El no como filosofía de vida

La debacle general seguramente no provendrá de cataclismo alguno, ni de guerras universales, ni siquiera de catástrofes ambientales. La debacle sobrevendrá, sin duda, de la extinción paulatina del sentido común. Y el arma mortal que acabará con este es una palabra breve que funciona como arma contundente. Se llama No.

  Hace poco Maritornes fue testigo de cómo la administración de su ciudad flanqueó una entrada cómoda, lógica y amable a un edificio con una serie de bolardos inexplicables a los que ya varios conductores inadvertidos y sofocados han colocado a golpes en posición inclinada. Diagonal a este edificio hay otro que tuvo la inteligencia de sacrificar el precioso metraje cuadrado para poder contar con una bahía que permitiera a los conductores pasar por el frente del edificio sin entorpecer el tráfico. Pues bien, un amigo del No, un enemigo del sentido común, resolvió cerrar con bolardos el acceso a la bahía, de tal modo que los automóviles que deban detenerse un instante a dejar o a recoger a una persona ahora se ven obligados a parar en la calle y a obstaculizar el tráfico. Por todas partes surgen conos, maletines de concreto, bolardos de plástico y cierres que indican unos noes gratuitos e ilógicos que desesperan.

  No, y no, y no, pero casi nunca sí. No se puede estacionar acá (¿dónde sí?); no se puede vender acá (¿dónde sí?); no se puede tomar el bus acá (¿dónde sí?); no se puede girar a la izquierda acá (¿dónde sí?); no se puede dar la vuelta en u (¿dónde sí?); no se puede descargar mercancía (¿en dónde sí?)…

  El asunto no es de poca monta porque los noes configuran enemistades, antagonismos y frustraciones, sobre todo cuando se trata de las relaciones entre el Estado que aprieta y ahorca a punta de noes a unos ciudadanos ávidos, ansiosos, anhelantes de síes. La conclusión no es que todo debería poderse, que con el ánimo de facilitar deba dárseles una especie de patente de corso a todos los comportamientos que puedan llevar al caos y al anarquismo. Se trata de un planteamiento actitudinal y filosófico en virtud del cual el Estado (así como los particulares, por qué no) podríamos tratar de pensar más en sí y menos en no.

  Maritornes se atrevería a decir que todos conocemos esa especie colonizadora de hábitats como las juntas de acción comunal, las de administración de conjuntos y edificios, de administraciones distritales y de países y comités de trabajo y un sinfín de espacios cuyo nombre, lema, bandera y estandarte es el no. Por cada propuesta que hace algún tímido que propone una mejora, un representante de esta especie salta a decir que no, que no se puede, que no se debe, que no y que no.

  Ni el mundo se hace, ni el progreso se logra, ni el bienestar se incrementa, ni un país ni una ciudad avanzan con el no a la carga. Algunos noes serán necesarios, sin duda, para contener aberraciones y gravedades, pero en la vida corriente tendrían que ser mucho, pero mucho más escasos que los síes, que es desde donde la vida sonríe y abre las puertas.

… digamos, por ejemplo, acá si puedo esperar o dejar, sin tener que estacionar, un pasajero en el aeropuerto; digamos por ejemplo, sí puedo pagar los impuestos en todos los bancos y por Internet; digamos hay miles de lugares para estacionar, solo no se puede en unos pocos; pongamos por ejemplo cuando el carro no puede circular hay más de un sí en el que puedo transportarme; sí se puede hacer la cita por teléfono… SÍ

¿Por qué no, por qué no y por qué no?

 

Las ideas importan y tienen valor. Maritornes no se refiere a todas, desde luego, ni a las ideas perogrullescas y contrarias al sentido común, como la de pavimentar ríos, que a veces hemos visto con horror convertidas en realidad y que son engendradas por personas a las que un conocido comentarista radial llama con sorna y pavor comprensible “gente con ideas”. Sin embargo, ocasionalmente surgen propuestas sencillas —casi demasiado simples para recibir el nombre de ideas—, que no necesariamente desembocan en absurdos y que, inexplicablemente, a pesar de su obviedad, o tal vez por esa misma razón, se quedan huérfanas de promotores, flotando en el éter de la posibilidad sin que nadie las acometa.

  Cualquier idea, aun las que a la larga generan bienestar, es susceptible de encontrarse con el escepticismo, con voces que claman que cosas tan simples no pueden funcionar. No obstante, el escepticismo siempre ha necesitado el contrapeso del sueño y del idealismo —y de la diligencia— y en este mundo por naturaleza complejo, intrincado y multifactorial, no debemos olvidar que muchos avances han surgido de ideas de sentido común que por alguna ignota razón tardamos en implementar.

  Maritornes se pregunta, por ejemplo, por qué no podría ser que todos los establecimientos públicos en donde se sirvan alimentos y bebidas estén obligados a poner sobre la mesa, sin costo, una jarra de agua. Ella observa con perplejidad cómo la gente en los restaurantes pide agua embotellada en plástico en lugar de tomar un agua de grifo perfectamente potable. Lo que ella quiere decir es que la falta de disponibilidad, o el cobro del agua potable en los restaurantes, va en contravía del supuesto propósito de morigerar el consumo de plásticos de un solo uso que condujo a que se cobrara un impuesto a las bolsas plásticas. Cada uno debe ser libre de pedir agua mineral, o agua embotellada en vidrio, si la quiere, pero el acceso al agua potable de grifo debe ser una obligación de los establecimientos públicos por lo menos para que el que así lo quiera pueda optar por no contaminar con plástico. Algunos restaurantes lo hacen, entregan por solicitud de los comensales agua del grifo, pero otros cobran por el servicio de garrafa de agua servida de la llave. La disponibilidad de una jarra de agua potable en cada mesa nos educaría para seguirnos desmontando del agua embotellada que no necesitamos.

  También se pregunta por qué no podría ser, digamos, que los municipios contrataran un buen arquitecto o varios buenos arquitectos para elaborar una variedad de planos de vivienda y locales comerciales cuya estructura y cuyos acabados guardaran concordancia con el entorno y con la tradición. Según esta propuesta, el municipio regalaría esos planos a quien los quisiera y ofrecería un descuento en el impuesto predial a los propietarios que embellecieran su vivienda y sus locales según esos planos. Es lamentable ver cómo las personas que se lucran con el comercio al borde de las carreteras carecen o de la noción de importancia, o de las herramientas, para hacer de esos locales y viviendas algo grato a la vista. No es una trivialidad. Cuántos pueblos y vías rurales no podrían convertirse en pintorescos rincones, y así ver aumentado su turismo, si se iniciara un esfuerzo por ayudarles a sus habitantes a sustituir vidrios polarizados azules, balaustradas y perfiles de aluminio por elementos armoniosos entre sí y con la tradición.

  Para terminar con otra pregunta sobre lo simple, ¿por qué no puede ser que las diversas empresas de recolección de basuras ofrezcan vender a plazos a todos sus usuarios una pequeña máquina de compostaje para después recomprarles —aunque sea por una módica suma que estimule la práctica—, ese humus, que serviría para abonar los parques y las zonas comunes de pueblos y ciudades? Esa recompra podría parecerse a la de la energía autogenerada, un sistema que ya es realidad en varios países del mundo pero que aún no llega a Colombia. Invitar a la gente a convertir sus basuras orgánicas en humus aliviaría enormemente la presión en los basureros con sus odiosos lixiviados, y facilitaría el reciclaje de aquellas cosas que, al mezclarse con basura orgánica, devienen imposibles de reutilizar.

  Nada de lo anterior es extraordinariamente oneroso en logística, o costoso per se. Como esas propuestas podrían surgirles a los ciudadanos cientos, si no miles, de ideas útiles; pero para aprovecharlas haría falta un canal de comunicación y unos administradores y dirigentes con talento para la ejecución que fueran capaces de hacerse con entusiasmo creador la pregunta retórica que antecede a muchos avances: ¿Y por qué no?

Cómo ahorcar al Rey Midas

“Salió una nueva norma”. Esa es la frase que aterroriza a los empresarios en Colombia; a los principiantes porque el anuncio les indica que ahora tendrán que trepar aún otro peldaño para poder operar en la legalidad; y a los establecidos porque entienden que a la maraña de disposiciones gubernamentales emitidas por diversos estamentos descoordinados se le acaba de agregar otra que los recarga, los desconcierta y los distrae de su verdadera misión empresarial.

  La frase vaticina la aparición de otro elemento de tortura administrativa no solo para los empresarios, sino también para los proveedores de servicios. Pongamos por ejemplo a la odontopediatra que, asfixiada por una nueva norma, tras una nueva norma, tras otra nueva norma, es decir, por el enloquecedor mutatis mutandis de los requisitos, (que en este caso no quiere decir “cambiar lo que haya que cambiar”, sino “cambiar todo lo que se pueda cambiar”) concluyó que como por cumplir tantas normas no tenía ya tiempo de atender a los pacientes, lo mejor era cerrar su práctica. Se aburrió, por ejemplo, de hacer todas las semanas un comité de personal con su auxiliar, con quien lleva trabajando 25 años, y de redactar el acta correspondiente que le exige la ley. Se desmotivó, por ejemplo, porque apenas remodeló su consultorio esmerándose por cumplir la norma al pie de la letra, salió una nueva que requiere que el grifo del lavamanos sea accionado a pedal, lo cual le implica volver a romper la obra que acaba de terminar. ¿Quién que ame su oficio quiere verlo invadido hasta la extinción y la asfixia por labores burocráticas y administrativas que nada tienen que ver con él?

  O pongamos por ejemplo a la señora que, hábil para la repostería, quiso vender sus pasteles. Lejos estaba de imaginarse que cuidar la cadena de frío cuando entrega lo que ha producido incluía llenar con cierta periodicidad ¡en el mismo día! una bitácora de la temperatura a la que viajan en la furgoneta sus pasteles. Ello redunda, desde luego, en que la señora, si es perseverante, insistirá en vender sus pasteles a los clientes que no le exigen el registro del Invima o de Sanidad o que, si es menos insistente, desistirá de su negocio, para beneficio de nadie y detrimento de todos. Así como ocurrió en el caso de la odontopediatra, habrá nuevos desempleados y menos negocios tributando. No puede uno dejar de preguntarse, además, dónde estará el registro del Invima o de Sanidad del señor que fríe chorizos y asa arepas en cualquiera de nuestras calles. ¿Será de vital importancia que la señora que vende los domingos jugo de naranja a los deportistas haga comité de personal y certifique su cadena de frío?

  De manera muy similar, la dueña de un jardín infantil refiere su frustración porque la cantidad de normas, entre ellas, por ejemplo, que todos los minibuses para transportar a los niños tengan rampa de acceso para silla de ruedas, o que frente a cada uno de los lavamanos en el jardín haya un “instructivo” completo que describa la forma adecuada de lavarse las manos, la ahogan y no le dejan tiempo para pensar en lo que es su verdadera vocación, es decir, velar por el bienestar y el desarrollo de los niños. Las NIIF, la Jornada Familiar Semestral, la sala de lactancia con protocolo de bioseguridad, la factura electrónica (que no se hace directamente con la DIAN sino que exige la intermediación de un tercero), la lista es, y cualquier empresario puede dar fe de ello, poco menos que infinita. La última vez que Maritornes estuvo donde el ginecólogo le preguntó por qué había quitado la cortina-biombo, de plástico, que separaba del consultorio el área para cambiarse. El médico, claro está, había tenido una visita de los encargados de hacer cumplir las normas y estos le informaron que esa cortina plástica acumulaba polvo y por lo tanto atentaba contra la salud de las pacientes. Se vio obligado, por la misma razón, a retirar una porcelana que representaba una mujer embarazada. Viéndolo bien, algo extremadamente riesgoso para sus pacientes.

  Fuimos una nación de empresarios y fundadores entusiastas —de empresas, de universidades, de entidades de servicios públicos, de todo lo que va ayudando a construir una vida próspera y organizada—, pero parece ser que ahora todos los funcionarios que alimentan una burocracia obesa y obtusa (y que, claro está, se alimentan a su vez de ella) justifican su existencia por medio de expedir normas y de agregarle a “la normatividad vigente” toda suerte de pormenores y novedades carentes de sentido común. Sin peligro de exagerar podría calificarse como una tragedia que en Colombia el deseo de innovar, de crear y de fundar —tan propio de la mejor versión del ser humano—, se estrelle una y otra vez contra una espinosa e inestable malla de normas cada día más infranqueable. El desarrollo no se logra a base de expedir normas exageradas e inconexas. Empresarios y proveedores de servicios están desistiendo a velocidades alarmantes. El desconsuelo es generalizado. Poca riqueza crea el Estado por sí solo. Los reyes midas de la economía de un país son esos empresarios y proveedores. Mal futuro nos espera si no nos dedicamos con denuedo a aflojarle la soga al Rey Midas, en vez de dejar que unos cuantos continúen empeñados en terminar de ahorcarlo.

P.D. Quien quiera armarse de valor, o tenga la suficiente curiosidad —o el tiempo— puede darse una paseadita por los cuarenta pantallazos, aproximadamente, de la norma sanitaria de la Alcaldía de Bogotá para la producción de alimentos, donde verá, por ejemplo, que las esquinas y los bordes deben ser redondeados. ¡Feliz lectura! http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=54030