo retrovisor y otras piezas no muy lejos del lugar, daban cuenta del estropicio.

 Pronto fue claro lo que había ocurrido. Ella había abierto la puerta sin verificar que nadie estuviera rebasando el vehículo estacionado por el estrecho espacio que quedaba a la derecha entre este y el andén.

  El infaltable oportunista y opinetas de oficio se hizo presente de la nada para asignar culpas y responsabilidades, agitar los ánimos y atizar el mayor conflicto posible. El conductor de la moto se incorporó, se retiró el guante, y se cercioró de que la mano que sentía lastimada no tuviera nada de gravedad. El oportunista trataba de echarle la culpa al de la moto, el conductor del vehículo de servicio público analizaba el daño a su puerta, y ella, con esa reacción instintiva tan difícil de modificar pensaba en que debía asumir la responsabilidad.

  “Lo siento”, le dijo al de la moto, “antes de abrir la puerta, yo debí haber mirado si venía alguien”. Tan pronto vio la reacción del hombre, sus ojos asustados y su ademán suave, supo que no estaba ante el habitual energúmeno. No hubo insultos, ni improperios, ni menciones de tal o cual poder adquisitivo como causa de todos los accidentes y todas las desventuras humanas.

  Ella se apresuró a entrar a la cita, no sin antes entregar (lo sabe, contra lo que cualquiera habría aconsejado), su número telefónico. Con el corazón contristado pasó una tarde melancólica pensando en que el muchacho de la moto dijo no tenerla asegurada, y sin poder olvidar su mirada de angustia.

  A eso de las 8 de la noche entró un mensaje a su celular. “Buenas noches, señora, cómo se encuentra”, decía. La conversación siguió en los términos más cordiales y respetuosos. Dubán, que así se llamaba el muchacho de la moto, le hacía a Maritornes el más leve y respetuoso recordatorio de que arreglar su moto le costaría un dinero que no tenía. Dubán asumió su parte de responsabilidad por rebasar por la derecha un vehículo estacionado, le dio las gracias a Maritornes por reconocer su parte de responsabilidad, no pidió ningún dinero en específico y ella se comprometió a aportar algo. La sesión de mensajes terminó en bendiciones y en recomendaciones mutuas de cuidarse y cerró con las siguientes palabras, por parte de Dubán: “A pesar de todo, un placer conocerla. Personas sensatas como usted ya no quedan”.

  Esa noche Maritornes se fue a dormir con una extraña sensación de plenitud en el corazón, a pesar del accidente. Algo en este intercambio le hablaba de esa posibilidad que tan a menudo olvidamos de no vernos como adversarios atrincherados sin remedio en la obligación de defendernos o de atacar. Sabe que no olvidará los nobles ojos de este muchacho, ni sus palabras, que dan cuenta de lo fácil que sería, con la dosis necesaria de cortesía, de gallardía y de nobleza, ofrecerle al otro, en cualquier circunstancia, lo mejor de nuestro corazón.

  Gracias, Dubán.

Otra versión de la espera

Por una ranura observó cómo el comandante, aburrido, pateaba con la bota de caucho el poste que sostenía, en medio del lodazal, la alambrada. Sacó el rudimentario radio que ocultaba bajo el colchón y lo tapó con la cobija mugrienta. Se cubrió la cabeza con la cobija y trató de escuchar.

   “…llegar a un acuerdo…”.

Después, sonido de estática. Su compañero de encierro roncaba el cansancio de las últimas travesías por la selva.

  Iba a apagar el radio, pero algo lo detuvo. Dos lágrimas silenciosas rodaron por su rostro macilento cuando escuchó la voz temblorosa que hacía esfuerzos por sonar firme: “Papá no pudo esperarte”.

El búho y el pavo real

 

Tener espíritu crítico, o al menos ejercitar de vez en cuando el discernimiento, es una necesidad. Es lo que nos sirve para conservar la independencia moral y espiritual y lo que nos ayuda a no sucumbir a la manada. Es un requisito indispensable del pensamiento inteligente. Sin embargo, por esas paradojas de la vida, y tal vez por esa dinámica misteriosa en que una cosa se vuelve fácilmente su contraria, el espíritu crítico puede irse convirtiendo imperceptiblemente en un remedo de sí mismo, en todo lo contrario, es decir, en una pose, en una afectación nacida no del pensamiento sino de una aún no identificada necesidad de darse importancia, de llamar la atención, de parecer original a toda costa. Y esa búsqueda sin tregua del ingenio y la diferenciación se satisface superficial —y perniciosamente— con relativa facilidad con tan solo activar el reflejo de no estar de acuerdo nunca, poniendo en movimiento la capacidad de verle siempre a la luz su sombra.

  No obstante lo anterior, en estos tiempos en que prácticamente nunca estamos incomunicados, ser original es cada vez más difícil. Esa puede ser la razón por la cual en esa búsqueda de la prenda intelectual que se oculta en el fondo del cajón de las ideas, la que nadie ha encontrado o expresado, la que parece única, un sinnúmero de intelectuales y pensadores (o de no tan pensadores pero al menos sí “expresadores”), de columnistas, de quienes de una u otra forma influyen sobre la opinión caen tan a menudo en un espíritu crítico en exceso mordaz, en un escepticismo irredento y en un inexorable pesimismo. Es una forma fácil de lucirse. Menos rutilante es saber decir o escribir que ahí vamos, que encontraremos el camino, que ese que parece tan malo puede tener algo bueno, que no todo son malas intenciones y marrullas y que no necesariamente el que cree en la posibilidad de la bondad humana es un simplón, que no siempre el que le apunta a que las cosas pueden salir bien lo hace porque o tiene motivos ulteriores, o porque no ha aprendido a pensar, como si pensar fuera lo mismo que desconfiar, como si analizar fuera lo mismo que descalificar.

  Reseñar lo bueno y ensalzarlo puede hacernos parecer ingenuos y carentes de sofisticación. Según el código contemporáneo en boga, es más cosmopolita, más sofisticado, más chic criticar, encontrar el defecto en la virtud, derribar la torre que construirla.

  En estas cavilaciones andaba Maritornes cuando se encontró con la siguiente cita en El llamado de la tribu, de Mario Vargas Llosa:

«Y en su discurso inaugurando el Festival de Salzburgo, consagrado a Mozart, [Karl Popper] declaró: ‘Soy un optimista. Soy un optimista en un mundo en el que la ingelligentsia ha decidido que uno debe ser un pesimista si quiere estar a la moda’ ”.*

  No pudo menos que sonreír de encontrarse en tan buena compañía, nada menos que en la de Popper y en la de Vargas Llosa. Lo dicho: La originalidad no es tan fácil… y la originalidad no siempre es lo más importante. En materia de pensamiento, consideró Maritornes, tal vez es mejor parecerse al búho que al pavo real.

            * Mario Vargas Llosa, La llamada de la tribu, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2018, p. 163