Lo que cabe en un papel

Clarita dobló con cuidado el papel toalla, perfumado por su loción. De todos los regalos recibidos en secreto, esos pedazos de papel significaban más que las bufandas, o las cajitas, o los aretes.

  En ese papel él había envuelto los discos con la música favorita que le enviara a la impersonal dirección de un casillero de correo abierto a escondidas. Lo acercó a su cara para olerlo una vez más antes de guardarlo.

  El papel terminó absorbiendo el río de lágrimas que se desató incontenible. Cuando por fin pudo dejar de llorar, lo extendió para que se secara y lo guardó de nuevo, bajo llave, en el mismo cajón donde guardaba desde hacía treinta años las tres cartas de despedida.

El paquete

Timbran a su puerta. Maritornes abre y encuentra sobre la maceta de la izquierda un paquete grande, rectangular. El impersonal envoltorio de plástico blanco no delata su origen, y ella, sin detenerse a escudriñar el remitente, piensa que debe haberle llegado algún otro catálogo promocional o cualquiera de esos otros regalos que ahora casi siempre llegan de los departamentos de mercadeo de las empresas.

  Abre el empaque de plástico y encuentra, para su sorpresa, que en su interior hay un bello sobre de cartón color ladrillo que lleva, escrito en marcador negro, en una caligrafía gruesa, agradable y con carácter, lo siguiente: “Para mi adorada Maritornes”. Por alguna misteriosa razón ese membrete la envuelve en una espiral de recuerdos y la traslada a épocas pretéritas. Aún no sabe qué contiene el sobre pero está anonadada en ese nostálgico mar de recuerdos de cuando llegaban sobres membreteados de puño y letra, de cuando alguien la llamó así, “Mi adorada”. Ni siquiera sabe si alguien le escribió alguna vez con ese encabezado, pero todo en el paquete le evoca al menos el siglo pasado, siglo de papel y caligrafía, siglo en que uno olfateaba el sobre para saber si se había impregnado del olor personal del remitente y si había logrado conservarlo en su largo viaje por los océanos o las montañas.

  No es que quiera denostar de los correos electrónicos, ni de los mensajes instantáneos al celular, pero el ataque de nostalgia la lleva a preguntarse si será posible algún día encontrar cómo preservar esta otra forma de comunicarse, perdurable, personal, artística, tangible, afincada en casi todos los sentidos, enriquecida por el crujir del papel, por el abrecartas, por la letra que, sea bella o no, tan fielmente nos representa como individuos, por la posibilidad de acercarnos físicamente al corazón esa anhelada carta, mientras suspiramos mirando por la ventana.

  De alguna manera, ciertamente, el medio es el mensaje, y el medio de los mensajes a la usanza de antes, sobre papel, tenía un gran componente artístico, un je ne sais quoi que ningún correo electrónico podrá emular.  El sobre que le ha llegado contiene un libro de fotos, un álbum de recuerdos amorosamente confeccionado, de hecho, también otra forma más tangible de recordar. Piensa entonces Maritornes en la culpa que la persigue porque no ha sacado el tiempo para imprimir las fotografías almacenadas en forma digital y organizarlas en un álbum, mientras que los viejos álbumes la persiguen con la culpa de no haberlos digitalizado, y continúan tornándose amarillos y llenándose de moho a la par que aplaza la tarea a la que es probable que nunca se le llegue la hora. El asunto de las fotografías es un buen resumen de esa paradoja, esa dialéctica aun no resuelta entre lo impreso y lo digital que pugnan por encontrar un nicho propio y una función exclusiva sin declarase, ninguno de los dos, hasta ahora, ni vencedor ni vencido.

  Lo cierto del caso es que así como se vaticinó tan equivocadamente la muerte del libro impreso, que continúa aferrado a la vida por sus inimitables propiedades tangibles, por su valor estético, por su identidad personal, hasta por su olor, a lo mejor el género epistolar como lo conocimos vuelva a encontrar una manera de permanecer para hacer aletear el corazón y despertar los sentidos como nunca podrán hacerlo las letras que titilan en una pantalla. Quizás todavía la vida le depare aun unos cuantos sobres que digan, en una hermosa caligrafía, “Para mi adorada Maritornes”. Quizás.