El mejorismo

Es una “religión” cuyos adeptos tienen un solo credo que se manifiesta en acciones que se ubican en el polo opuesto a la desidia y la indiferencia. Pongamos por ejemplo a su prima, M, que vive en una ciudad turística, una ciudad que es considerada tesoro de la humanidad, pero cuya administración deja mucho que desear. Ella sale y observa cómo con las canecas de basura existe un amplio margen de intervención para que funcionen adecuadamente, para que cumplan a cabalidad su propósito, y como pertenece a la religión mejorista, no puede menos que reunirse con otros correligionarios para inventar y proponer una mejor forma de hacer las cosas.

  Otros van con la corriente, y se limitan a patear a su paso la basura real o metafórica para que estorbe lo menos posible, o se acomodan detrás de un parapeto (de nuevo real o metafórico) para no verla y con ello olvidarse de sus existencia. Sin embargo, existe por fortuna toda una escuela de mejoristas, que ojalá creciera como la proverbial espuma, como esos impulsos que se apoderan con fuerza telúrica de la imaginación y la voluntad colectiva, para dar paso a esa sucesión de cambios que, sumados, van transformando para bien la vida de las personas.

  Entre los mejoristas hay quienes ven un hueco en la calle y están obligados por su religión a reportarlo, hay quiénes se desvelan pensando cómo se podrían solucionar todos esos nuditos y molestias cotidianas que nos dificultan la vida. Y entonces escriben cartas y procuran hacerse oír con propuestas que en muchas ocasiones son apenas un asunto de sentido común que no ha encontrado un mejorista que goce de suficiente de poder para apadrinar la idea y convertirla en realidad.

  A un mejorista se le debió ocurrir que hubiera baños en los que cupiera una silla de ruedas, a otro que debería haber números en Braile en los ascensores, a otro se le debió ocurrir diseñar unos quioscos para las ventas callejeras que ofrecieran comodidad a los vendedores y una estética uniforme y amable a los compradores.

  Son mejoristas también quienes, cansados de ver sus productos sobreempacados en un mundo que se ahoga en basura innecesaria se inventaron el “plastic attack” para dejar en el carrito de compras todos los empaques redundantes; o los que con ingenio e imaginación escriben a la Real Academia Española solicitando la inclusión de una palabra que no existe; o los que se inventan un canguro para bebé que no maltrate y que sea fácil de quitar y de poner.

  La lista es infinita y variada, pero los mejoristas son todos los hacedores cuya religión interior les impide pasar por encima de lo que no funciona sin tratar de hacer algo al respecto, por pequeño que sea, así se limite a trasladar la información necesaria para que otros intervengan. A ellos les debemos muchas de las cosas que hoy damos por descontadas y que cambiaron la vida para siempre, como el alcantarillado, o los andenes, o las maletas con ruedas, por mencionar solo una ínfima parte de la interminable sucesión de pequeñas mejoras que ha habido a lo largo de la historia de la humanidad.

  Muchas de estas cosas tardan en llegar porque dependen de avances tecnológicos, o de materiales o máquinas que aún no existen. Otras, sin embargo, dependen solo de la voluntad colectiva de no andar con los ojos cerrados, sino abiertos para observar dónde y cómo las cosas pueden ser mejores, y la voluntad para no desviar la mirada y en cambio correr la rama donde alguien puede tropezar, escribir la carta que sugiere, repensar el proceso, contemplar soluciones o mover el obstáculo.

  No es descabellado pensar que la existencia de una masa crítica de mejoristas podría darles el vuelco a muchas sociedades, solucionar una buena cantidad de problemas y encaminar a las ciudades, las regiones y los países en procesos de avance acelerados. Ojalá en muchos lugares se encuentre la forma de darles espacios de acción a estos compulsivos del mejoramiento, sin quienes estaríamos hoy privados de muchas de las disposiciones y elementos que facilitan la vida.

Adenda

¿Cuándo se le ocurrirá a un mejorista hacer en todas partes suficientes baños para que las mujeres no tengan que esperar en fila?

¿Por qué no, por qué no y por qué no?

 

Las ideas importan y tienen valor. Maritornes no se refiere a todas, desde luego, ni a las ideas perogrullescas y contrarias al sentido común, como la de pavimentar ríos, que a veces hemos visto con horror convertidas en realidad y que son engendradas por personas a las que un conocido comentarista radial llama con sorna y pavor comprensible “gente con ideas”. Sin embargo, ocasionalmente surgen propuestas sencillas —casi demasiado simples para recibir el nombre de ideas—, que no necesariamente desembocan en absurdos y que, inexplicablemente, a pesar de su obviedad, o tal vez por esa misma razón, se quedan huérfanas de promotores, flotando en el éter de la posibilidad sin que nadie las acometa.

  Cualquier idea, aun las que a la larga generan bienestar, es susceptible de encontrarse con el escepticismo, con voces que claman que cosas tan simples no pueden funcionar. No obstante, el escepticismo siempre ha necesitado el contrapeso del sueño y del idealismo —y de la diligencia— y en este mundo por naturaleza complejo, intrincado y multifactorial, no debemos olvidar que muchos avances han surgido de ideas de sentido común que por alguna ignota razón tardamos en implementar.

  Maritornes se pregunta, por ejemplo, por qué no podría ser que todos los establecimientos públicos en donde se sirvan alimentos y bebidas estén obligados a poner sobre la mesa, sin costo, una jarra de agua. Ella observa con perplejidad cómo la gente en los restaurantes pide agua embotellada en plástico en lugar de tomar un agua de grifo perfectamente potable. Lo que ella quiere decir es que la falta de disponibilidad, o el cobro del agua potable en los restaurantes, va en contravía del supuesto propósito de morigerar el consumo de plásticos de un solo uso que condujo a que se cobrara un impuesto a las bolsas plásticas. Cada uno debe ser libre de pedir agua mineral, o agua embotellada en vidrio, si la quiere, pero el acceso al agua potable de grifo debe ser una obligación de los establecimientos públicos por lo menos para que el que así lo quiera pueda optar por no contaminar con plástico. Algunos restaurantes lo hacen, entregan por solicitud de los comensales agua del grifo, pero otros cobran por el servicio de garrafa de agua servida de la llave. La disponibilidad de una jarra de agua potable en cada mesa nos educaría para seguirnos desmontando del agua embotellada que no necesitamos.

  También se pregunta por qué no podría ser, digamos, que los municipios contrataran un buen arquitecto o varios buenos arquitectos para elaborar una variedad de planos de vivienda y locales comerciales cuya estructura y cuyos acabados guardaran concordancia con el entorno y con la tradición. Según esta propuesta, el municipio regalaría esos planos a quien los quisiera y ofrecería un descuento en el impuesto predial a los propietarios que embellecieran su vivienda y sus locales según esos planos. Es lamentable ver cómo las personas que se lucran con el comercio al borde de las carreteras carecen o de la noción de importancia, o de las herramientas, para hacer de esos locales y viviendas algo grato a la vista. No es una trivialidad. Cuántos pueblos y vías rurales no podrían convertirse en pintorescos rincones, y así ver aumentado su turismo, si se iniciara un esfuerzo por ayudarles a sus habitantes a sustituir vidrios polarizados azules, balaustradas y perfiles de aluminio por elementos armoniosos entre sí y con la tradición.

  Para terminar con otra pregunta sobre lo simple, ¿por qué no puede ser que las diversas empresas de recolección de basuras ofrezcan vender a plazos a todos sus usuarios una pequeña máquina de compostaje para después recomprarles —aunque sea por una módica suma que estimule la práctica—, ese humus, que serviría para abonar los parques y las zonas comunes de pueblos y ciudades? Esa recompra podría parecerse a la de la energía autogenerada, un sistema que ya es realidad en varios países del mundo pero que aún no llega a Colombia. Invitar a la gente a convertir sus basuras orgánicas en humus aliviaría enormemente la presión en los basureros con sus odiosos lixiviados, y facilitaría el reciclaje de aquellas cosas que, al mezclarse con basura orgánica, devienen imposibles de reutilizar.

  Nada de lo anterior es extraordinariamente oneroso en logística, o costoso per se. Como esas propuestas podrían surgirles a los ciudadanos cientos, si no miles, de ideas útiles; pero para aprovecharlas haría falta un canal de comunicación y unos administradores y dirigentes con talento para la ejecución que fueran capaces de hacerse con entusiasmo creador la pregunta retórica que antecede a muchos avances: ¿Y por qué no?