Aliteraciones

La pizzería era acogedora y el momento perfecto. Desprevenido y alegre, Javier conversaba con la mujer de sus sueños.

  —A C la dejé porque se ponía tanga seda dental. Me aburrí de M porque me esperaba en el aeropuerto con botas de tacones y el pelo lacado. De E me decepcioné porque tenía un tatuaje. A H la dejé cuando me di cuenta de que se había hecho cirugía plástica en la nariz y en el mentón.

  Carolina, cuyo rostro se había ido transformando imperceptiblemente, se levantó con suavidad y le clavó la mirada en los ojos.

  —Y a ti te dejo por pendejo. Y tras pronunciar esa aliteración accidental pero contundente, abandonó el restaurante.

Libertad incondicional

Sentado en su silla de ruedas, miraba por la ventana hacia las montañas.

  —Si quieres puedes venir a ver televisión —dijo la voz desde la habitación contigua.

  Rodrigo permaneció en silencio, esperando la siguiente invitación, que vendría inexorablemente.

  —Si quieres puedes comerte la piña que trajeron.

  Rodrigo subió una ceja y reacomodó en la silla su esquelética, humanidad, emaciada y terminal.

  —Rodri, ¡si quieres puedes hacer un crucigrama!

  Los ojos de Rodrigo se nublaron de melancolía mientras contemplaba sus manos, otrora fuertes y llenas, convertidas en una fibrosa garra.

  Solo la enfermera le oyó decir —No pues, el país de la libertad.

La luz de mis ojos

Siempre sus ojos dicen más que sus palabras. Sobre el verdor transparente que adora, sus emociones se proyectan en una inquieta coreografía de luces.

  Hoy no logra leer su mirada. Él la mira, pero sus ojos son un espejo de agua gris, como el mar oscurecido por las nubes antes de que se desate la tormenta.

  Un velo opaco se extiende sobre la superficie antes centelleante de su forma amorosa de mirarla. El tiempo se prolonga, y el alma que aflora siempre en la superficie de sus ojos continúa oculta.

  Intenta hablar, pero él no la anima, no le pregunta. Su mirada permanece inmutable. Ella comprende que la mira con indiferencia, casi con hastío.

Sabe, sin lugar a dudas, que lo ha perdido.

Sus ojos se desvían por encima de su hombro hacia el fondo del corredor. Dos maletas y un pequeño maletín sostienen la puerta entreabierta. En ese momento es su mirada la que se oscurece.

Los pliegues ocultos de la perfección

Hasta en su forma de dormir, ruidosa e invasiva, era egocéntrica. Álvaro rumiaba el error cometido y se preguntaba cómo había sido posible no darse cuenta a tiempo de que esta mujer aparentemente clara, dulce y de psiquis organizada era un terremoto de irracionalidad ególatra, de duplicidad destructora, de caprichos demoledores.

  —Cuídate mucho de las mujeres perfectas —le había dicho un día David, en el bar en donde siempre se encontraban después de la universidad.

  Fue el mismo David quien lo empujó a tomar una decisión. Infortunadamente, su liberación había llegado en forma de otra esclavitud.