Infancia

Infancia, territorio iluminado
por la misericordia del recuerdo.
Niñez clara y fulgurante
bajo el mágico prisma de los años.

Ahora que navego
en mar abierto
hacia el confín de mis días
me guío por el faro
cada vez más nítido
de la inocencia perdida.

Entre las brumas del tiempo
me sonríe ligera, liviana
y bondadosa la calidez
imaginada del pasado.

Tuve y no tuve
la dicha de ser niña.
Si la tuve, la inventé.
Quiera Dios que pueda
con igual poesía
inventarme la luz
de las tardes por venir.

 

El mejorismo

Es una “religión” cuyos adeptos tienen un solo credo que se manifiesta en acciones que se ubican en el polo opuesto a la desidia y la indiferencia. Pongamos por ejemplo a su prima, M, que vive en una ciudad turística, una ciudad que es considerada tesoro de la humanidad, pero cuya administración deja mucho que desear. Ella sale y observa cómo con las canecas de basura existe un amplio margen de intervención para que funcionen adecuadamente, para que cumplan a cabalidad su propósito, y como pertenece a la religión mejorista, no puede menos que reunirse con otros correligionarios para inventar y proponer una mejor forma de hacer las cosas.

  Otros van con la corriente, y se limitan a patear a su paso la basura real o metafórica para que estorbe lo menos posible, o se acomodan detrás de un parapeto (de nuevo real o metafórico) para no verla y con ello olvidarse de sus existencia. Sin embargo, existe por fortuna toda una escuela de mejoristas, que ojalá creciera como la proverbial espuma, como esos impulsos que se apoderan con fuerza telúrica de la imaginación y la voluntad colectiva, para dar paso a esa sucesión de cambios que, sumados, van transformando para bien la vida de las personas.

  Entre los mejoristas hay quienes ven un hueco en la calle y están obligados por su religión a reportarlo, hay quiénes se desvelan pensando cómo se podrían solucionar todos esos nuditos y molestias cotidianas que nos dificultan la vida. Y entonces escriben cartas y procuran hacerse oír con propuestas que en muchas ocasiones son apenas un asunto de sentido común que no ha encontrado un mejorista que goce de suficiente de poder para apadrinar la idea y convertirla en realidad.

  A un mejorista se le debió ocurrir que hubiera baños en los que cupiera una silla de ruedas, a otro que debería haber números en Braile en los ascensores, a otro se le debió ocurrir diseñar unos quioscos para las ventas callejeras que ofrecieran comodidad a los vendedores y una estética uniforme y amable a los compradores.

  Son mejoristas también quienes, cansados de ver sus productos sobreempacados en un mundo que se ahoga en basura innecesaria se inventaron el “plastic attack” para dejar en el carrito de compras todos los empaques redundantes; o los que con ingenio e imaginación escriben a la Real Academia Española solicitando la inclusión de una palabra que no existe; o los que se inventan un canguro para bebé que no maltrate y que sea fácil de quitar y de poner.

  La lista es infinita y variada, pero los mejoristas son todos los hacedores cuya religión interior les impide pasar por encima de lo que no funciona sin tratar de hacer algo al respecto, por pequeño que sea, así se limite a trasladar la información necesaria para que otros intervengan. A ellos les debemos muchas de las cosas que hoy damos por descontadas y que cambiaron la vida para siempre, como el alcantarillado, o los andenes, o las maletas con ruedas, por mencionar solo una ínfima parte de la interminable sucesión de pequeñas mejoras que ha habido a lo largo de la historia de la humanidad.

  Muchas de estas cosas tardan en llegar porque dependen de avances tecnológicos, o de materiales o máquinas que aún no existen. Otras, sin embargo, dependen solo de la voluntad colectiva de no andar con los ojos cerrados, sino abiertos para observar dónde y cómo las cosas pueden ser mejores, y la voluntad para no desviar la mirada y en cambio correr la rama donde alguien puede tropezar, escribir la carta que sugiere, repensar el proceso, contemplar soluciones o mover el obstáculo.

  No es descabellado pensar que la existencia de una masa crítica de mejoristas podría darles el vuelco a muchas sociedades, solucionar una buena cantidad de problemas y encaminar a las ciudades, las regiones y los países en procesos de avance acelerados. Ojalá en muchos lugares se encuentre la forma de darles espacios de acción a estos compulsivos del mejoramiento, sin quienes estaríamos hoy privados de muchas de las disposiciones y elementos que facilitan la vida.

Adenda

¿Cuándo se le ocurrirá a un mejorista hacer en todas partes suficientes baños para que las mujeres no tengan que esperar en fila?

El cielo, a la medida

A lo mejor la vida —esta y cualquiera otra que haya—, son más justas de lo que imaginamos. Quizás lo que tenemos en este trayecto de existencia, y en el que seguirá, está dado por la medida de lo que seamos capaces de concebir. Además, por definición, lo que seamos capaces de concebir tiene las dimensiones de lo que nuestra expansión de conciencia permite; y para sumarle a una posibilidad justa, sobre nuestra expansión de conciencia sí tendríamos cierto grado de dominio y control. Podemos, por ponerlo de alguna forma, echar el alma al potrero, o elegir contenerla entre barrotes mentales.

  En la vida de Maritornes es cada vez más frecuente el fallecimiento de personas cercanas a su corazón; y esas ausencias la han puesto a pensar en las versiones posibles de la vida subsiguiente para cada una de esas almas. Cuando consideraba cómo sería el cielo que les esperaba, un pensamiento entre absurdo y real visitó su conciencia. ¿Qué tal que ese cielo, o ese infierno, o ese limbo, o esa extinción fueran lo que son porque así lo imaginó cada una de esas personas? ¿Qué tal que el destino posvida en la tierra nos tenga deparado exactamente lo que fuimos capaces de creer que habría para nosotros, ni más, ni menos?

  Esta idea, desde luego, no ha de ser nueva en medio de una larguísima historia de las ideas, pero Maritornes ha querido concretarla en una maqueta mental, en una creación plena de detalles y por ello lleva un buen tiempo diseñando su cielo: quiénes estarían y quiénes por nada del mundo; cómo pasaría sus horas, si las hubiera —y, según su diseño, sí las habrá para poder conocer el antes y el después de las cosas felices—. En el ámbito que nos es próximo, el de esta vida, también todos conocemos situaciones en las que nos preguntamos si será posible que las realidades de las personas tengan mucho menos de fortuito o accidental de lo que ellas quieren creer. Conocemos personas a las que “todo les sale mal” en medio de circunstancias más bien favorables, y otras que, aun en medio de la adversidad, logran revertir el inminente desastre para crear vidas productivas, llevaderas y relativamente alegres. ¿Será posible que fuera su imaginación, su capacidad de inventarse a sí mismas, el poder creativo de sus pensamientos el que determinó el nivel de satisfacción en el que transcurrieron sus vidas?

  Solo por si acaso fuera cierto que tenemos más poder de crear la realidad del que sospechábamos, todos los días Maritornes le agrega a su cielo nuevas especies de árboles, traza riachuelos por todas partes, hace florecer esos árboles que sembró, hace caer nieve de prístina blancura, pone a cantar toda clase de aves, a conversar a sus amigos bajo una pérgola que mira a un ancho y verde valle, y así sucesivamente, cada noche, esa es su tarea: embellecer su cielo con lo que conoce y con lo que logra inventar. Pasan cosas extrañas, sin lugar a dudas. Pocos días después de empezar a hacer su ejercicio de imaginación, se encontró con esta cita en El remordimiento, de Fernando González: “Así, no hay premios ni castigos. El cielo consiste en el estado de conciencia adquirido a tiempo de morir. Lo mismo, el infierno. Es un estado resumen de la conciencia”. Así pues que, animada por el filósofo de Otraparte, continuará en su empeño por ensanchar de bondades materiales e inmateriales el horizonte de su cielo, ejercicio que con frecuencia, además, termina mostrándole algo que no siempre vemos, y es cuánto del cielo ya hay en la tierra.