De primaveras

Estás hecho de mis sueños

y de mis soledades

y habitas en la primavera

que no quiere marcharse de mi sangre.

Ella es obstinada. Persiste, desoyendo

las señales del otoño.

Ella se aferra por dentro de mis ojos

y me brota en ellos retoños de tus ojos

y en mis poros siembra lianas

que crecen sin parar

hacia el sol lejano de tu mirada muda.

La primavera sabe lo que hace.

Encuentros. El Camino. Cinco

Santo Domingo de la Calzada. Son las 4 de la tarde y varios extenuados y sudorosos peregrinos ocupan las mesas que bordean la estrecha calle, frente a un bar. Algunos de ellos inician una conversación, que entre los que andan por el Camino de Santiago a menudo incluye información sobre por qué cada uno decidió recorrer la ruta. Un alemán grandote y locuaz oculta parcialmente a un peregrino que permanece silencioso en un asiento algo retirado. I, uno de los peregrinos, invita al tímido comensal a que se acerque y participe de la conversación. W, de Bélgica, cuenta al grupo que él está haciendo el Camino “por” la salud de un niño que está enfermo de cáncer y que, a sus catorce años, no se quiere morir y lucha denodadamente por la vida.

  La conversación continúa entre cervezas y tapas. W cuenta que está jubilado, que siempre ha trabajado con niños y que ahora es voluntario en una fundación que acoge niños enfermos. I saca discretamente un billete y se lo pasa. W primero se turba y lo rechaza, pero cuando I le aclara que es un aporte para los niños de la fundación, W se toma la cara entre las manos y se esfuerza por contener el llanto que se agolpa en sus ojos intensamente azules. El Camino acaba de encender una de las chispas que a su vez contribuyen a poner en ignición ese fuego que une a los corazones en un sentimiento súbito de comunión. En ese momento todos los ocupantes de las mesas parecen sucumbir a un repentino y poderoso torbellino de emoción compartida.

  En adelante, cada encuentro fortuito con W enciende otra chispa de alegría y humanidad, y la suerte del niño belga se vuelve causa común. En Astorga, I divisa a W en la plaza. W le cuenta que al muchacho le han suspendido el tratamiento porque ya no hay nada que hacer; la enfermedad está ganando, por mucho, la partida. W dice que en vista de eso no sabe si seguir caminando. I le aconseja que continúe su camino, y le dice que él piensa que es muy posible que al final uno nunca sepa a ciencia cierta cuál fue la razón que lo llevó a emprender el peregrinaje, y a terminarlo, o que esa razón acabe surgiendo entre las claridades del alma como algo muy diferente a lo que inicialmente nos impulsó.

  Antes de subir al Monte de Gozo, Maritornes, que ha sido testigo de los intercambios entre W e I, se encuentra con W y los dos se abrazan con esa dicha tan propia de los peregrinos que sin haber demarcado los momentos para la reunión gozan de la felicidad del encuentro accidental. ¡Buen camino!, se desean los dos con entusiasmo y sentimiento, anticipando la llegada —no solo la propia sino la ajena y por esa razón doblemente emotiva—, a la mítica Santiago de Compostela.

  W —con su sensibilidad a flor de piel, su timidez, su amor por un niño que no era su hijo, su rostro cansado y tostado por el sol cuando en una tarde cualquiera tocaba a la puerta del siguiente albergue porque en el anterior no había encontrado cupo—, será eternamente para Maritornes uno de esos motivos de esperanza en la humanidad al que debemos acudir cuando las noticias de la maldad nos circundan y amenazan nuestra determinación de creer en la posibilidad de un buen futuro.

  Pasados exactamente dos meses después de que Maritornes terminara su Camino, ha llegado un correo de W, dirigido a las cinco o seis personas que supieron de la enfermedad del niño belga. En él W cuenta que el niño ha fallecido, y que antes de morir cumplió, en casa de W, su mayor sueño, que era preparar, él mismo, una cena para su familia.

  En el correo de respuesta, Maritornes decía, en parte, así:

Querido W. Recibo con enorme pesar esta noticia. Fui testigo de primera mano de la determinación y esfuerzo con los que buscaste tratar de aportar a mantener con vida a tu pequeño amigo. La vida es misteriosa, muchas veces de una manera que entraña mucho dolor. Pedí con fervor durante el Camino para que el desenlace no fuera este, y estuviera en cambio lleno de vida y esperanza. Dentro del misterio cabe la posibilidad de que este niño te enviara al Camino para inspirar a todos los que te conocimos, para conmovernos y para ponernos a pensar más allá de nosotros mismos y para persistir por los demás, no por los propios intereses. Tengo la seguridad de que somos mejores personas por el hecho de haberte conocido, somos mejores personas por habernos sentido comprometidos con la suerte de la vida de un niño a quien no conocimos, pero cuya vida llegó a importarnos tanto gracias a ti.

El sufrimiento será posiblemente siempre un misterio —y más aún el sufrimiento de los niños—. No obstante, algo, valioso y perdurable, brilla en el fondo de la incógnita cuando unos seres humanos se unen para acompañarse en esa perplejidad y se tienden la mano con el único fin de ayudarse a avanzar a pesar del dolor.

Compañeros. El Camino. Tres

Al margen de sus etapas naturales —los bosques a la salida de Roncesvalles, la aridez de León, la belleza paramuna del Bierzo y el verdor de los bosques de Galicia—, el Camino estuvo dividido por el color de tres almas. Muchas personas aconsejan recorrer el Camino en soledad. Maritornes escogió no escoger sino dejar los días del mes de marcha abiertos a lo que podría llamarse el azar, o que por igual podría llamarse una voluntad superior. Bien dicen que el Camino empieza mucho antes de que empiece (y que no termina cuando termina porque ahí apenas está empezando). Así pues que un año antes de empezar a recorrerlo, Maritornes entregó al fluir de la vida quién la acompañaría. En principio iría sola, pero tenía la premonición de que algunas personas se irían sumando.

  Caminó dos días sola hasta Pamplona, cuando apareció de repente en el Camino, contra todo pronóstico y posibilidad, MJ, con su alma alegre, expansiva y campanil. Para su amiga nada fue problema, todo fue motivo de disfrute, y lo único que aparentemente contristó su corazón generoso fue no poder echarse al hombro los ocho kilos que llevaba Maritornes sobre las espaldas o curar, a pesar de todos sus esfuerzos, las ampollas. A la zaga de su energía cuasi-inagotable empujó Maritornes, uno tras otro, sus llagados pies. Durante unas deleitables y extensas horas de camaradería y esfuerzo comieron moras de todos los morichales que crecían a la vera de las trochas, hablaron del pasado, el presente y el futuro, buscaron a Dios en las madrugadas, se rieron cuando querían llorar del cansancio y brindaron con un buen vino por la vida y por una amistad que, sobre las piedras del Camino, absorbió toda su belleza intangible y cambió de ritmo para siempre.

  El torbellino de vitalidad de MJ se marchó de Santo Domingo de la Calzada para abrirle paso a otra forma de vitalidad. Su compañero de vida se hizo presente en Nájera con la fuerza indescriptible de su respaldo, y de su empeño y optimismo. Él hizo realidad lo que MJ no logró pese a su insistencia, y se echó sobre los hombros la carga que aún llevaba Maritornes. Se inició entonces una marcha disciplinada —protegida—, también encabezada por la oración y finalizada, sin falta, como premio, con una, o unas cuantas, cervezas. El amanecer se les entró por los ojos, la crisma, las yemas de los dedos y el corazón, y el Camino se les fue subiendo por los pies hasta envolverles el alma de fatigado gozo. Alimentados por ese amanecer, por los trigales, por las flores silvestres y por las nubes cambiantes caminaron en busca del siguiente destino. Que a los dos los conmovieran por igual los accidentes geográficos y emocionales del Camino da cuenta de la sintonía lograda por el trasegar conjunto a lo largo de muchos otros caminos. Se separaron en Villafranca del Bierzo sabiendo que esa separación marcaba una nueva forma de unión.

  De Trabadelo hacia O Cebreiro Maritornes se sintió presa de un impulso, de un vuelo, cuya energía seguramente se explicaba en la vitalidad recibida de sus dos compañeros anteriores, de la ilusión de iniciar la última semana, de llegar a Santiago, y de encontrarse, para esta última etapa con M, su amiga de toda la vida. Inició la caminata sola, en la oscuridad previa al amanecer, a paso de inconsciente alegría, libre y ligera, atenta a los cantos de los pájaros y contenta de oír, en los campos ahora verdes de Galicia, el agua de los riachuelos y el repicar de los cencerros. En algún punto del camino surgió el evento inesperado de un nuevo dolor, salido de la nada. En medio de una marcha serena y sobre plano, un tobillo anunció de manera inequívoca su cansancio con una punzada sobre el empeine.

  Sin embargo, la energía estaba en buen nivel y el paisaje tenía mundos de belleza por ofrecer. Su amiga, cansada de un viaje internacional y agotada por la expectativa, fue recibida en O Cebreiro por un extraño torbellino de peregrinos conocidos entre sí que parecían haberse agolpado en la pequeña plaza para darle una bienvenida vivaz y vociferante. Y ese fue el preámbulo de esta etapa en que Maritornes estaría acompañada de un alma contenida, ponderada, generosa como la que más pero generosa en pocas palabras y con gestos mesurados y fruto de la observación cuidadosa de los hechos. Así las cosas, esta nueva compañía pausaba metódicamente para estirar, para tomar agua, para deleitarse en algún rincón, y para obligar a Maritornes a quitarse la venda, hacer uso de los antiinflamatorios y descansar el tobillo, ahora hinchado y carente por completo de rango de movimiento. Entre las dos vivieron más a fondo el silencio y caminaron juntas pero permitiéndose un gran espacio para el pensamiento y la reflexión, sin que faltara el humor mordaz que tanto las ha hecho reír en la vida.

  Al llegar a Santiago de Compostela, Maritornes no pudo menos que trazar un paralelo entre el Camino y la vida, que nos va regalando, si tenemos abierto el corazón, el contacto con almas que por azares, esfuerzos y dones generales del destino nos acompañan de una y otra forma a lo largo de diversos segmentos de nuestra trayectoria vital cambiando en ella la melodía que la hará memorable. Y como en el Camino, cuán hermoso es constatar que, como los amaneceres, nadie se repite, y cada uno tiene para regalarnos una irrepetible combinación de colores.

El ministerio de la soledad

Diversos diarios daban la noticia el 17 de enero de este año. El Reino Unido creó un Ministerio de la Soledad para abordar, entre otras cosas, la circunstancia, tan frecuente, de que los ancianos fallecen solos y sus cuerpos son encontrados en sus casas tiempo después. En el Reino Unido más de nueve millones de personas de un total de aproximadamente sesenta millones dicen sentirse solas, solas en el mal sentido de la palabra, desamparadas, sin redes de apoyo, tristes y abandonadas. Que se sepa, es la primera nación en tomar la decisión de enfrentar el problema de la soledad como un asunto de salud pública que requiere manejo ministerial.

  No son, desde luego, los únicos preocupados por el carácter epídemico de la soledad y sus repercusiones individuales y sociales. Los franciscanos han creado en Galicia, España, un proyecto de “familias postizas” en lugares eclesiásticos abandonados. A la gente, dice el artículo de El País del 5 de febrero, en general le cuesta aceptar que su soledad es tal que para remediarla debe acercarse a este tipo de comunidades concebidas justamente para aliviar su aislamiento.

  La soledad es un problema complejo cuyos orígenes sin duda son múltiples: ciudades que están dispuestas de forma dispersa, familias más pequeñas, opciones laborales que atomizan a las familias en distintas regiones, factores culturales arraigados, etcétera. Sea como sea, valdría la pena tratar de entender, para poder preservar, los casos en los que, por el contrario, las redes de apoyo familiar o social todavía funcionan lo suficientemente bien para que la soledad como condición desventajosa no haya adquirido proporciones epidémicas.

  A Maritornes le llamó la atención también un artículo de El Espectador, titulado “El hospital para atender las urgencias del alma”, escrito por Germán Gómez Polo y publicado el 24 de febrero. El “hospital” es un lugar concebido por la Iglesia Católica en el contexto del proceso de paz colombiano. Dice así el artículo: “Llegué como invitado a un lugar que rompía con los esquemas tradicionales de los hospitales. No se diagnostica ni se trata ningún otro tipo de enfermedad porque, básicamente, se intenta ofrecer una cura a los problemas que superan el ámbito físico y afectan esos espacios interiores a los que solo es posible llegar a través de una conexión espiritual”.

  Aunque se trata de acompañamiento para una circunstancia muy particular, también es cierto que versa sobre lo mismo, es decir, procurar que las personas no sufran en soledad, que puedan procesar sus penas, sus desafíos y sus más recónditos y enconados sentimientos en compañía de otros. En Colombia, como en Gran Bretaña —y con seguridad en innumerables rincones del planeta—, podría decirse que es urgente poner en operación los mecanismos necesarios para que las personas no se sientan solas en el proceso de comprender y manejar, o al menos aceptar y dejar atrás, cualquier estrago que la enfermedad, la injusticia, la violencia, o los simples avatares y reveses de la vida, haya dejado en su corazón y en su cuerpo.

    Si bien el individualismo y la autogestión tienen grandes fortalezas, y es cierto que no debemos depender de los demás para todo, también es cierto que el ser humano es social y que la falta de redes de apoyo y de contacto humano lo destruyen. En lo personal Maritornes se pregunta cuántas veces ha sabido ver la soledad de los demás; de esas, en cuántas ha sabido ser buena compañía para atenuarla; y en cuántas otras, tal vez, ni siquiera la notó. Pensándolo bien, un verdadero acompañamiento, individual o colectivo, particular o estatal, puede marcar para muchas personas la diferencia entre superar las adversidades, o morir de pena, en soledad.