Los residuos de ayer

 

Nada que acumule polvo

será ya de mi incumbencia,

ni tampoco las manchas escondidas,

e imposibles de alcanzar.

 

No tendrá la casa espacio

para telerañas, ni para eternas

causas de nostalgia

adheridas al anverso de las cosas.

 

Debajo de los objetos

no habrá más retratos olvidados

ni motivos para arriesgarse a ser

como la mujer de Lot, un montón de sal.

 

Solo quedan las ventanas

por donde la luz entra a dispersar

el necesario e inevitable pesar

que ahora se disuelve en sol.

 

El ejercicio inexorable de nacer

todos los días de los escombros

ha sembrado una flor en el dintel,

y hoy florece, testaruda, al amanecer.

Las despedidas

Todos mis pasados truncos y mal acabados, pensó.

  Había pasado por los cambios sin antes mirar bien a la cara la vida que dejaba. Su falta de conciencia ahora le quitaba el sueño.

  En parte —pensó—, lo que más me pesa es no haber sabido que era feliz, cuando fui felizy no haberle concedido a mi pasado el honor de una despedida.

  No se despidió, de hecho, ni siquiera de su felicidad. No miró a Silvia hasta el fondo de sus ojos sin fondo para decirle, “Gracias. A tu lado me sentí más vivo que nunca”, antes de embarcarse para siempre en el infinito y cotidiano suplicio de extrañarla.

El paquete

Timbran a su puerta. Maritornes abre y encuentra sobre la maceta de la izquierda un paquete grande, rectangular. El impersonal envoltorio de plástico blanco no delata su origen, y ella, sin detenerse a escudriñar el remitente, piensa que debe haberle llegado algún otro catálogo promocional o cualquiera de esos otros regalos que ahora casi siempre llegan de los departamentos de mercadeo de las empresas.

  Abre el empaque de plástico y encuentra, para su sorpresa, que en su interior hay un bello sobre de cartón color ladrillo que lleva, escrito en marcador negro, en una caligrafía gruesa, agradable y con carácter, lo siguiente: “Para mi adorada Maritornes”. Por alguna misteriosa razón ese membrete la envuelve en una espiral de recuerdos y la traslada a épocas pretéritas. Aún no sabe qué contiene el sobre pero está anonadada en ese nostálgico mar de recuerdos de cuando llegaban sobres membreteados de puño y letra, de cuando alguien la llamó así, “Mi adorada”. Ni siquiera sabe si alguien le escribió alguna vez con ese encabezado, pero todo en el paquete le evoca al menos el siglo pasado, siglo de papel y caligrafía, siglo en que uno olfateaba el sobre para saber si se había impregnado del olor personal del remitente y si había logrado conservarlo en su largo viaje por los océanos o las montañas.

  No es que quiera denostar de los correos electrónicos, ni de los mensajes instantáneos al celular, pero el ataque de nostalgia la lleva a preguntarse si será posible algún día encontrar cómo preservar esta otra forma de comunicarse, perdurable, personal, artística, tangible, afincada en casi todos los sentidos, enriquecida por el crujir del papel, por el abrecartas, por la letra que, sea bella o no, tan fielmente nos representa como individuos, por la posibilidad de acercarnos físicamente al corazón esa anhelada carta, mientras suspiramos mirando por la ventana.

  De alguna manera, ciertamente, el medio es el mensaje, y el medio de los mensajes a la usanza de antes, sobre papel, tenía un gran componente artístico, un je ne sais quoi que ningún correo electrónico podrá emular.  El sobre que le ha llegado contiene un libro de fotos, un álbum de recuerdos amorosamente confeccionado, de hecho, también otra forma más tangible de recordar. Piensa entonces Maritornes en la culpa que la persigue porque no ha sacado el tiempo para imprimir las fotografías almacenadas en forma digital y organizarlas en un álbum, mientras que los viejos álbumes la persiguen con la culpa de no haberlos digitalizado, y continúan tornándose amarillos y llenándose de moho a la par que aplaza la tarea a la que es probable que nunca se le llegue la hora. El asunto de las fotografías es un buen resumen de esa paradoja, esa dialéctica aun no resuelta entre lo impreso y lo digital que pugnan por encontrar un nicho propio y una función exclusiva sin declarase, ninguno de los dos, hasta ahora, ni vencedor ni vencido.

  Lo cierto del caso es que así como se vaticinó tan equivocadamente la muerte del libro impreso, que continúa aferrado a la vida por sus inimitables propiedades tangibles, por su valor estético, por su identidad personal, hasta por su olor, a lo mejor el género epistolar como lo conocimos vuelva a encontrar una manera de permanecer para hacer aletear el corazón y despertar los sentidos como nunca podrán hacerlo las letras que titilan en una pantalla. Quizás todavía la vida le depare aun unos cuantos sobres que digan, en una hermosa caligrafía, “Para mi adorada Maritornes”. Quizás.

Infinito, mientras dure

 

Óscar suspiró y cerró con cuidado la caja de plástico transparente que contenía las fotos. Al subirla al escaparate vio, pegada por dentro al costado, una foto que no había visto.

  Sintió un escalofrío, como si esa sonriente imagen del pasado le pidiera, en una súplica silenciosa, que la sacara de la prisión del tiempo.

  Bajó la caja de nuevo. La abrió con cuidado, como si se tratara de un precioso sarcófago egipcio, mientras su ser entero parecía concentrarse en el latido de su carótida.

  Dio vuelta a la foto y encontró escrito, de su puño y letra, el conocido verso de Vinicius de Morais: …mais que seja infinito en quanto dure.

  Infinito, pensó, como mi dolor presente en su forma fugaz, en todos los breves instantes de mi vida infinita.

La casa vacía

La casa sin dueños

huele a viento frío.

Cada esquina desprende

rumores de plantas secas.

La peor soledad.

Eco melancólico de voces alegres,

cascarón helado

para la dicha de ayer.

Hasta el perro mira

como sombra asustada.

La fuente enmohecida

es un palacio de moscas

y la hierba sin podar,

un bosque de tristezas menudas.

Vago y tenue rumor

de un sueño abandonado.

Podría decirse

que es solo una casa,

mas no hay tal:

es toda una vida,

que naufraga.