Entre todos los tributos pendientes (si viviera la vida correctamente haría tributos diarios a todas las pequeñas cosas), uno llama con apremio e insiste en pulsar las fibras de sus emociones. ¿Cómo no? Apenas hace dos días esos fieles amigos a quienes hoy quiere reconocer la llevaron con resignación y fortaleza por un trayecto de 24 kilómetros.
Sobre sus dos pies, que valientemente subieron y bajaron por terrenos quebrados y exigentes, se acercó, como le gusta, al lado más silvestre de la vida. Si no fuera por esos dos pies leales hasta el cansancio, no habría podido escuchar con tanta felicidad el crujir de las hojas, ni pasar agachada por debajo de un dintel de bambú, vadear ríos, ni subir hasta encontrar el monte para volver a bajar hasta la carretera. No habría sentido correr por su espalda el sudor que todo lo renueva.
Gracias a la forma como esos pies la transportan, Maritornes ha podido vivir largos recorridos de bosque y de planicie, de montaña y de río, de playa y de ribera. Sus pies, silenciosos las más de las veces, en ocasiones adoloridos pero persistentes, son lo que la ha conectado con el estremecimiento primigenio de andar descalzo, o al menos metafóricamente descalza.
Ha buscado a menudo por medio de ellos ese polo a tierra que, paradójicamente, conecta con el cielo. Mientras más suelo de tierra recorre, más entiende que lo que la tierra busca es parecerse al cielo, y que mientras más caminos recorra, más verá, en efecto, el cielo en la tierra. Y todo gracias a sus pies.
La sensación de avanzar por un camino, o de buscar el camino donde no lo hay, o la de refrescarse en el agua del mar, o de ir marcando huellas en la arena, el rítmico sonar de la grava cuando la caminada adquiere su propia cadencia, todo se lo debe a sus nobles pies que han soportado con tanta gallardía el maltrato al que sin querer los ha sometido. Gracias a esos dos pies que aún la llevan y la traen ha podido acercarse al conmovedor y simple hecho de ser uno que otro día exclusivamente para el camino, acompañada de una buena charla, de esas que a cielo abierto tienen un tono que no se repite en otros lugares, o sola, dejándose bañar por el misterio de la inmensidad.
A sus pies les debe muchos momentos inolvidables en los que se ha encontrado tumbada sobre el pasto, mirando pasar las nubes por entre las copas de los árboles. A sus pies les debe ese algo tangible y sin igual que brota de la tierra y sube por el cuerpo hasta alcanzar el corazón cuando salimos a su encuentro. Quiera Dios que se mantengan firmes para seguir recorriendo, sobre ellos, los caminos que guardan un canto especial para el alma y donde aún es posible el verdor que pone en perspectiva todas las distancias.