Libertad incondicional

Sentado en su silla de ruedas, miraba por la ventana hacia las montañas.

  —Si quieres puedes venir a ver televisión —dijo la voz desde la habitación contigua.

  Rodrigo permaneció en silencio, esperando la siguiente invitación, que vendría inexorablemente.

  —Si quieres puedes comerte la piña que trajeron.

  Rodrigo subió una ceja y reacomodó en la silla su esquelética, humanidad, emaciada y terminal.

  —Rodri, ¡si quieres puedes hacer un crucigrama!

  Los ojos de Rodrigo se nublaron de melancolía mientras contemplaba sus manos, otrora fuertes y llenas, convertidas en una fibrosa garra.

  Solo la enfermera le oyó decir —No pues, el país de la libertad.

Diversos motivos

Sentada en el balcón, Tata fumaba su cigarrillo sin filtro y observaba, a veces, la actividad de la calle, y otras veces hacia el infinito sobre las copas de los árboles.

  Berenice llegó de trabajar y, como siempre, se quitó los zapatos para sentir en los pies el frío de la baldosa. Se sirvió un vaso de agua y fue a sentarse en el balcón al lado de su abuela.

— ¿En qué andas pensando tanto, Tata? — le preguntó Berenice.

  La abuela suspiró y respondió:

Pensaba, mijita, que estamos listos para morirnos cuando son demasiadas las cosas que no entendemos, o demasiadas las que no podemos aceptar.

Las despedidas

Todos mis pasados truncos y mal acabados, pensó.

  Había pasado por los cambios sin antes mirar bien a la cara la vida que dejaba. Su falta de conciencia ahora le quitaba el sueño.

  En parte —pensó—, lo que más me pesa es no haber sabido que era feliz, cuando fui felizy no haberle concedido a mi pasado el honor de una despedida.

  No se despidió, de hecho, ni siquiera de su felicidad. No miró a Silvia hasta el fondo de sus ojos sin fondo para decirle, “Gracias. A tu lado me sentí más vivo que nunca”, antes de embarcarse para siempre en el infinito y cotidiano suplicio de extrañarla.

Virtudes de un padre

“Que no se nos mueran en diciembre”, suele decir su amada B. Maritornes no entendía muy bien de qué se trataba la preocupación con la fecha de la muerte, hasta que experimentó de primera mano lo que significa perder un ser querido en este mes de emociones en revuelo, en donde las nostalgias se arremolinan por los aires junto con las alegrías, en que el pasado, el presente y el futuro azotan el corazón por igual en medio de la búsqueda espiritual del significado de la Navidad.

  Cada 22 de diciembre, pues, comprende lo que B quiso decir. Por fortuna, como es época de exaltar las virtudes, asimismo en cada aniversario (este es el cuarto) puede contemplar —en medio de una temporada que nos torna fácilmente lábiles—, esas virtudes que tuvo su padre, y que siempre será bueno recordar para tratar de asumirlas como propias, en beneficio de sí misma y de quienes la rodean.

Tenía una inteligencia clara (como son todas las inteligencias superiores) que no se enredaba, ni se dejaba enredar en argumentos falaces.

፠ Demostraba su ternura con gestos físicos sutiles y respetuosos.

፠ Nunca se expresaba de forma descalificadora, adjetivada ni insultante sobre los demás.

፠ Concebía la vida como un juego lleno de acertijos por resolver.

፠ No hacía distingos de clases sociales en su trato con las personas.

፠ Tenía una gran compasión que lo llevaba a tender la mano a cualquier costo para  aliviar las penas y las necesidades del prójimo.

፠ Enseñaba gustosamente todo lo que sabía, y sabía mucho gracias a su apetito voraz por la lectura y a su buena memoria.

 ፠ Nunca dijo una palabra soez.

፠ Tuvo en la segunda parte de su vida una fe en Dios a prueba de todo.

፠ Vivía los reveses de la vida, por duros que fueran, con pragmatismo y sin actitudes dramáticas ni sentimentales.

፠ No mostraba autocompasión alguna.

Confiaba plenamente en sus seres queridos y en general, confiaba de las intenciones de los demás.

፠ Era optimista sobre el futuro.

፠ Era selecto y erudito en gustos musicales y escuchaba la música con reverencia y emoción silenciosa.

፠ Tenía un sentido del humor puntual, mordaz y certero, y muchas veces travieso.

፠ Era un excelente escucha y un gran consejero.

፠ No pareció nunca albergar un rencor ni referirse con dolor a los hechos del pasado.

፠ Era respetuoso a ultranza de la veracidad, de la libertad y de las opiniones ajenas.

፠ En todas sus transacciones buscaba siempre beneficiar a la contraparte.

፠ No contrajo deudas. En su código de vida no cabía la noción de estar endeudado.

፠ Fue ecléctico en sus intereses, lecturas y aficiones, sin presumir de sus conocimientos.

Por encima de todo, fue bondadoso, apacible, libre de iras, y vivió convencido de que cualquier desenlace, de algún modo, sería para bien.

Y para bien todo será, por más que a veces la mirada se nos ofusque y el corazón se nos arrugue cuando miramos la fuerza amenazante y desbocada de los torbellinos que nos circundan. Todo, aunque no sepamos cuándo, un día se resolverá en una eterna navidad de concordia. Su padre vivió entregado al sereno y natural fluir de la confianza, y por eso se fue tranquilo al lugar en donde florece a perpetuidad la confianza, en todas sus versiones felices.

Viéndolo bien

Su romance con los aeropuertos estaba acabado. Ya no eran para ella ni el fascinante bazar exótico, ni las puertas hacia la aventura.

  En esta ocasión pasó los controles de seguridad y en lugar de anticipar con emoción el vuelo y la posterior llegada a un país nuevo, se sintió gris y miedosa —¿vieja tal vez?—.

  Detrás de ella dos ancianas charlaban y se reían mientras se quitaban los zapatos.

   —¿Y qué tal que nos perdamos en la India? —preguntó una de ellas.

  —Lo bueno es que no importa porque nadie se va a dar cuenta —respondió la otra, y rompieron en una sonora carcajada.

Encuentros. El Camino. Cinco

Santo Domingo de la Calzada. Son las 4 de la tarde y varios extenuados y sudorosos peregrinos ocupan las mesas que bordean la estrecha calle, frente a un bar. Algunos de ellos inician una conversación, que entre los que andan por el Camino de Santiago a menudo incluye información sobre por qué cada uno decidió recorrer la ruta. Un alemán grandote y locuaz oculta parcialmente a un peregrino que permanece silencioso en un asiento algo retirado. I, uno de los peregrinos, invita al tímido comensal a que se acerque y participe de la conversación. W, de Bélgica, cuenta al grupo que él está haciendo el Camino “por” la salud de un niño que está enfermo de cáncer y que, a sus catorce años, no se quiere morir y lucha denodadamente por la vida.

  La conversación continúa entre cervezas y tapas. W cuenta que está jubilado, que siempre ha trabajado con niños y que ahora es voluntario en una fundación que acoge niños enfermos. I saca discretamente un billete y se lo pasa. W primero se turba y lo rechaza, pero cuando I le aclara que es un aporte para los niños de la fundación, W se toma la cara entre las manos y se esfuerza por contener el llanto que se agolpa en sus ojos intensamente azules. El Camino acaba de encender una de las chispas que a su vez contribuyen a poner en ignición ese fuego que une a los corazones en un sentimiento súbito de comunión. En ese momento todos los ocupantes de las mesas parecen sucumbir a un repentino y poderoso torbellino de emoción compartida.

  En adelante, cada encuentro fortuito con W enciende otra chispa de alegría y humanidad, y la suerte del niño belga se vuelve causa común. En Astorga, I divisa a W en la plaza. W le cuenta que al muchacho le han suspendido el tratamiento porque ya no hay nada que hacer; la enfermedad está ganando, por mucho, la partida. W dice que en vista de eso no sabe si seguir caminando. I le aconseja que continúe su camino, y le dice que él piensa que es muy posible que al final uno nunca sepa a ciencia cierta cuál fue la razón que lo llevó a emprender el peregrinaje, y a terminarlo, o que esa razón acabe surgiendo entre las claridades del alma como algo muy diferente a lo que inicialmente nos impulsó.

  Antes de subir al Monte de Gozo, Maritornes, que ha sido testigo de los intercambios entre W e I, se encuentra con W y los dos se abrazan con esa dicha tan propia de los peregrinos que sin haber demarcado los momentos para la reunión gozan de la felicidad del encuentro accidental. ¡Buen camino!, se desean los dos con entusiasmo y sentimiento, anticipando la llegada —no solo la propia sino la ajena y por esa razón doblemente emotiva—, a la mítica Santiago de Compostela.

  W —con su sensibilidad a flor de piel, su timidez, su amor por un niño que no era su hijo, su rostro cansado y tostado por el sol cuando en una tarde cualquiera tocaba a la puerta del siguiente albergue porque en el anterior no había encontrado cupo—, será eternamente para Maritornes uno de esos motivos de esperanza en la humanidad al que debemos acudir cuando las noticias de la maldad nos circundan y amenazan nuestra determinación de creer en la posibilidad de un buen futuro.

  Pasados exactamente dos meses después de que Maritornes terminara su Camino, ha llegado un correo de W, dirigido a las cinco o seis personas que supieron de la enfermedad del niño belga. En él W cuenta que el niño ha fallecido, y que antes de morir cumplió, en casa de W, su mayor sueño, que era preparar, él mismo, una cena para su familia.

  En el correo de respuesta, Maritornes decía, en parte, así:

Querido W. Recibo con enorme pesar esta noticia. Fui testigo de primera mano de la determinación y esfuerzo con los que buscaste tratar de aportar a mantener con vida a tu pequeño amigo. La vida es misteriosa, muchas veces de una manera que entraña mucho dolor. Pedí con fervor durante el Camino para que el desenlace no fuera este, y estuviera en cambio lleno de vida y esperanza. Dentro del misterio cabe la posibilidad de que este niño te enviara al Camino para inspirar a todos los que te conocimos, para conmovernos y para ponernos a pensar más allá de nosotros mismos y para persistir por los demás, no por los propios intereses. Tengo la seguridad de que somos mejores personas por el hecho de haberte conocido, somos mejores personas por habernos sentido comprometidos con la suerte de la vida de un niño a quien no conocimos, pero cuya vida llegó a importarnos tanto gracias a ti.

El sufrimiento será posiblemente siempre un misterio —y más aún el sufrimiento de los niños—. No obstante, algo, valioso y perdurable, brilla en el fondo de la incógnita cuando unos seres humanos se unen para acompañarse en esa perplejidad y se tienden la mano con el único fin de ayudarse a avanzar a pesar del dolor.

El velorio

Sentadas alrededor del féretro las cinco hermanas parecían unas quíntuples esfinges cetrinas. Recibían las condolencias con el pelo quieto y los labios templados y rígidos como una ranura de alcancía.

  Ángela contemplaba el cuadro con asombro. ¿Podría decirse que estas mujeres eran valientes?

  En un asiento de plástico verde, en un rincón apartado y contra la pared, Mercedes sollozaba en hipos. Llevaba puesto el que a todas luces era su mejor uniforme. Procuraba infructuosamente secarse la nariz y los ojos con un pañuelo de papel empapado y hecho una bola.

  ¿Quién iba a pensar, se dijo para sí Ángela, que a Adolfo no lo llorarían sus hermanas sino Mercedes? Y lo peor de todo, pensó, es que solo yo sé que no es lo que parece.

Recordatorio sorpresivo

El día despuntó con su frío habitual. No obstante, a lo largo de la jornada, el sol se mostró, y se escondió, con una agorera intermitencia. Tan pronto Maritornes salía a buscar un trocito de su calor, ya el sol se había ocultado de nuevo dando paso a una luz helada y blanquecina.

  A eso de las cuatro y media de la tarde pasadas sintió el parpadeo sonoro que emiten los aparatos cuando se corta el fluido eléctrico. Se levantó de su silla para comprobar si aún había corriente y se sintió mareada. Se recostó contra el dintel de la puerta, suponiendo que algo extraño la aquejaba, cuando oyó el repicar de las ollas que, colgadas del techo, se golpeaban entre sí, no como encantadoras campanillas, sino como presagiando algo desagradable.

  No tardó mucho en comprender que estaba en medio de un temblor. Su intuición la llevó, naturalmente, al jardín. Cuando daba la vuelta por detrás de su casa se topó con lo que tuvo que haber sido un enorme nido, por su tamaño tal vez confeccionado por una mirla, cuyo laborioso empeño en una de las ramas del magnolio tuvo un catastrófico fin por causa del terremoto.

  La luz sabanera que suele parecerle tan encantadora en su misterio, en ese momento le pareció apenas inquietante. Además, alguno de sus electrodomésticos había sido incapaz de soportar la descarga eléctrica típica de la desconexión y la reconexión del fluido eléctrico y toda la casa olía a corto circuito. De alguna forma, cuando aún no había energía eléctrica y cuando, como es habitual, no tenía señal de celular, se enteró de que sobre la vía de acceso a su barrio habían caído dos grandes árboles que ahora cortaban el paso por completo.

  Sin poder trabajar, y tratando de asimilar el ominoso halo que había adquirido la tarde, se sentó en una banca en el jardín a considerar este necesario recordatorio de la fragilidad de todo. En algún lugar a 87 kilómetros de profundidad las entrañas de la tierra se desplazaron sin previo aviso y alteraron lo suficiente la realidad que siempre creemos predecible para recordarnos que no lo es.

   Tener presente la incertidumbre nos sirve para mantener la humildad. En el fondo, no controlamos nada. Somos los asombrados y fortuitos receptores del milagro cotidiano de estar vivos, y más allá de eso, de todos los milagros que se llaman simplemente la vida diaria: poder comer, recibir y dar amor, sentir el sol sobre la piel y poder percibir todo cuanto nos da alegría, e incluso aquello que nos entristece y nos preocupa, pero que justamente por eso da cuenta de que estamos vivos.

  Maritornes cerró el día pensando en la importancia de saber interpretar los temblores, reales o metafóricos, como un mensaje salido de quién sabe dónde y que nos recuerda ser conscientes de nuestro carácter transitorio y nos invita a no malgastar el tiempo en nada que no sea aprender a amar la luz cambiante de los días.