El tejido

De una madeja armar un ovillo, desenredando nudos y buscando la continuidad de la lana para evitar mayores enredos. Del ovillo montar los puntos, y contar y volver a contar y desbaratar si quedaron torcidos, o muy apretados. Después empezar a contar para el resorte, cuatro derechos, dos reveses.

  Maritornes aprendió a tejer cuando estaba muy pequeña, y sin embargo el movimiento de las agujas le resulta familiar. Es un viejo recuerdo que no se ha ido. Va entrando suavemente en la conocida hipnosis de ver crecer el tejido punto por punto, de deslizar la lana de una aguja a la otra. Es un vaivén adictivo y primordial, el clac clac de las agujas.

  Mientras retoma este noble oficio de fabricar una prenda que abrigue piensa en las ovejas, en el principio del proceso, y algo la traslada y la une con las miles de manos que han tejido para un bebé, para un niño, para un anciano, en miles de lugares con innumerables técnicas diferentes. Y se pone a pensar en la nobleza de crear con las manos algo cuyo arco de principio a fin podamos trazar al menos en nuestra imaginación, un arco casi tangible entre el trigo y el pan, la oveja y la lana, el árbol y el cuenco, la arcilla y el vaso para las flores, la huerta y la ensalada.

  Regresa a sus siete años y, asombrada de recordar aún la mayoría de los detalles del tejido, se pregunta por qué se enseñan pocos oficios en las escuelas. No se refiere a los oficios como aficiones extracurriculares sino al uso de las manos para crear directamente como parte de una formación esencial, de un currículo para la vida.

  Hacer, pulir, sembrar, enlazar y dar forma nos conectan con un ritmo de la vida que hoy en día suele sernos esquivo. Nos devuelve a la sanadora necesidad de entregarnos a un ritmo pausado, de visitar el lado anverso del frenesí que nos lleva de narices de tumbo en tumbo entre un algo urgente y otro aún más apremiante.

 Fabricar con las manos desde materias primas tan conectadas con la tierra nos hace humildes, nos enseña que la levadura tiene sus horas, así como la primavera, y así como hilera tras paciente hilera se va tejiendo la colcha. El día no apresura nunca a la noche ni el mar les pide a las conchas que se organicen de manera más eficiente.

  Además de la pausa y mesura, del espacio para la charla que propician estas actividades manuales, su riqueza táctil nos une con ese algo tangible que nos hace sentir parte de un mundo aún cimentado en la bondad y destreza de nuestras manos. El tejido espera, porque tampoco la apremia, pero algo en ella anhela regresar cuanto antes a ese lugar de paz que se crea cuando sus manos silenciosas entran en la cadencia de ir creando, poco a poco, un objeto útil o bello.

  ¿Cómo sería si en todas las escuelas niños y niñas tejieran, vieran cómo crece la masa para el pan, regaran las coles, o trabajaran con arcilla? Algo se nos ha perdido cuando nuestras manos ya no se untan de nada, cuando lo máximo que debemos esperar es a que cambie el semáforo o a que abra la página de Internet. En la lentitud de las cosas simples la vida esconde muchas de sus grandes lecciones.

2019

Este fin de año a Maritornes la asaltó la duda de si escribir sobre el año que termina y el que comienza es un cliché, otro saludo a la bandera a inicios y fines ficticios ligados al calendario pero no a variaciones reales. Empero, se puso a pensar que ya sea impuesta por la costumbre, o por mudanzas tangibles y verdaderas, la tradición de evaluar, cerrar y empezar al unísono con el cambio del calendario, puede ser una buena oportunidad para repensar algunas cosas. Arrastrada, entonces, o entregada voluntariamente a la corriente evaluadora y soñadora de estos días, se puso a pensar en una forma de marcar el fin del 2018 y el inicio del 2019.

  Así pues que revisó lo escrito el año pasado por estas mismas fechas y consideró que, con ligeras revisiones, lo que había plasmado aún tiene validez, y quiso ponerlo de nuevo en primera fila de su conciencia, para no olvidarlo. Los siguientes fueron sus pensamientos del año pasado, que quiere trasladar al 2019.

A menudo lo que nos proponemos en Año Nuevo es una reescritura del propósito en el que fallamos el año anterior. Lo agregamos otra vez a la lista para arrastrarlo o empujarlo de nuevo año arriba todos los años, como sísifos condenados a repetir eternamente el ascenso con la carga, apenas para volver a rodar hasta el fondo de la sima. Maritornes quiso, por esa razón, confeccionar una lista ligeramente diferente, con menos probabilidades de fracaso, pero además universal, una lista que le sirviera como una especie de decálogo de vida, válida para todos los años. Las siguientes son, pues, sus metas para el 2019, que fueron las mismas del 2018.

  1. Confiar en que no es necesario hacerse propósitos de Año Nuevo porque lo que nos conviene se puede empezar en cualquier momento del año.
  2. Entender que si un propósito fracasa todos los años es porque o es imposible, o está mal formulado, o porque crearlo como propósito de Año Nuevo no sirve para nada.
  3. Concebir un nuevo año no como un capataz severo que nos exigirá el cumplimiento de una serie de tareas sino como la flor que se abre y cuya única función es coquetearnos para que salgamos al jardín a contemplarla.
  4. Contemplar el 2019 como la flor que se abre, como el amanecer que nos invita, como el bosque que nos susurra, como el silencio que nos habla, como una sucesión de cielos irremplazables tal como son —aspectos de mucha mayor transcendencia que esos actos de disciplina que nos parece debemos proponernos—.
  5. Embarcarse solo en lo que produce alegría genuina, o al menos una gran paz. Se propone no batallar a dentelladas contra nada y solo ir hacia donde la arrastre una corriente apacible.
  6. Entender que soltar puede ser más difícil que agarrar, y muchas veces infinitamente más sabio.
  7. Reiterar y renovar su convicción de que la vida es pródiga y de que en ocasiones es más provechoso pedir y soñar que proponerse. Considerar que lo pedido y lo soñado son a menudo palancas mucho más poderosas que los propósitos porque obtienen su poder directamente de esa dadivosa dependencia del universo que otorga a manos llenas al que sabe confiar.
  8. Recordar que ningún propósito vale la pena si nos hace perder la fe en algo que nos es fundamental.
  9. Erigir la alegría como estandarte y signo indiscutible del camino correcto.
  10. Mirar la vida con curiosidad, asombro y gratitud.

La gruta

Cruje el celofán, se apresuran los compradores, se planean los menús y las dinámicas de los regalos. Los sistemas de amplificación reproducen, ubicua, la voz infantil que año tras año y con su timbre habitual interpreta las melodías conocidas (¿en su país no se produce música de Navidad nueva de vez en cuando?). Los ángeles regordetes, los moños y los papeles de seda rojos y verdes son omnipresentes, y ya la escarcha sintética se adhiere sin remedio a la ropa y al espíritu.

  Listas de regalos, cuántos, de qué presupuesto, anchetas, a quién se nos está olvidando hacerle una atención en esta época marcada por el deseo de elevarnos un poco por encima de nuestros posibles egoísmos para compartir lo que tenemos; pavos, mermeladas y perniles; galletitas, pasteles y dulces; todo va contribuyendo —sin que tenga en sí mismo nada de malo—, a un hostigamiento, a un empacho de luces y sonidos, y todo suma a la contrarreloj para lograr cumplir con los festejos navideños.

  Muy lejos del espíritu y de la geografía, bajo un cielo de estrellas, una gruta guarda el silencio que añoramos sin poder recuperarlo porque una dinámica nos ha tomado la delantera y no sabemos cómo desviarla, atenuarla o detenerla. Aun así, en un paraje rural, en una cueva sin adornos, una pareja primeriza espera, en la quietud de un mundo suspendido, el momento de ese acontecimiento cotidiano, humano, común si se quiere, y a la vez sublime, siempre nuevo, eterno, y en este caso precedido por siglos de expectativa de unos corazones que aguardan la llegada de aquél que por fin le señale a la raza humana un camino hacia el amor y la sensatez.

  Ocurrirá —ocurrió—, en una gruta intemporal, en una gruta real y metafórica, en una noche de silencio de esas que hoy resultan tan escasas. O quizás es Maritornes quien ha olvidado cómo fabricar el silencio. Mientras tanto, sigue buscando la gruta y para eso se ayuda del Weihnachtsoratorium de Bach o, claro está, del Mesías de Handel, porque el silencio no siempre es algo literal. Cuando se trata de la Navidad el silencio es todo aquello que se contrapone al cascarón de los gestos vacíos, al cumplimiento de rituales contemporáneos potenciados por la compraventa y que navegan en aguas turbulentas lejanas por completo de la apacible y encumbrada intención inicial.

  “For unto us a child is born…” La imagen de la gruta viene al rescate y es como un mantra visual que le ayuda a habitar en el aspecto menos frívolo de la temporada. Visualizar ese lugar físico, imaginar qué se siente en su interior, y la contribución de dos grandes compositores tal vez empiece a acercarla a una Navidad sosegada, aunque todavía no sepa cómo bajarse del carrusel imparable que entre todos hemos inventado. Es posible que para un sinnúmero de personas ese carrusel sea el principio y el fin de la Navidad, su alegría y su gozo, la sensación que esperan todo el año. Empero, por doquier se escucha a la gente suspirar con nostalgia por unas navidades más tranquilas, que ya ni siquiera recuerdan. A veces olvidamos que es a la silenciosa gruta —donde en medio de un reverente silencio despunta la posibilidad del amor—, a donde podemos acudir en busca de lo que se nos ha perdido.

Sin nombre

Vive de guiño en guiño

como la estrella

y como el arcoíris

nunca se anuncia.

 

Nadie la dijo.

O acaso fue un susurro,

un vuelo de ave escrito

entre las hojas.

 

Pudo ser un pensamiento

que cabalgó sobre la espuma

y reventó en burbujas

sobre playas sin descubrir.

 

O acaso tuvo forma de mariposa

y no fue mirada por nadie

salvo por el umbroso jardín

o por el día, aún sin abrir.

 

Es una alabanza breve y honda

que aún revolotea en el tumulto del día

en busca de la ventana,

abierta, del corazón.

 

Compañeros. El Camino. Tres

Al margen de sus etapas naturales —los bosques a la salida de Roncesvalles, la aridez de León, la belleza paramuna del Bierzo y el verdor de los bosques de Galicia—, el Camino estuvo dividido por el color de tres almas. Muchas personas aconsejan recorrer el Camino en soledad. Maritornes escogió no escoger sino dejar los días del mes de marcha abiertos a lo que podría llamarse el azar, o que por igual podría llamarse una voluntad superior. Bien dicen que el Camino empieza mucho antes de que empiece (y que no termina cuando termina porque ahí apenas está empezando). Así pues que un año antes de empezar a recorrerlo, Maritornes entregó al fluir de la vida quién la acompañaría. En principio iría sola, pero tenía la premonición de que algunas personas se irían sumando.

  Caminó dos días sola hasta Pamplona, cuando apareció de repente en el Camino, contra todo pronóstico y posibilidad, MJ, con su alma alegre, expansiva y campanil. Para su amiga nada fue problema, todo fue motivo de disfrute, y lo único que aparentemente contristó su corazón generoso fue no poder echarse al hombro los ocho kilos que llevaba Maritornes sobre las espaldas o curar, a pesar de todos sus esfuerzos, las ampollas. A la zaga de su energía cuasi-inagotable empujó Maritornes, uno tras otro, sus llagados pies. Durante unas deleitables y extensas horas de camaradería y esfuerzo comieron moras de todos los morichales que crecían a la vera de las trochas, hablaron del pasado, el presente y el futuro, buscaron a Dios en las madrugadas, se rieron cuando querían llorar del cansancio y brindaron con un buen vino por la vida y por una amistad que, sobre las piedras del Camino, absorbió toda su belleza intangible y cambió de ritmo para siempre.

  El torbellino de vitalidad de MJ se marchó de Santo Domingo de la Calzada para abrirle paso a otra forma de vitalidad. Su compañero de vida se hizo presente en Nájera con la fuerza indescriptible de su respaldo, y de su empeño y optimismo. Él hizo realidad lo que MJ no logró pese a su insistencia, y se echó sobre los hombros la carga que aún llevaba Maritornes. Se inició entonces una marcha disciplinada —protegida—, también encabezada por la oración y finalizada, sin falta, como premio, con una, o unas cuantas, cervezas. El amanecer se les entró por los ojos, la crisma, las yemas de los dedos y el corazón, y el Camino se les fue subiendo por los pies hasta envolverles el alma de fatigado gozo. Alimentados por ese amanecer, por los trigales, por las flores silvestres y por las nubes cambiantes caminaron en busca del siguiente destino. Que a los dos los conmovieran por igual los accidentes geográficos y emocionales del Camino da cuenta de la sintonía lograda por el trasegar conjunto a lo largo de muchos otros caminos. Se separaron en Villafranca del Bierzo sabiendo que esa separación marcaba una nueva forma de unión.

  De Trabadelo hacia O Cebreiro Maritornes se sintió presa de un impulso, de un vuelo, cuya energía seguramente se explicaba en la vitalidad recibida de sus dos compañeros anteriores, de la ilusión de iniciar la última semana, de llegar a Santiago, y de encontrarse, para esta última etapa con M, su amiga de toda la vida. Inició la caminata sola, en la oscuridad previa al amanecer, a paso de inconsciente alegría, libre y ligera, atenta a los cantos de los pájaros y contenta de oír, en los campos ahora verdes de Galicia, el agua de los riachuelos y el repicar de los cencerros. En algún punto del camino surgió el evento inesperado de un nuevo dolor, salido de la nada. En medio de una marcha serena y sobre plano, un tobillo anunció de manera inequívoca su cansancio con una punzada sobre el empeine.

  Sin embargo, la energía estaba en buen nivel y el paisaje tenía mundos de belleza por ofrecer. Su amiga, cansada de un viaje internacional y agotada por la expectativa, fue recibida en O Cebreiro por un extraño torbellino de peregrinos conocidos entre sí que parecían haberse agolpado en la pequeña plaza para darle una bienvenida vivaz y vociferante. Y ese fue el preámbulo de esta etapa en que Maritornes estaría acompañada de un alma contenida, ponderada, generosa como la que más pero generosa en pocas palabras y con gestos mesurados y fruto de la observación cuidadosa de los hechos. Así las cosas, esta nueva compañía pausaba metódicamente para estirar, para tomar agua, para deleitarse en algún rincón, y para obligar a Maritornes a quitarse la venda, hacer uso de los antiinflamatorios y descansar el tobillo, ahora hinchado y carente por completo de rango de movimiento. Entre las dos vivieron más a fondo el silencio y caminaron juntas pero permitiéndose un gran espacio para el pensamiento y la reflexión, sin que faltara el humor mordaz que tanto las ha hecho reír en la vida.

  Al llegar a Santiago de Compostela, Maritornes no pudo menos que trazar un paralelo entre el Camino y la vida, que nos va regalando, si tenemos abierto el corazón, el contacto con almas que por azares, esfuerzos y dones generales del destino nos acompañan de una y otra forma a lo largo de diversos segmentos de nuestra trayectoria vital cambiando en ella la melodía que la hará memorable. Y como en el Camino, cuán hermoso es constatar que, como los amaneceres, nadie se repite, y cada uno tiene para regalarnos una irrepetible combinación de colores.

El amanecer. El Camino. Uno.

Ciertas experiencias desafían las palabras, desafían incluso otras formas de expresión, artística o documental. Ese es el caso del Camino de Santiago —una afición, un descubrimiento, un trayecto histórico, una aventura, una búsqueda, una obsesión, una serie de encuentros, una satisfactoria fatiga, un embrujo, un reto físico, un retiro espiritual, un amor, un encantamiento, un final que da paso a un comienzo, un peregrinaje, un comienzo que da paso a un final, un misterio y muchas otras cosas indefinibles—. Tal vez el que sea a la vez tantas cosas, con ligeras variaciones y combinaciones para cada persona, explicaría el porqué ninguno de los intentos más populares y conocidos de retratar o describir el Camino de Santiago le hace justicia.

  Después de recorrer a pie el Camino Francés durante treinta días, desde Roncesvalles hasta la mítica Santiago de Compostela, Maritornes quiere intentar presentar en unos apartes asomos del Camino que tal vez puedan llegar a comunicar aunque sea en parte qué lo hace único y qué hace que para las personas que lo han recorrido se convierta, a menudo, en un sello imborrable en el alma y en la psiquis. En el acto de disciplina y determinación que da inicio y continuidad al Camino va incluido un hábito, cuya necesidad pronto se hace evidente, que es el de salir a caminar antes del amanecer. No hacerlo implica algunas incomodidades posteriores como el calor, el riesgo de no encontrar hospedaje, la falta de tiempo al llegar para lavar la ropa y de manera más intangible una cierta incomodidad “cósmica” de no estar en sincronía con los ritmos del mundo exterior.

  Así que ese es uno de los primeros descubrimientos, y una de las grandes nostalgias posteriores al regreso. No es lo mismo empezar el día cuando ya el mundo corretea detrás de su metafórica cola, que dar comienzo a la jornada bañado por la luz rosa y los arreboles del amanecer, respirando a fondo un aire sin estrenar y despidiendo las estrellas. Treinta días de este ejercicio obran una modificación sutil pero honda y duradera en el espíritu. Es como si por ponernos al descubierto al amanecer accediéramos al privilegiado idioma de una voz que nos susurra aquellas cosas primordiales de un lugar en donde antes habitábamos, y en donde nos hemos sentido cómodos y encajados en el universo, pero que hemos olvidado.

  La profunda alegría, la serenidad, el sentido de sincronía que produce estar directamente bajo el cielo, oyendo el rítmico crujido de la grava al son de los pasos, a la hora del amanecer es sin duda uno de los grandes regalos del Camino. Es un recordatorio de que somos ritmo circadiano, de que somos naturaleza, de que el cielo que nos cobija nos depara todos los días un regalo infaltable que solo requiere que abramos la puerta, salgamos, y miremos hacia arriba.

Dubán

Pasadas las tres de la tarde, Maritornes se bajaba de un vehículo desde el puesto del pasajero. Abrió la puerta y sintió el golpe y el rechinar de metal contra metal que anuncian siempre que algo desagradable acaba de ocurrir. El motociclista estaba tendido sobre el andén, la moto a su lado, y el espejo retrovisor y otras piezas no muy lejos del lugar, daban cuenta del estropicio.

 Pronto fue claro lo que había ocurrido. Ella había abierto la puerta sin verificar que nadie estuviera rebasando el vehículo estacionado por el estrecho espacio que quedaba a la derecha entre este y el andén.

  El infaltable oportunista y opinetas de oficio se hizo presente de la nada para asignar culpas y responsabilidades, agitar los ánimos y atizar el mayor conflicto posible. El conductor de la moto se incorporó, se retiró el guante, y se cercioró de que la mano que sentía lastimada no tuviera nada de gravedad. El oportunista trataba de echarle la culpa al de la moto, el conductor del vehículo de servicio público analizaba el daño a su puerta, y ella, con esa reacción instintiva tan difícil de modificar pensaba en que debía asumir la responsabilidad.

  “Lo siento”, le dijo al de la moto, “antes de abrir la puerta, yo debí haber mirado si venía alguien”. Tan pronto vio la reacción del hombre, sus ojos asustados y su ademán suave, supo que no estaba ante el habitual energúmeno. No hubo insultos, ni improperios, ni menciones de tal o cual poder adquisitivo como causa de todos los accidentes y todas las desventuras humanas.

  Ella se apresuró a entrar a la cita, no sin antes entregar (lo sabe, contra lo que cualquiera habría aconsejado), su número telefónico. Con el corazón contristado pasó una tarde melancólica pensando en que el muchacho de la moto dijo no tenerla asegurada, y sin poder olvidar su mirada de angustia.

  A eso de las 8 de la noche entró un mensaje a su celular. “Buenas noches, señora, cómo se encuentra”, decía. La conversación siguió en los términos más cordiales y respetuosos. Dubán, que así se llamaba el muchacho de la moto, le hacía a Maritornes el más leve y respetuoso recordatorio de que arreglar su moto le costaría un dinero que no tenía. Dubán asumió su parte de responsabilidad por rebasar por la derecha un vehículo estacionado, le dio las gracias a Maritornes por reconocer su parte de responsabilidad, no pidió ningún dinero en específico y ella se comprometió a aportar algo. La sesión de mensajes terminó en bendiciones y en recomendaciones mutuas de cuidarse y cerró con las siguientes palabras, por parte de Dubán: “A pesar de todo, un placer conocerla. Personas sensatas como usted ya no quedan”.

  Esa noche Maritornes se fue a dormir con una extraña sensación de plenitud en el corazón, a pesar del accidente. Algo en este intercambio le hablaba de esa posibilidad que tan a menudo olvidamos de no vernos como adversarios atrincherados sin remedio en la obligación de defendernos o de atacar. Sabe que no olvidará los nobles ojos de este muchacho, ni sus palabras, que dan cuenta de lo fácil que sería, con la dosis necesaria de cortesía, de gallardía y de nobleza, ofrecerle al otro, en cualquier circunstancia, lo mejor de nuestro corazón.

  Gracias, Dubán.

Sonríeme

Sonríeme como ayer

para que tu sonrisa retoñe

en la estación perpetua

del solsticio vertical.

Lanza otra vez tu semilla

al viento de mi alma dispuesta

y verás cómo brotan capullos

en la cantera y la gres.

Sonríeme de costa a costa

que el secreto está en sonreír.

Y dame esa sonrisa tuya

que despierta paisajes dormidos

en el filo de la eternidad.

Maritornes y la avispa

 

Era un día de esos para encontrarse con el sol —o con la lluvia—, y con lo que depararan el matorral y las nubes. Maritornes terminaba de andar el sendero de regreso en su parte más tupida de arbustos, antes de salir al claro que antecedía el interminable descenso por el empinado camino de piedra.

  Embelesada por unos arbustos adornados con diminutas flores blancas se detuvo a contemplarlos y se agachó para tratar de descubrir si las flores tenían aroma que ofrecer. En ese momento sintió en la parte interna del brazo, casi a la altura de la axila, el picotón que la sacó rudamente de su embeleso bucólico. Manoteó para deshacerse de lo que fuera y se dio cuenta de que la rodeaba un enjambre de pequeñas avispas que habían visto invadido su lugar de alimentación y recreo. No sabía qué atender primero, si deshacerse del enjambre o buscar cómo atenuar el fuerte ardor que se extendía por su brazo.

  Optó por seguir adelante a paso veloz. Cuando estuvo segura de que no quedaban avispas a su alrededor, buscó varias hojas de distintas plantas para frotárselas en la picadura, como por ver si, al azar, alguna atenuaba el escozor. Una de las hojas debió funcionar porque el dolor cedió con relativa rapidez. Sin embargo, el rezago del picotón la acompañó todo el regreso. De hecho, el redondel rojo rodeado de inflamación perduró unos 20 días.

  Recordando su paseo, Maritornes pensó en la bendición que es la realidad real, no la virtual transformada en irrealidad por artilugios digitales. Recordó sus raspones de infancia, el aprendizaje a montar en bicicleta que incluyó, de la mano de un primo poco delicado, o con algún oculto rencor, que soltó la bicicleta, que sostenía con las dos manos por el sillín, justo cuando esta estaba por terminar estrellada contra un muro, que fue lo que sucedió. La bicicleta y la ciclista fueron a dar al piso, como suele ser en estas circunstancias, con la rodilla y la mano prontas a recibir el impacto. Aún tiene la cicatriz. Picaduras, caídas, raspones y tropezones en el parque, la imparable rodada en los patines que hay que dar por terminada con el coxis, todo forma parte de una realidad vivida en carne y hueso que, pensó Maritornes, se alegra de haber vivido.

  La cicatriz de la picadura de avispa no ha desaparecido, como no desapareció nunca la de la rodilla, y hoy Maritornes las agradece como recordatorios de una infancia de poco sofá y muchos juegos al aire libre, de una cautela razonable pero no excesiva, de abejas, arroyos, montes y juegos no virtuales. Por todas esas razones terminó agradeciéndole a la hermana avispa la realidad de su picotón que, visto el lugar en donde sucedió, entre el monte y el cielo, bien valió la pena, como valieron la pena las caídas de la infancia. Deseó para sus hijos y para su descendencia mucha más vida de la que transcurre al aire libre, y mucha menos de la que transcurre en realidades recreadas en una pantalla —más posibilidad de avispa, de lluvia y de raspón, que de brillo digital.